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Las ruinas de Palmira

27 / 05 / 2015 Luis Algorri
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Uno de los tesoros históricos más importantes del mundo, a punto de ser arrasado por el EI.

El tipo llevaba a cuestas un nombre avasallador con el que probablemente le haya resultado dificilísimo entablar conversación productiva con alguna joven que le atrajese. Imagínense el diálogo en alguna fiesta galante, mientras sonaba el minué:

–Y usted ¿cómo se llama, oh interesante muchacho de impresionante nariz?

–Pues mire usted, seductora señorita, yo me llamo Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais.

Huida inmediata de la doncella en busca de otro galán algo menos repolludo. Así que el chico, que había nacido en Francia (en Craon, cerca de Rennes) a mediados del siglo XVIII, y que era verdaderamente inteligente, culto y un auténtico ilustrado, no tardó en cambiarse el nombre y pasó a usar el apodo de Volney. Mezcla de Voltaire y Ferney, pueblo donde el propio Voltaire vivió muchos años. Queda clara su devoción por el ilustre librepensador.

Volney fue seguramente masón (hay logias francesas que llevan hoy su nombre) pero de ninguna manera era un jacobino ni un tragafrailes. Era simplemente un sabio liberal. Napoleón, cuando se hizo coronar emperador, le nombró conde de Volney. Pero Luis XVIII, el Borbón restaurado en el trono tras la derrota de Napoleón, le hizo senador y miembro de la Cámara de los Pares; así que un rojo peligroso no era, desde luego, este Volney.

Era un estudioso, escritor, filósofo y viajero, algo que se llevaba mucho entonces. Cuando fue a Siria, recién cumplidos los treinta años, se encontró con un prodigio: la antigua ciudad de Palmira.

Lo que vio Volney era un bellísimo desastre, tan hermoso como puedan serlo hoy los Foros romanos, Chichén Itzá o el templo de Karnak. Palmira, que llegó a ser capital de un efímero imperio, fue una ciudad muy próspera que estaba en la Ruta de la Seda, que romanos y persas se disputaron ásperamente, que fue tumbada y levantada varias veces y que vivió su última y resplandeciente gloria cuando la reconstruyó Diocleciano, en el siglo IV. Dos siglos después la tomaron los musulmanes. Y en el año 1089 sobrevino un espantoso terremoto que la destruyó por última vez. Lo que vio Volney fueron las asombrosas ruinas que quedan desde entonces: avenidas, columnatas, tumbas que tienen dos mil años, el delicioso templo de Bel y un teatro romano que sencillamente quita la respiración. Uno de los más hermosos que existen.

Todo acaba. El buen Volney, conmovido por aquella grandeza desmochada, escribió un libro emocionante que andaba dando tumbos por casa cuando yo era chico y que leí con avidez: Las ruinas de Palmira. El ilustrado francés decía dos cosas: todos los imperios pasan y se pudren, por grandes que hayan sido, y de ellos quedan nada más que ruinas polvorientas sobre las que sentarse a meditar.

¿A meditar sobre qué? Pues –decía Volney, y esa era la segunda cosa– sobre que exactamente lo mismo sucede con sus dioses. Divinidades y religiones se agostan y se olvidan cuando se derrumba la civilización que los inventó. En eso no hay ninguna excepción, reflexionaba Volney. Y concluía que lo mejor que puede hacer el hombre es confiar en sí mismo, en su libertad, en su inteligencia, en su razón, en su trascendencia, en su voluntad de hacer del mundo un lugar más humano y más acogedor; y no poner tantas esperanzas en dioses que, como Júpiter y Osiris y Baal y tantos más (todos, en realidad), acaban por morir cuando muere la memoria de quienes los imaginaron para alimentar su esperanza.

Naturalmente, esas ideas hicieron que Volney fuese fulminantemente condenado por la Iglesia, que metió sus maravillosas obras en el Index Librorum Prohibitorum y lo fustigó por jacobino, comecuras, ateo, réprobo, devorador de niños y adorador de Satán. Pobre muchacho. Lo que le faltaba, después de aquel nombre y de aquella nariz.

A Palmira le puede pasar algo peor. Palmira, uno de los lugares más fascinantes del mundo, es Patrimonio de la Humanidad desde que así lo decidió la Unesco en 1980. Es uno de los más altos tesoros que muestran la historia del ser humano, un testimonio de la civilización de la que provenimos todos.

Ahora mismo, mientras escribo esto, Palmira sobrevive. No sabemos por cuánto tiempo. El ejército sirio del sanguinario Bashar al-Assad combate, a muy pocos cientos de metros del airoso Tetrapylon romano, contra una multitud de bestias deshumanizadas, ignorantes y fanáticas que pretenden tomar las ruinas con un solo objetivo: destruirlas. Porque así conseguirán publicidad y seguirán atrayendo a sus filas a la escoria, a la basura del mundo. Esa gente que actúa con mucha menos piedad que las ratas, que se comporta con mil veces menos dignidad que los cerdos a los que consideran impuros; esa tropa de asesinos que no concede el menor valor a la vida ni a la dignidad humanas; esa canalla de mente agusanada que no tiene dios, que no cree en ningún dios, que blasfema contra Alá al hacerse llamar Estado Islámico, está a punto de acabar con las ruinas de Palmira que vio Volney, que hemos visto tantos.

Salvar la vida de un solo ser humano justifica una revolución. Pero el Occidente opulento, con todos sus mercados y sus sutiles políticas internacionales, no tendrá perdón jamás si permite que esos ladrones matarifes destruyan Palmira. Porque es nuestro pasado, nuestra historia, nuestra raíz común. Somos nosotros. Todos. Incluso ellos.

¿A qué esperan nuestros Gobiernos? ¿A que estos homínidos destruyan el Capitolio, el Elíseo, Westminster, Heidelberg, la Alhambra? ¿Es todo eso más que Palmira? No lo es. Hay que acabar con esos salvajes. Al precio que sea. Como se acabó con los nazis o con la viruela. O no podremos mirarnos a la cara nunca más. 

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