Los libros viejos que vuelven

23 / 12 / 2016 Luis Algorri
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¡Gracias!

Una novela olvidada, publicada hace casi medio siglo, que está más viva que muchas de las actuales.

Estamos haciendo unas risas en el dormitorio de mi madre, que está medio mala y le anima mucho que los chicos vayamos a verla, y de pronto lo veo encima de una de las habituales pilas de libros que, desde que yo tengo recuerdos, siempre hubo en casa por todas partes. No lo puedo creer. Está de canto pero lo reconozco inmediatamente. Me levanto:

–Pero... ¿ese libro?

–¿Ya me vas a quitar más libros? ¡Jolines! ¡Que son míos!

–No, mami, este no. Este es mío. Lo fue siempre.

Mi memoria vuela como una flecha a una mañana de hace 45 años. Yo estaba en la cama con fiebre: no era una gripe sino la escarlatina, una enfermedad que  ya entonces sonaba, no sé por qué, como un exotismo decimonónico. Llamaron a la puerta y mi madre atendió a un tipo al que yo adoraba: el señor del Círculo de Lectores, que era lo más parecido que tenía la realidad a los famosos Reyes Magos. Mi madre lo trataba como si fuera un vendedor de crecepelos, temerosa de que fuese a colarle cualquier engañifa, pero yo sabía que no había nada que temer porque aquel señor no traía engañifas: traía libros... y aún no se habían inventado los de autoayuda, así que lo más fraudulento que podía ofrecer aquel hombre era alguna homilía de Luca de Tena o una de tiros de Sven Hassel: compare el alma dormida.

–¿Qué ha traído? ¿Qué ha traído?

Mi madre se quedó con dos o tres (yo odiaba eso) y me dejó uno encima de la cama: “No sé si este lo pediste tú o lo pedí yo, pero parece que habla de chicos de tu edad”.

La escarlatina y yo vimos por primera vez aquel libro que ahora mismo tengo de nuevo en mis manos, de pasta dura, encuadernado o protegido con “geltex-acetato” (fuera lo que fuese aquello) y con una cubierta que hoy me parece hermosísima: la silueta negra de un roble deshojado sobre un triste fondo monocromo en verde olivo. El árbol brota de una profunda tierra, también negra, sobre la que está el nombre del autor y el título: Luis de Castresana, El otro árbol de Guernica. Y al pie, una camiseta de manga larga, a rayas rojas y blancas.

Me leí aquel libro del tirón. Perdonen ustedes: me leí aquellas doscientas páginas cinco veces seguidas, a pesar de la fiebre y de mi madre, que me veía sudar a goterones. El resultado fue que de inmediato quise ser vasco (mi apellido ayudaba) y, aunque a mí el fútbol no me daba ni frío ni calor, me hice ferviente seguidor del Athletic de Bilbao, que era la camiseta que venía en la cubierta. Tardé varios años en apostatar de aquella fe para hacerme, como sigo siendo hoy, futbolísticamente ateo.

Vuelvo a tener en mis manos aquel objeto que guardaba debajo de la almohada. Vuelvo a releer hoy aquellas páginas que llegué a saberme de memoria y compruebo que algunos libros, no todos, están dotados del don de la inmortalidad. El otro árbol de Guernica no ha envejecido en absoluto. Su autor, Luis de Castresana, del que apenas sé nada más que lo que viene en la biografía del propio libro, escribió una novela prodigiosa sobre algo que le pasó a él: los niños vizcaínos que, durante la Guerra Civil, fueron llevados a otros países para mantenerlos a salvo, y volvieron a casa cuando llegó la victoria, que no la paz. Castresana fue uno de ellos y le tocó Bélgica.

El libro fue publicado en 1967. Hoy mantiene intactas varias cosas. La primera, una prosa de impresionante belleza y una técnica narrativa impecable. La segunda, que Castresana fue capaz de meterse en la cabeza de un crío de once años que, al final, ya es un mocito de catorce: el autor refleja con toda precisión cómo piensa, cómo razona, cómo reacciona, a qué teme un chaval en ese cambio de edad y en esa situación, que le obliga a madurar a toda velocidad. Era muy difícil no admirar a Santi Celaya, era muy difícil no querer ser como él y era casi imposible no hacerse del Athletic.

El niño que sabía que hay que ser como un árbol y no como un mástil, porque un árbol está vivo y se agarra a sus raíces. El crío que sufrió como un animal pero que no cedió al juego de una mujer, muy rica y muy desarbolada, que pretendía fingir que era su madre y para eso sobornaba al chaval con regalos y bicicletas. El chaval que, en el colegio de huérfanos en el que acabó con otros españolitos de aquellos, no dudó en hacer español (mediante votación democrática, eso sí) a un chiquillo belga que estaba solo en el mundo y que se les agregaba como un perrillo perdido. El muchacho que, sin saberlo formular con palabras, sabía que era indispensable que los españolitos del exilio conservasen su identidad, sus raíces, su personalidad; y así, en los partidos de fútbol del patio (siempre españoles contra belgas), los del equipo España se pasaban unos a otros la camiseta del Athletic de Bilbao para que la llevase un rato cada uno, como si fuese un estandarte o una condecoración que les hacía sentirse quienes eran. El mocito que, al regresar a casa después de la guerra, ve su Bilbao todo lleno de camisas azules y de retratos de Franco; y eso le entristece porque de algún modo sabe que él también está entre los vencidos aunque ni se haya enterado de qué fue la guerra y de cómo transcurrió. Pero recuerda lo que ha aprendido, y es que los españoles tienen muchas más cosas que les unen que cosas que les distancian.

Nunca más me separaré de este libro. No sé cuántas veces lo habré leído, pero sí que esta no ha sido la última. Ahora que los libros tienen una vida de muy pocos meses, y luego se olvidan, ¿qué leerán los chicos de catorce años que les haga sentir lo que sentí yo cuando la escarlatina? Felices fiestas. Y feliz 2017.

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