El último crimen de Txetxo Yoldi

20 / 02 / 2017 Luis Algorri
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¡Gracias!

Sorprendente interrogatorio judicial al escritor cuando presentaba su última novela, La noche perdida.

Txetxo Yoldi flanqueado por los jueces Pablo Ruz (Izquierda) y Santiago Pedraz. [Foto: Paco Llata]

Las siete acababan de dar en el gemebundo carillón del hotel Palace (esos muñecos autómatas de aspecto funeral, como muñecos diabólicos, que dan vueltas en fila india) cuando el incauto subía las escaleras del Ateneo, lóbregas a esas horas, sin saber que le seguían. Estaba contento, como todos los culpables. Saludaba a los conocidos, que no eran pocos; repartía saludos, abrazos, cuantotiempos (ya saben: “¡Cuánto tiempo, chaval! ¡Tenemos que llamarnos!”) con la fingida naturalidad de quien está convencido de que su bien amañado poder, cimentado en la ignominia, le mantiene a salvo de la ley. Sin corbata, despreocupado; con un llamativo pañuelo de seda alrededor del cuello... qué poco sabía, ¡qué poco sabía el réprobo que la seda no tardaría en ensombrecer su cuello enrojecido con la silueta de la soga!

Algunos lo miraban, lastimeros:

–¿Quién es ese con esa sonrisa que huele ya a cadalso?

–Es Txetxo Yoldi.

–Ay, pobre.

–Es que ha escrito otra novela y viene aquí a presentarla.

–¿Otra novela? ¿Así, como si tal cosa?

–Pues ya ve usted.

–¿Y no sabe lo que está a punto de pasarle, por su mala cabeza?

–Todo lo ignora salvo su culpa, como Landrú, como Petiot, como el Lute aquel que había hace algún tiempo.

–Ay, pobre.

–Sí, sí. Eso ya lo ha dicho usted antes.

–Es que, ¿sabe lo que le digo? Que a mí me conmueve hasta lo más hondo el infortunio de los desdichados.

Un fotógrafo de esta revista, Paco Llata, obtuvo, lo mismo que la Verónica, las últimas imágenes del infeliz antes de que  se cumpliese su destino.

Subió el incauto las gradas del patíbulo. Se sentó en el centro de la mesa del salón de actos del Ateneo. Cerca de él, en la extrema izquierda, ocupó su lugar Isabelo Herreros, de la Casa de Caifás, es decir, del propio Ateneo. Al otro lado, en la extrema derecha, se acomodó (luto riguroso) el abogado Gonzalo Boye, de la Casa de Anás, editor de la revista Mongolia; era el que había de entregarlo.

Y en ese momento fue, circa horam nonam, cuando el atónito Yoldi se vio flanqueado por dos hombres de severísimo aspecto y ojos ígneos, fatales. Uno, alto, flaco ceñudo: Pablo Ruz, juez. El otro, más menudo, de voz sibilante que apenas llegaba al micrófono: Santiago Pedraz, también juez. Hubo quien juró haber oído que Herreros preguntaba al desventurado:

–¿Cómo te va, José Yoldi, con tan fuerte compañía?

–Ya me come, ya me come, por do más pecado había.

El juez Ruz empezó el interrogatorio: ¿Ha escrito usted esta novela que hay aquí, La noche perdida, que ha editado ese otro señor de negro?

–¡Ay de mí! ¡Confesión!

Ruz, implacable: En esta novela aparecen jueces a los que se trata de malvados, corruptos, venales, execrables, depravados, malandrines, escribas y fariseos. ¿Ha sido usted, malbicho, el que nos ha pintado con tan bellacos colores? ¿Ha sido?

–¡Favor, ánimas del Purgatorio! ¡Nadie me dijo que me aguardaban aquí estos atroces tormentos! ¿Qué delito cometí contra vosotros escribiendo?

Pedraz: ¿No es más cierto, señor Yoldi, que es usted mil veces reo de delito de periodismo? ¿Que escribió usted sobre el caso Bardellino? ¿Que contó las andanzas del juez Dívar? ¿Que en esta novela que ha escrito se ha apropiado de invenciones de otros? ¿Y que ha creado un personaje diabólico que peca de contradicción porque que se hace llamar Paz Guerra, periodista como parece ser usted?

–¡Jesús mil veces! ¡Kirieleisón! ¡Meidei, meidei!

Y la turba, mientras, se reía, se mofaba y claramente mostraba que prefería a Barrabás.

Ahora que lo pienso, quizá no me está saliendo del todo exacta la crónica de la presentación de la última novela de Yoldi. Pero ustedes se harán cargo. El grandísimo periodista, que salió de su periódico maltrecho y apaleado después de haber ayudado a convertirlo durante muchos años en una de las referencias informativas del país, ha pasado una dificilísima metamorfosis y ha despuntado como un espléndido escritor. Primero fueron sus anécdotas profesionales, Peor habría sido tener que trabajar, algo así como el Recuerde el alma dormida del periodista; luego reincidió en el pecado de memoria con El último recurso; pero luego llegó El enigma Kungsholm y ahora esta historia de mafiosos italianos, que hay que ver la manía que les tiene el gran Yoldi a los mafiosos italianos, y debo añadir que a las mafiosas también un poco; y ya está claro que hemos ganado un autor de novela negra como la copa de un pino.

Lo que pasa es que, efectivamente, Yoldi se sentó en el Ateneo entre Ruz y Pedraz, como Cristo entre Dimas y Gestas, y se había llevado su papelito para leerlo, como se hace siempre en las presentaciones de libros. No tenía ni la más leve idea de que aquellos dos señores tan serios le iban a someter a un interrogatorio claramente inquisitorial (primero) y después, ya más relajado el asunto y sin poder remediar la risa ninguno de los dos señorías, a una entrevista en toda regla, desde dos ángulos de tiro. El viejo y resabiado cazador, ahora cazado, tardó en reaccionar; y cuando se puso a contestar a las preguntas como seguramente él hubiese querido que le contestasen a él en otros tiempos, ya nos habíamos reído todos lo nuestro.

Lean esta novela, La noche perdida (ed. Mong). La ha hecho un tipo que sabe escribir muy bien, que inventa mejor y, esto sobre todo, que disfruta haciendo las dos cosas. No conozco ninguna otra receta para una novela redonda.

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