Los sepulcros blanqueados.

03 / 10 / 2016 Luis Algorri
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El uso de la mentira para convocar movilizaciones desacredita por completo a quien las convoca.

El cristianismo en general, y desde luego el catolicismo, tiene una relación muy severa con la mentira. La prohibición de “hablar falso testimonio contra el prójimo” está no solo en las narraciones del Éxodo y del Deuteronomio, que son las fuentes de todo lo demás, sino en todas las versiones del Decálogo, desde la Septuaginta (que siguen los ortodoxos) hasta la Reformada de Calvino; y también, desde luego, en la división agustiniana, que es la que inspira en buena medida el catecismo católico. Lo único que varía es el lugar que ocupa esa prohibición en las diferentes listas: a veces aparece en octavo lugar y a veces en noveno, pero siempre está presente. Esto es importante porque no puede decirse lo mismo de otros mandamientos.

Es cierto que los teólogos quemaron ingentes cantidades de neuronas en determinar cuándo es lícito mentir. Y así inventaron el prodigio de la “restricción mental lícita”, que vuelve no solo permisible sino incluso obligatorio “el ocultar la verdad cuando su comunicación causaría daño a los oyentes o a otros”. Esto deja abierta la puerta, en realidad, a las mayores tropelías, puesto que, si se le retuerce el pescuezo lo bastante al significado de las palabras, acabaríamos por perdonar la trampa que hizo –por ejemplo– Eusebio de Cesarea al manipular las Antigüedades judías de Flavio Josefo y añadirles un párrafo sobre Jesús el Nazareno que no venía en el original, con el evidente objetivo de dar una legitimidad, digamos, histórica independiente (casi periodística) a la figura de Cristo. Admitir que aquello era pura y simplemente una falsificación habría causado “daño a los oyentes o a otros”, porque habría erosionado gravemente la credibilidad del Nuevo Testamento. Y eso, claro, no podía ser. Es un ejemplo entre cientos que demuestra algo muy fácil de entender: en la práctica, la diferencia entre verdad y mentira dependen del poder que ejerza quien diga las cosas.

Solo así alcanzo a explicarme lo que acaba de hacer el cardenal arzobispo de México, Norberto Rivera Carrera. Este hombre ha movilizado a sus fieles, en cantidad de decenas de miles, para protestar en la calle contra la legalización del matrimonio civil entre personas del mismo sexo. Esa unión –repito: civil– fue ya aprobada por los tribunales de justicia mexicanos y ahora se pretende añadirla a la legislación, como ocurre en muchísimos países del mundo, entre ellos España.

Eso al cardenal Rivera Carrera no le gusta, como no gustó a Rouco Varela y a muchísimos clérigos más. Están todos, como es natural, en su derecho de protestar y de convocar manifestaciones. Lo que me sorprende es por qué, con qué argumentos ha convocado el cardenal mexicano sus marchas tridentinas. Voy enumerando.

1.- Dice el cardenal que los homosexuales son quienes más contagian enfermedades de transmisión sexual. Eso es mentira y el cardenal lo sabe. Esas enfermedades, en el mundo actual, se transmiten por practicar sexo sin profilaxis con personas infectadas, y la principal fuente de ese contagio –incluido el VIH– es, en todo el mundo, la prostitución heterosexual que se ejerce sin control sanitario.

2.- Dice el cardenal que en los países en los que está legalizado el matrimonio igualitario se encarcela a dueños de hoteles, padres de familia  y hasta pasteleros (¿?) que están en contra de esa medida. Eso es mentira y el cardenal lo sabe. Seguramente está elevando a categoría algún ejemplo aislado que él conoce –yo no–, y esa es una de las formas más comunes de la mentira. Pueden estar tranquilos, pues, los pasteleros, por más intransigentes que sean.

3.- Dice el cardenal Rivera que los hijos adoptados por parejas de personas del mismo sexo sufren más que los demás. Eso es mentira y el cardenal Rivera lo sabe. Todos los datos estadísticos reconocen que los niños que más sufren son aquellos a los que nadie quiere o que son abandonados por sus padres, y eso rarísima vez se produce cuando los niños son adoptados por personas del mismo sexo: la singularidad y poca frecuencia de esas parejas, y el estigma social que aún sufren por culpa de personas como el cardenal Rivera, vuelven mucho más fuertes los vínculos con los hijos. El amor es más fuerte.

4.- Dice el cardenal que un niño tiene más posibilidades de sufrir abusos sexuales de un padre homosexual. Eso es absolutamente falso y el cardenal Rivera lo sabe. Todas las agencias internacionales que se dedican a la protección de la infancia dejan claro que, en números redondos, nueve de cada diez casos de abusos sexuales a menores los cometen varones heterosexuales. Tanto a niñas como a niños. El cardenal confunde perversa y premeditadamente homosexualidad con pederastia, lo cual es un disparate indigno de alguien que ha terminado el Bachillerato.

Algo debe de saber de esto el cardenal Rivera, que fue el principal y más poderoso protector del fallecido cura Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionarios de Cristo y apartado de la Iglesia por S. S. el papa Benedicto XVI a causa de sus reiterados, escandalosos e impunes abusos sexuales a niños varones menores de edad, durante muchos años. Y no era homosexual. Este es el más terrible caso de pederastia organizada que ha sufrido la Iglesia católica (que se conozca, al menos) desde hace décadas.

Señor cardenal: mentir es pecado. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia”. (Mateo, 23:27).

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