Julia Navarro y el Mal

29 / 02 / 2016 Luis Algorri
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La última novela de la escritora y periodista es una descarnada descripción de la maldad humana.

Suele decir el escritor Luisgé Martínez que las presentaciones de libros son un género literario en sí mismo. La frase tiene mala leche pero es verdad. Como en los poemitas del amour courtois, hay frases que se repiten invariablemente: “Siempre tuvimos claro que merecía la pena apoyar a este autor” (la señora de la editorial); “mi querido Carlos (o como se llame) ha hecho un gran esfuerzo de documentación y de estilo depurado para lograr estas cautivadoras páginas” (el presentador número uno, que por lo general no conoce de nada al tal Carlos); “no debo caer en la tentación de contar el final porque en ese caso ustedes no comprarán el libro, que es de lo que se trata, jejeje” (el presentador número dos, que tampoco ha visto en su vida a Carlos) y, desde luego, la de “sin el apoyo de mi familia y de mis amigos yo no habría podido escribir esto” (Carlos). Desde que la crisis hizo que las editoriales ya casi nunca den, al final, vinito y canapés, el público difícilmente alcanza las veinticinco personas, el acto se celebra en una librería de tamaño medio y Carlos es el único de los presentes que se ha leído el libro.

Por eso lo que consiguió hace unos días Julia Navarro tiene que ver, una de dos: o bien con el magnetismo extrasensorial o bien con la tectónica de placas, mucho más que con los usos y costumbres de las presentaciones de libros. Porque Julia presentó su última novela, Historia de un canalla (Plaza y Janés), no en una abnegada librería o en el ático de unos grandes almacenes, sino en un teatro, el Fernando de Rojas, del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Y yo comprobé, con estos ojos entrecerrados ya por el escepticismo, que estaban a reventar los tres pisos del teatro (unas 500 localidades), y había muchísima gente de pie; no en vano la tirada de la primera edición ha sido de 300.000 ejemplares. Esto no se veía en Madrid desde cuando reinaba Antonio Gala. Y en el escenario del teatro, encuadrados en una sobria escenografía de sillones y mesas bajas, no había un grupo de actores que llevaban bien aprendidas (o escritas en un par de folios) sus frases obligadas, y que fingían haberse leído el libro que presentaban. No. Había, además de Julia, cuatro adolescentes peleones, entusiasmados, fascinados, que se interrumpían, se pisaban la palabra unos a otros para explicar qué les había gustado más, qué les había sorprendido, cautivado, horrorizado o impresionado más de ese libro que, eso estaba clarísimo, todos habían leído, bebido, subrayado y anotado.

Los cuatro muchachos eran Juan Cruz, que intentaba hacer (sin demasiado éxito) el papel de maestro de ceremonias; Carme Riera, de la Real Academia Española; Patxi López, presidente del Congreso de los Diputados, y la más fiera de todas: Margarita Robles, magistrada del Tribunal Supremo, cuyo grado de entusiasmo rayaba en la hiperoxigenación: menos mal que había más gente en la charla, porque si dejan a esta mujer decir todo lo que de verdad pensaba, y de quién lo pensaba, se habría armado la degollación de los inocentes.

No, de los inocentes no. Ahí está la clave de todo. Julia Navarro, en su sexta novela, ha hecho el retrato del Mal. Con mayúscula. El Mal en estado puro o, “el Mal sin mezcla de bien alguno”, que era la definición que daba el ultracatólico Juan Donoso Cortés de la filosofía. El protagonista de Historia de un canalla es un personaje de ficción (pero nadie va a creer eso) que se llama Thomas Spencer, publicista en el Nueva York de ahora mismo. Él es el Mal. Un tipo a cuyo lado el Yago de Otello parecería un boy scout; Jack el Destripador, un bondadoso aficionado a la vivisección de ranas, y el mismo Satanás que aparece en el film El exorcista mostraría ser un tipo con algunas nobles cualidades.

Mal consciente. Y esto ¿por qué? Pues porque Thomas Spencer sabe que es un hijo de perra y está muy contento de serlo. Este fue el apasionante tema de discusión entre los presentadores de la novela en el teatro: ¿es esto verosímil? ¿Es, al menos, posible?

Miren ustedes a su alrededor. Sin la menor duda conocen a no pocos malnacidos. Vivos y muertos. Si se fijan bien advertirán que ninguno de ellos reconoce que lo es. Toda persona malvada se considerará a sí misma, en el peor de los casos, poseedora de un carácter fuerte, riguroso, inflexible y otros sinónimos parecidos. Pero justo. Nunca dirá de sí mismo que es un miserable “que no se arrepiente de serlo”, como hace Thomas Spencer. Hitler estaba sinceramente convencido, sobre todo al final de su vida, de que la culpa de todo la tenían los judíos y desde luego los alemanes, que no merecían vivir porque no estaban a la altura de un genio como él. Stalin murió en la creencia de que pasaría a la historia como el gran padre de la humanidad moderna, y eso no puede lograrse sin romper algunos huevos y cometer algunos actos, digamos, cuestionables; pero todo era por el bien del proletariado. Pol Pot estaba persuadido de que libraba al mundo de indeseables que merecían la muerte cuando hizo exterminar a dos millones de camboyanos.

El malvado nunca sabe que lo es; son los demás quienes tienen que hacérselo ver. Pero eso presupone ya en él una capacidad de reflexión y de respeto por el parecer ajeno que lo saca sin remedio de los estrictos límites del Mal absoluto.

Lo que intenta Julia Navarro es precisamente demostrar que ese Mal perfecto sí es posible en seres humanos. Por eso esta es su novela más difícil, la que más esfuerzo le ha exigido. Por eso también es, seguramente, la mejor. Porque no la mueve una idea genial (la invención de la santa clonación o fotocopia milagrosa, por ejemplo) ni la recreación de unos hechos o de un tiempo, aderezados con personajes para cuya creación esta mujer tiene un talento casi único. Esta vez no es así. Los cientos de miles de lectores de Julia Navarro se van a encontrar con un tratado de Metafísica, y aun de Teodicea agustiniana, construido en forma de novela y narrado de una forma magistral.

No es un libro para deglutir, aunque sea casi imposible soltarlo hasta haber concluido las 863 páginas. Es una provocación que exige un esfuerzo, una reflexión, una toma de posición por el lector. Eso es lo más difícil que puede intentar un narrador. Pero, si lo logra, es lo mejor que hará en su vida: obligar a la gente a pensar, a decantarse, a decidir. Eso es lo que, en mi opinión, ha logrado Julia Navarro con este libro. Así que no hay que darle la enhorabuena. Hay que darle las gracias. 

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