Et portae inferi...

28 / 09 / 2015 Luis Algorri
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Fermín Bocos investiga en un libro por dónde se entra al Infierno. Como se esperaba, las posibilidades son muchas

Estatua del Diablo (única en el mundo) ubicada en el parque del Retiro, Madrid. Y el libro de Fermín Bocos.

Hay una frase que no entendí nunca. Está en el Evangelio de Mateo. Jesús de Nazaret, después de un arrebato que se parece mucho a las ganas que todos tenemos alguna vez de que nos alegren los oídos, se vuelve hacia el pescador Simón y le cambia el nombre, nada menos. Le dice: “Tú eres Pedro [Cefas o Kefás, en arameo], y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”.

Aparte del ingenioso juego de palabras entre Pedro y piedra (el Jesús de los evangelios, a veces, se mostraba brillante), ¿qué quiere decir eso de que las puertas del Infierno no prevalecerán contra sus planes? ¿Cómo pueden prevalecer unas puertas? ¿Sobre qué? ¿Para qué? ¿Para no dejar entrar o para impedir que otros salgan? Da la sensación de que estamos ante un fragmento del guion de La vida de Brian, cuando un profeta andrajoso y alucinado dice: “Y en ese tiempo el amigo perderá el martillo del amigo, y el joven no podrá saber dónde yacen las cosas poseídas por sus padres...”.

Se trate de un centenario error de traducción o de una frase sencillamente absurda, hay algo que sí está claro: Jesús el Nazareno sabía, como sabía por entonces todo el mundo medianamente informado, que el Infierno tenía puertas y que estas debían hallarse forzosamente en alguna parte.

Los antiguos (llamemos así a nuestros antepasados más o menos hasta hace cincuenta o sesenta años) tenían de los espacios metafísicos un concepto cualquier cosa menos metafísico. El Cielo estaba arriba. El Infierno estaba abajo, es decir, bajo tierra. El Limbo y el Purgatorio no se sabía bien dónde estaban y eso ha roto la cabeza de hordas enteras de teólogos. Pero ya los griegos, que tenían de sus dioses un concepto mucho más confianzudo y vecinal que el que nosotros tenemos de los nuestros, determinaron que el Infierno, el Hades o el Inframundo eran lugares físicos que estaban efectivamente abajo, en alguna parte del subsuelo, y que en ellos había de todo: lagunas con sus barqueros, perros rarísimos, muertos más o menos reversibles y un dios (Hades o Plutón) al que le gustaban mucho las jovencitas, como la dulce Perséfone, cuyo mayor defecto era tener una madre decididamente insoportable a la hora de juzgar a los novios de la niña.

¿Por dónde se entra al Infierno? Y, como es natural, de esos lugares subterráneos se podía entrar o salir (esto era más complicado), como bien sabía el pelmazo de Orfeo, un tipo que fue capaz de lograr que el mismo dios Hades le prometiese que le devolvería a su novia Eurídice si él dejaba de martirizarle los oídos con la cítara y aquella voz estropajosa y desafinada (la versión oficial no es exactamente así pero no vamos a entrar ahora en discusiones teológicas, ¿verdad?).

¿Y por dónde se entraba al Infierno? Bien, eso es lo que se ha dedicado a investigar el gran Fermín Bocos, cántabro de Campóo y uno de los periodistas más fiables de este país. Fermín no es que haya investigado; es que ha viajado a muchos lugares en los que, según las más variadas tradiciones, se hallaba una cueva, un lago, un pozo, un templo o una gatera a través de la cual podía uno colarse en el Averno, en el Báratro, el Tártaro, la Gehena o hasta en las castizas calderas de Pedro Botero. Fermín ha escrito todo eso en un libro curiosísimo que ustedes deberían leer: Viaje a las puertas del Infierno, editado por Ariel.

Naturalmente, no están todos. Eso no se le puede pedir ni a Fermín Bocos ni a nadie. El Infierno, incluso antes de que llegase el papa Wojtyla a jorobar una iconografía milenaria con la monserga aquella de que es “un estado de la mente que sufre quien se aleja de Dios”, es algo estrictamente personal, como sabemos todos. Aún recuerdo a aquel amigo de mi juventud, que se salió de seminarista cuando se le cruzó la irresistible Gelines, que ponía cara de inmensa angustia cada vez que tenía que cruzar las que él llamaba así, las portae inferi; es decir, que iba a visitar a su futura suegra los domingos por la tarde. Tampoco habla Fermín, siempre respetuoso, de la puerta del despacho de don Luis Bárcenas, ni del inmueble madrileño de la calle de Añastro, nº 1 (miren ustedes por ahí a ver si averiguan lo que hay), ni del número de cuenta de Nueva Rumasa, que eso sí que era la Gehena perpetua para los inversores incautos.

Habla del monasterio de La Rábida, en Huelva (ese capítulo no tiene desperdicio), en el cual los monjes franciscanos ponían una cara rarísima cuando llegaba Fermín a preguntarles si sabían exactamente dónde estaba la puerta del Infierno, que tenía que andar por allí; del monasterio de El Escorial; de las inmediaciones de Cumas, lugar donde vivía la célebre Sibila Cumana, una señora que “profetizaba” gracias al poder sobrenatural que le proporcionaban los vapores sulfurosos que brotaban del subsuelo (vamos, que estaba la mujer fumadita perdida) y donde está el lago que se llama así, Averno. Fermín Bocos se ha ido a Eleusis, a Taisoji en Japón, a Xian en China; a la cueva de Baal-Gad en Israel (allí fue donde Jesús le dijo al pescador Simón aquello tan raro de las puertas); a la catedral de Chartres, donde se halla un pozo demoníaco sencillamente apasionante; al monte Athos, por supuesto a Sicilia y a Roma, y a Babilonia, y a muchos lugares más...

¿Ha encontrado Fermín las puertas del Infierno? Pues miren ustedes, no seré yo quien desvele semejante misterio porque si lo hago ustedes no leerán el libro, y les juro que merece la pena. Ahora bien, ¿ha encontrado al Diablo?

A eso tengo que contestar que sí. Fermín Bocos ha tenido los santos... óleos de entrevistar al padre José Antonio Fortea Cucurull, párroco, sedicente exorcista, bloguero flamígero y uno de los más asombrosos frikis que me he tropezado en la vida. En esa entrevista, ¿prevalecieron las puertas de Fermín o prevalecieron las del Infierno, a pesar de los empujones que les daba Fortea para mantenerlas cerradas? Pues miren, se lo voy a decir... Vaya por Dios, no me queda sitio.

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