Mario el hipnotizador

02 / 11 / 2015 Luis Algorri
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Mario Garcés publica Episodios extraordinarios de la historia de España (B), un libro sorprendente

Mario Garcés.

Permítanme, aunque solo sea por una vez, que les presuponga. Esto no se hace, no debe hacerse nunca, pero –lo reconozco– es el sueño de cualquiera que se siente a escribir con la insensata pretensión de que alguien lo lea.

Quizá ustedes hayan leído un cuento de Thomas Mann que se titulaba Mario y el hipnotizador. En la edición que yo tengo, muy barata pero un tesoro personal porque me la regalaron con gran amor hace casi cuarenta años, acompaña a una de las más celestiales narraciones de Mann, La muerte en Venecia. No es inferior. Habla sobre un hombre, padre de familia, que ve cómo sus hijos y sus amigos van cayendo sin remedio en las redes de alguien que dice ser un simple prestidigitador callejero, pero que resulta ser un hipnotizador que hace de la gente lo que quiere.

Otro ejemplo, quizá mejor. Ustedes, personas ilustradas que por eso leen la sección de cultura de TIEMPO, sin duda recuerdan o tienen a mano El siglo de las luces, la más alta novela de Alejo Carpentier, en la que se cuenta la Revolución Francesa pero no desde el punto de vista de los historiadores, punto que siempre es un cerro muy alto desde el que se divisa una amplia panorámica omnisciente, sino desde el suelo: cómo atravesaron aquel momento trascendental aquellos que lo estaban viviendo, sin la conciencia (¿consciencia? Mejor consciencia) de que aquel era un momento al que nosotros llamamos hoy, y con las manos recién lavadas antes de comer, histórico.

Naturalmente, no todo lo que cuenta Carpentier en su novela ocurrió de verdad. Y eso qué importa. El lector huele, suda de calor, siente cómo tiembla el suelo bajo el paso de los caballos de la historia. Una historia que los personajes no conocen ni conciben, aunque está pasando. De nuevo: qué más da.

Eso es lo que sucede en este libro. Mario Garcés es un hipnotizador como el que inventó Mann. Este hombre trabaja ahora mismo de subsecretario en un ministerio. Eso no tendría la menor importancia de no ser porque en su trabajo se cabrea, como él mismo dice (me lo dijo a mí el otro día: no me extraña), y porque, cuando se cabrea, lo que hace es sacar el mandril graduado, el estique, el raedor, el disco de hule y el dremel, y se pone a labrar historia como si fuese una lámina de plata. Esto quiere decir que Mario, el hipnotizador, guarda en casa un costal de paciencia, de disciplina, de erudición y de rigor como solo tienen los orfebres, y así se pone a escribir. El resultado es este libro, Episodios extraordinarios de la historia de España, que publica B.

Son dos docenas de cuentos, relatos, narraciones, lo que ustedes quieran: qué más da eso. Se refiere en ellos lo que le pasó a mucha gente que muy bien pudo estar allí mientras la historia, la grande, estaba transcurriendo por encima de sus cabezas. Eso mismo pasa en la novela de Carpentier, y en Los miserables de Hugo, y desde luego en toda la obra de Galdós. Nada nuevo, pues.

Ah, pero sí hay algo nuevo. Cuando Mario Garcés, el hipnotizador, cuenta cómo un verdugo de la Inquisición tortura con espeluznante profesionalidad al judío Lope Franco, acusado del asesinato del Niño de La Guardia (eso es en 1491), el escritor, para librarse del cabreo, dedica noches enteras a documentarse sobre los métodos de tortura de la época; y aprende cuarenta veces más de lo que cuenta; y se empapa hasta la extenuación de lo más difícil, que es el lenguaje y la forma de hablar del tiempo en que Carlos V no había nacido aún; y así hace gemir al pobre judío con tales ayes, súplicas, entregos, desmayos y desvalimientos que el lector, sin poderlo remediar, se va al siglo XV y empavorece con el relato. Sobre todo con la frase final. Que no les voy a copiar aquí.

Mario el hipnotizador se ha leído varias veces ElQuijote. Me lo ha confesado, no sin cierta altanería (yo tengo más altanería porque me lo he leído más veces). Pero eso no basta para escribir un cuento así. Ni para escribir los demás. Cuando Mario Garcés mete al lector en el siglo XV, el castellano en el que escribe tiene un inconfundible aroma a Juan dell Enzina, aunque no sea igual porque en ese caso muy pocos lo entenderían. Cuando Mario mete al lector en un buque español que, a finales del XVIII, navega por la Polinesia (ah, ese es mi cuento preferido), y un algo atarantado noble español escribe a su amada y lejana cómo visten, cómo se conducen y desde luego cómo se aman aquellos bellísimos e inocentes salvajes, el lector se da cuenta inmediatamente de que el hipnotizador la está gozando como un verderón. Porque don Domingo de Bonechea (personaje histórico) es un tipo de carne y sangre y hormonas bullentes que escribe a su respetada doña Juana desde la otra punta del mundo, y redacta sus cartas a la novia con la pasión amatoria con que escribiría al arzobispo de Toledo revestido de pontifical; y le dice que jamás la olvidará y le guardará fidelidad perpetua mientras ante sus ojos revienta el más gozoso fornicio de los marineros con las acogedoras nativas; y es de suponer que don Domingo, jolines, cuenta lo que cree que debe contar, pero calla muy mucho más sobre lo que a él mismo concierne y compete, porque tonto no es su excelencia, y tampoco demediado de ingles... Y todo esto en un impecable castellano que ya no es el de Enzina, ni el de Cervantes, sino el del siglo XVIII, que es muy distinto afán.

Y cuando se hunde el acorazado Maine, quien escribe es casi Galdós. Y cuando Bata le calzó siete goles al Barça, pues podría hablar Platko, o quizá Hemingway; o, por qué no, Eduardo Sacheri...

Este hipnotizador no cuenta la historia: te lleva a ella. Te mete en ella con su increíble erudición para descansar del curro –bendito cabreo– y su lenguaje perfecto. Lean ustedes este libro. No saben lo que se pierden si no lo hacen. No lo saben.

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