Los adioses

01 / 08 / 2017 Luis Algorri
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¡Gracias!

No le temo a la muerte; le temo a la memoria, al ácido del recuerdo. No sé cómo voy a hacer para sujetar eso.

Me contaba un gran amigo el otro día, en Valencia, que hace unos meses, cuando sonó el despertador, se encontró a su padre sentado a los pies de la cama. El anciano había recuperado el esplendor de los cincuenta años, y le miraba y le sonreía sin decir nada. Mi amigo, que es persona culta, sosegada y en absoluto dada a milagrerías ni a santas compañas, supo inmediatamente que su padre había terminado de apagarse. “Lo que más me sorprendió fue que me miraba con la cara de ilusión que pone quien se va de vacaciones”, se reía.

Es imposible saber qué hay de cierto en lo que me contaba mi amigo. La mente humana, sometida a una gran presión –y la pérdida de un padre al que se quiere suele ser terrible–, es capaz de crear casi cualquier cosa. Pensé, aunque no tuve valor para decírselo, que seguramente lo soñó, porque es incapaz de recordar qué pasó después: si se levantó, si fue al baño, qué hizo su padre, cómo continuó la mañana. Pero qué más da.

De lo que sí estoy convencido es de que tú no vas a hacer  nada parecido a eso, mamá. Ahora, mientras hago la maleta para ir a verte quizá por última vez, no me preocupa nada que de pronto te acomodes a mi lado en el tren y me digas: “Tienes que ponerte a plan, Luisito, que estás muy grandote”, que es lo que seguramente acabarías por decirme porque llevas callándotelo como diez años, cada vez que nos hemos visto.

Lo que me intimida, porque no me ha sucedido nunca, es cómo voy a hacer para mantener sujeta a mi memoria. Cómo voy a conseguir que, a partir de ahora, al oír o mencionar tu nombre salte de inmediato la imagen que yo quiero, no la que voy a ver dentro de unas horas. No sé si será difícil. Eres una de las madres más fotografiadas del mundo, eso sí que lo sé. Papá ha sido siempre un hombre a una cámara pegado: la colección familiar de fotos contiene muchos cientos de miles de imágenes, y su modelo favorito has sido siempre tú. No solo por lo guapísima (la gente se volvía a miraros cuando pasabais por la calle: vaya dos) sino porque ambos sois la demostración irrefutable de que el amor verdadero, el amor constante más allá de la muerte, sí existe, sí es posible. Sesenta años juntos me parecen una prueba más que suficiente, y en estos últimos, cuando ya te ibas achicando como un pajarito, habíais recuperado la ternura dulcísima e inalterable del principio, de cuando yo era un niño y miraba cómo os mirabais, embobado.

No le temo a la muerte: ni a la tuya, ni a la mía ni a la de nadie. Forma parte de la vida y tratar de vencerla o de engañarla es el más viejo error del ser humano. Le temo a la memoria. Le temo al ácido repentino del recuerdo. Tengo que sujetar eso. Y creo que puedo: mamá en Salinas. Mamá en Pajares con veinte años. Mamá en la foto con la vaca, que una de las dos sobraba (lo que nos hemos reído con esa foto). Mamá y papá delante del iglú que hizo él con una pala. Mamá asediada por hordas enteras de nietos, feliz. Mami una y otra vez embarazada pero siempre preciosa. Mamá en...

Sí, creo que sí lo voy a conseguir. Ha sido demasiada felicidad en una larga vida llena de momentos resplandecientes, y papá los fotografió todos. Una vida hermosa, fecunda, dedicada a sembrar amor, y a regarlo, y a verlo crecer. Has hecho un gran trabajo, mami. Un largo y grandísimo trabajo que no olvidaremos nunca, y esa será tu inmortalidad. Ahora descansa: cierra los ojos y descansa, que te lo has ganado. Tu piedra está ya pulida. Vuela tranquila: siempre te vamos a querer. 

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