Los años de Rubio

26 / 10 / 2015 Luis Algorri
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¡Gracias!

Se publica un libro en homenaje a los cuadernos infantiles que nos enseñaron caligrafía y cálculo

La directora, la madre María Teresa la Mala, entró en el aula –nos pusimos en pie como relámpagos– envuelta en todo su poder: agitaba las alas murciélagas de su hábito negro, rozaba el techo con los cuernos que sobresalían de su toca, nos miraba con ojos ígneos y expelía llamas por sus fosas nasales. Estaba enfadada. Siempre estaba enfadada aquella mujer.

–¡Siéntense! ¡Olmedo!

Olmedo se puso en pie de nuevo como un gorrión.

–¡Es usted una de las vergüenzas de esta clase, Olmedo! ¡Su caligrafía es espantosa! ¿No es capaz de copiar lo que viene en el cuaderno, Olmedo? ¡Claro! ¡Cómo va a copiar si no ve, con esas gafas ridículas de culo de vaso, que parece usted tonto con esas gafas, Olmedo!

Todos fingimos reír, qué remedio. Olmedo, rojo como una granada, se aguantaba las lágrimas. La madre María Teresa la Mala expulsó otra lluvia de fuego por la nariz:

–¡Usted, Castresana! ¡En pie! ¿Es usted idiota, Castresana? ¿No logra que le entre en esa cabeza hueca el concepto de la multiplicación? ¿Está sordo, Castresana, y por eso no atiende en clase? ¿O es usted simplemente estúpido?

Castresana hundía la barbilla en el cuello, muerto de miedo. Muchos años después descubriríamos que Castresana era disléxico y por eso cambiaba los números de sitio. Pero eso de la dislexia entonces no existía.

–¡Ah, este es el mejor! ¡Perezalgorri!

Nada más levantarme del pupitre, la llamarada me calcinó las pestañas, las mejillas, la dignidad.

–¡Es usted una vergüenza para este colegio! ¡Tan listo que parece y es un completo idiota! ¡No ha dado usted ni una! ¡Ni una! ¡Todas sus cuentas de sumar están mal, todas! ¡Ninguno de sus compañeros ha conseguido hacerlo peor! ¡Tendría usted que estar en una escuela para gitanos o para subnor-males!

El dragón me arrojó el cuaderno Rubio de cubiertas de cartulina amarilla. Cayó al suelo como un pájaro deshecho y lo recogí. Había en mis sumas tantas correcciones en rojo que las páginas parecían escupidas de sangre. Y rompí a llorar. Tenía 8 años. Castresana, Olmedo, todos teníamos 8 años.

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