Los buenos días ganados de Amparo Baró

16 / 02 / 2015 Incitatus
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Carmen Machi dedicó su Goya a una de las más grandes actrices españolas de todos los tiempos: Amparo Baró, recién fallecida, que se hizo popular... por unas collejas.

Aquella comedia la pusieron verde los críticos del régimen, como es natural: contaba miserias de la Iglesia y de la gente de iglesia (en realidad era un retrato escrito de la triste condición humana que, en pintura, habrían podido hacer Goya, Zuloaga, Solana, Vázquez Díaz), y el régimen, que se estaba cayendo a cachos aunque todavía disimulaban todos, no podía permitirse demasiadas alegrías. Franco era un faraón viejito a quien todavía no se le había muerto el bastón en que se apoyaba (Carrero Blanco: lo asesinaron aquel mismo año) y que ya no se enteraba de gran cosa ni entendía por qué los jóvenes de aquel tiempo no se apuntaban todos a la OJE. Era febrero de 1973. La comedia era Los buenos días perdidos, de Antonio Gala.

Fue la primera vez que la vi. Se levantaba el telón del teatro Lara de Madrid y allí, en medio de un escenario que lo mismo podía ser el Rastro que una iglesia bombardeada, una cueva de buhonero o la pesadilla de un cura simoníaco, estaba ella, sentada en una sillita de madera. Se afanaba en untar de virutas plateadas un montón de estrellas de cartón que había junto a ella. Parecía tener no más de 18 o 20 años. Y era tonta, eso se notaba desde el primer momento: cuando las manos se le pringaban demasiado con las platas, se las limpiaba en el pelo; así lo tenía la pobre. Y cantaba como cantan las tontas:

A la Mariblanca / la ha pillao el toro: / le ha metido el cuerno / por el chirimbolo. / A la Mariblanca / la ha vuelto a pillar, / le ha metido el cuerno / por el delantal”.

Para mí fue un flechazo. Aquella bobalicona que parecía una adolescente, aunque tenía ya 35 años, se llamaba Amparo Baró y yo no he olvidado en mi vida su interpretación de Consuelito, la tonta bajita que soñaba con Orleans, la que se enamoraba del guapo (Juan Luis Galiardo), la que se dejaba violar por un pobre hombre, el sacristán (Manuel Galiana), y la que tenía tales tablas y tal dominio de la escena que casi le comía la merienda a la inmensa Mary Carrillo, que era allí la mandona, la serpiente emplumada y a medio desplumar.

La comedia era tremenda, tanto que apenas ha envejecido. Pero aquella tonta canija, con su voz algo cascada y su cantilena de Orleans, sus movimientos de retrasadita y su mirada de perro apaleado me fascinaron de tal forma que fui al teatro tres días seguidos, solo por verla sufrir mientras se reía.

La seguí, naturalmente. Cine no hacía mucho y a mí me parecía que no era el medio en que se encontraba más cómoda. Pero se hinchaba a hacer teatro y, menos mal, la llamaban constantemente para hacer televisión. Volvió a hacerme temblar en aquel Estudio 1 que se dedicó a Diálogos de carmelitas, de Bernanos (yo entonces aún no sabía que había una ópera que se llamaba así, escrita por Poulenc), y otra vez en Juncal, en La dama boba, de Lope; en Los peces rojos, de Anouilh; en Casa de muñecas, de Ibsen; en Las mujeres sabias, de Molière; en Las bacantes, de Eurípides; en comedias como La tetera o Tres sombreros de copa, las dos de Mihura... Vamos, que me convertí en un fan.

Estrellas escarchadas.

Alguna vez, de chaval, logré hablar con ella. Me colaba en los camerinos como si fuese a obtener la gracia santificante de tres palabras que dejase caer una diosa, pero eso fue solo la primera vez, porque Amparo Baró era exactamente lo contrario a una diva. Era una señora normal, encantadora, tímida, del tamaño de mi madre, con la sonrisa de mi madre y la risa natural y centelleante de mi madre. Me tomaba el pelo: “Pero tú, tan joven y tan guapo, ¿vienes a verme a mí? ¿No prefieres que te firmen el programa Juan Luis o Mary? ¡Mary, ven! ¡Mira este chico, que viene a verme a mí, como si yo fuera Ava Gardner!”, y se mondaba de risa, y yo era feliz porque Amparo Baró no dejaba, en realidad, de ser Consuelito (pero sin la idiocia); se reía con toda la alegría, te hacía sentir a la vez bobo e importante, y no tenía un solo átomo de la divina majestad que sí arrastraban tras de su sombra otros actores, como el propio Galiardo (por entonces; luego cambió mucho), Carlos Lemos, o Fernán Gómez, o incluso José Bódalo, que se tenía a sí mismo por un currante de las tablas pero que sonreía con los nervios incómodos de Carlos IV; o, sobre todo, Amparo Rivelles, que competía en mi panteón teatral con la Baró pero que admitía los elogios y la adulación con el mismo gesto de altivez con que se dejaba besar la mano la reina Enriqueta María de Francia.

Pero Amparo, no. Amparo tenía siempre tres salpicaduras de Consuelito. Amparo era como mamá. Incluso se parecían un poco las dos.

Y le llegó la popularidad (la grande, la pesada, la de llevar gafas de sol por la calle) gracias a su habilidad para dar collejas en la tele. Manda narices.

Grande.

Hay una frase que se repite mucho en el mundo del cine y del teatro: “Si este hubiese nacido en Estados Unidos, tendría tres Oscar y se llamaría Spencer Tracy”. Casi nunca es verdad, nos pongamos como nos pongamos. A los actores españoles les sobra talento (lo mismo que a los franceses o a los alemanes o a los italianos), pero el medio hace a la persona y el medio, a este lado del charco y sobre todo al sur de los Pirineos, es el que es. No tenemos otro. Alfredo Landa es perfectamente comparable a Alberto Sordi porque el caldo en el que se cocieron fue semejante. Pero hay pocos casos más.

Ahora bien, esa frase tan elogiosa como desprestigiada (por demasiado repetida) sí me parece perfectamente aplicable a Amparo Baró. Me di cuenta hace unos tres años, cuando la vi echarse a su menudo cuerpo un papel gigantesco en una obra de teatro igualmente descomunal: hizo la Violet de Agosto: condado de Ossage, de Tracy Letts. Fue la última vez que se subió a un escenario y solo de recordarlo se me erizan los pelos del cogote. La Baró, en ese papel que parecía escrito para ella, no tenía absolutamente nada que envidiar a Deanna Dunagan, a Meryl Streep o a Estelle Parsons, que son las grandes intérpretes de ese personaje (junto a nuestra Anna Lizaran, que también se ha ido ya). No conozco a nadie capaz de decir esa frase que da la vuelta a la obra entera como si fuese un pañuelo: “Pichu y tú sois hermanos, ya lo sé”, con la serena crueldad de Amparo Baró, menos Consuelito que nunca pero mejor actriz que en toda su vida.

Se ha ido una persona imposible de reemplazar. Créanme: lo menos importante son las jodías collejas de la tele, que tanta fama trajeron, ya de vieja, a alguien a quien no había más que ver dos veces para enamorarte definitivamente del teatro. Y nunca dejó de ser tan adorable como aquella Consuelito de los 70. Quizá eso fue lo mejor de todo.

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