En la muerte trágica de un ser humano

18 / 07 / 2016 Luis Algorri
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¡Gracias!

La muerte de un torero en la plaza ha vuelto a mostrar de qué abyecciones somos capaces los seres humanos.

Decía el gran Jaume Perich en una de sus mejores viñetas que “la muerte nos iguala a todos”. Esa voz salía de un impresionante mausoleo con cúpula y ángeles gimientes labrados en mármol que se hallaba junto a un letrero pinchado en el suelo y en el que decía: “Fosa común”.

Tenía razón el Perich. Hay muertos y muertos, por lo menos a efectos funerarios. A mí se me ponen los pelos de punta cada vez que fallece, en las circunstancias que sea, alguien que simboliza (o que otros quieren que simbolice) a la España tradicional, de rompe y rasga, de montera y pasodoble, porque se vuelve por completo inevitable padecer a numerosos escribientes que se sienten obligados a redactar unos panegíricos confeccionados con adjetivos tejidos a base de alamares, de sedas y oros, de sangre de los toros y de humo de los altares, que habría dicho Machado; unas altisonancias heroicas y copleras que parecen sacadas de los ripios de Rafael de León, y que a mí me parecen, por lo forzadas y archibarrocas, insufriblemente cursis.

Hace unos años falleció una mujer muy querida por muchísima gente, con buena voz, que parecía no bajarse nunca del escenario, ni de día ni de noche. Hubo que digerir cosas como esta: “Faro y viña chipionera, dulce moscatel de malvavisco de tu voz, luz de poderío para alumbrar los vapores de belleza y que no se pierdan los barcos de vela a la orilla del agua”. O como esta: “Veo desde aquí el mar de Chipiona y creo entender que se quiere hacer aguadulce para anudarse a tu garganta como un lazo de lluvias”.

No anoto el nombre de los autores porque no lo merecen: ambos escriben muy bien (cierto es que el uno mejor que el otro) y seguramente se sintieron obligados, en la muerte de su muy querida amiga, a escribir algo que pudiese ser acompañado a la guitarra o gemido al aire como una saeta.

Un buen muchacho, magnífico cantaor flamenco, me retiró el saludo con estrepitosa indignación cuando, al morir Paco de Lucía, le pedí por favor que se calmase, que cerrase un poco el chorro de los quejíos, que a Paco lo admirábamos todos pero que tampoco era cosa de pedir su canonización con tales ayes y quejumbres: no me lo ha perdonado. Me mandó callar a gritos: “¡Respeta al maestro, imbécil!”, como si yo lo hubiese respetado menos con mi sosiego que él con sus esparabanes.

Ahora vuelve a pasar. Un toro ha matado a un chaval de un pueblo de Segovia que trataba de lidiarlo, Víctor Barrio, de una terrible cornada en el pecho. Tiempo ha faltado a los archipoetas para gemir que “el destino le partió el corazón” (en esta imagen tan original han coincidido seis o siete), y que los dioses de la belleza exigen su tributo de sangre, y que el arte se va al cielo siguiendo los pasos del Yiyo, y Dios sabe qué botafumeiros más. Quiero creer que sinceros. Aunque eso ya no lo sé. Pero lo peor no ha sido el coro (previsible e inevitable) de lamentadores despeinados. Lo peor ha sido la gavilla de canallas que, en las redes sociales, ha aplaudido, jaleado y vitoreado la muerte de este muchacho por la sencilla razón de que era un torero. Es decir, un señor cuyo oficio es el de matar toros en la plaza con cierta ceremonia, que es en lo que consiste la llamada fiesta de los toros.

Esta gente se reclama defensora de los animales y, por lo tanto, contraria a la tauromaquia. Ambos son sentimientos que comparto, porque a mí no me gustan las corridas de toros; de chaval las detestaba por pura reacción visceral ante la muerte convertida en espectáculo y ahora, de mayor, he reunido un buen montón de razones para argumentar eso.

Pero en la vida se me ocurriría llamar asesino a un torero, que es lo primero que hace una notable parte de los exaltados del animalismo. Jamás he aplaudido (ni creo que lo haga) lo bien que un torero mata a un toro, porque no veo ahí la menor belleza, pero lo que no me cabe en la cabeza es que alguien se alegre sinceramente cuando ocurre al revés: cuando es el toro el que mata al torero. Alegrarse de la muerte (trágica, además) de un ser humano me parece lo más abyecto y miserable que puede imaginarse. Eso lo hacían los ignorantes del medievo cuando quemaban vivas a las brujas. Eso lo hacían los nazis con los judíos.

Eso ha hecho un tipo que se llama Vicente Belenguer Santos y que ha escrito esto: “Me alegro mucho de su muerte, lo único que lamento es que de la misma cornada no hayan muerto los hijos de puta que lo engendraron y toda su parentela, esto que digo lo ratifico en cualquier lugar o juicio. Hoy es un día alegre para la humanidad. Bailaremos sobre tu tumba y nos mearemos en las coronas de flores que te pongan, ¡¡cabrón!!”.

Lo más espeluznante del asunto es que este espécimen es, al menos a estas horas, profesor, y da clase a niños. Y casi igual de espantoso es leer numerosos comentarios más, obviamente azuzados los unos por los otros en esa especie de competición de la barbarie en que se convierten, a veces, las redes sociales.

Pero ¿saben qué es lo peor? Que no les importa. Que no lo consideran nada serio. Que mucha gente, temo que cada vez más, está perdiendo el pudor, el temor a mostrar su parte más hedionda. Alguien que se dice defensor de los animales y que se alegra de la muerte de un ser humano (es decir, que justifica y aplaude la pena de muerte, cabe deducir) está muy cerca de los sentimientos que albergaba Hitler, que adoraba a su perra Blondie. Pero eso les importa un rábano.

A mí me entristece la muerte de Víctor Barrio. Pero me aterra ver en qué se está convirtiendo nuestra sociedad.

Prefiero a los del panegírico, claro.  

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