El toro de Nínive no era vuestro, farsantes

09 / 03 / 2015 Incitatus
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Lamentos aparte, el mundo no reacciona ante la más salvaje destrucción de vidas y obras de arte únicas que se ha visto desde las atrocidades nazis, hace 70 años.

Ese lammasu, ese toro con cabeza de hombre y alas de águila, me cayó en un parcial de cuarto curso. La diapositiva la puso el legendario Carlos Cid, nuestro catedrático, y yo lamenté que en el examen solo se nos permitiese anotar la ficha, como la llamábamos: nombre, lugar, periodo, fecha y, en su caso, autor. Porque me lo sabía. Me encantaba el arte de los asirios, aquel pueblo despiadado que aprendió de los hititas los secretos de la escultura y también la brutalidad.

En clase discutíamos por qué los lammasu tenían cinco patas, algo que se mantuvo durante toda la época de los grandes y feroces reyes asirios: Assurnasirpal II, Sargón II, su hijo Senaqerib y también Esarhaddon, el conquistador del país de Kemi, o sea el ya decadente Egipto del siglo VII antes de nuestra era. Cinco patas labradas con un prodigioso naturalismo, lo mismo que los músculos del toro que era aquel maravilloso monstruo de la mitad para abajo; lo demás, sin, embargo, obedecía a unas convenciones artísticas que procedían de Sumer y que eran casi tan rígidas y arbitrarias (simbólicas) como las de los propios egipcios. Las alas eran claramente simbólicas; las caras humanas estaban todas dibujadas con el mismo patrón; aquellos lammasu eran probablemente reyes y se parecían todos: barbados, con un tocado o tiara muy alto, adornos a base de hileras de cuentas y una sonrisa (que a mí me parecía de complicidad) que ya se había visto en Sumer y que volveríamos a ver en el arte arcaico de los griegos, sobre todo en los kouroi.

Se suponía que los lammasu estaban en las puertas de los palacios o de las ciudades (Nínive era inmensa) para atemorizar a los posibles enemigos. Yo no entendí nunca cómo se podía dar miedo a nadie con aquella sonrisa que tenían de ligones callejeros, de gigolós complacientes, de coleguis.

Quiero decir con todo esto que conocíamos bastante bien el arte asirio de hace tres mil años. Y lo amábamos, porque era verdaderamente hermoso.

Eso es, sin la más mínima duda, cien veces más de lo que pueden decir esos bestias, esos homínidos, esos ignorantes, esos analfabetos: por resumirlo, esos fanáticos de mierda que han destrozado el lammasu de Nínive a golpes de maza y con un taladro eléctrico. Y lo han hecho, según dicen, por un motivo: eran ídolos que ofendían al dios al que esos miserables dicen adorar.

Esos analfabetos mentirosos seguramente ignoran, porque en su madrasa no se lo ha enseñado nadie, que ese dios suyo fue inventado unos 1.500 años después de que los sabios artífices asirios esculpiesen el toro alado de Nínive. Fue entonces, hace unos 1.400 años, cuando aquel iluminado (uno más entre miles de iluminados que han pisado la tierra, y no el peor) tomó prestado a uno de los numerosos dioses de la Arabia preislámica, lo llenó de adjetivos aparatosos y lo convirtió en único, omnipotente y sobre todo celoso, algo extraordinariamente útil para fanatizar a los beduinos dispersos por el desierto y convertirlos en una nación. El lammasu tenía el doble de edad que ese dios. Difícilmente, pues, aquellos bellísimos toros de cinco patas podían ofender a quien sus creadores jamás habrían podido siquiera imaginar.

No son creyentes.

Decía lord Bertrand Russell: “La religión sirve para impedir el conocimiento, promover el miedo y la dependencia. Es responsable en gran parte de la guerra, opresión y miseria del mundo”. No lo creo yo así. No es la religión. El hombre lleva cientos de miles de años inventando dioses porque necesita tener esperanza, porque le es indispensable hallar una explicación –por absurda que sea– a lo que no entiende y porque no sabe vivir bajo la idea insoportable de que la muerte es la desaparición absoluta.

Ahora mismo hay, según muchos estudiosos (uno de ellos es el norteamericano Kenneth Shouler), unas 4.200 religiones vivas en el planeta, de todos los tamaños y características. Es literalmente imposible saber cuántos dioses ha inventado la especie humana desde el Paleolítico para acá. Muchas decenas de miles, sin duda. Y a todos les ha pasado lo mismo: que inmediatamente detrás de ellos, de los dioses, llegaron los clérigos, y ellos fueron quienes convirtieron la esperanza en miedo, quienes volvieron obligatoria la fe, quienes inventaron los castigos divinos, las herejías, las apostasías: quienes establecieron la muerte como amenaza de dios. ¿Para qué? Es evidente: para establecer, acrecentar y hacer absoluto su propio poder. El de los clérigos. Los dioses y la religión pasaron a ser un simple pretexto.

Unos malnacidos que decapitan a seres humanos, que los queman vivos y que destruyen obras de arte milenarias que no conocen y que no son suyas, porque pertenecen a toda la humanidad a lo largo del tiempo, no son creyentes. No pueden serlo. Un dios que necesita imponerse mediante el terror no es dios, por definición evidente: si lo fuera, su omnipotencia establecería la concordia y no la muerte, la paz y no la venganza. El de quienes así se comportan no es que sea un falso dios (esa es una proposición superflua), es que es obvio que esos fanáticos no creen en él. Son unos farsantes.

Este de los toros alados de Nínive no es el único caso. Desalmados ignorantes parecidos a estos del Estado Islámico destruyeron en 2012 numerosos y bellísimos mausoleos musulmanes de Tombuctú (Malí) asegurando que servían a la “veneración de los santos”. Todos eran patrimonio de la humanidad. Los talibanes de Afganistán volaron con dinamita, en 2001, los milenarios budas de Bamiyán porque los consideraban ídolos. Hindúes fanáticos arrasaron en 1992 la mezquita Babri de Ayodhya (siglo XVI), en India, para reemplazarla por un templo de su propio dios. Los mismos hijos de su madre del EI que acabaron con el lammasu volaron con explosivos la biblioteca pública de Mosul, que contenía 8.000 libros, algunos sencillamente irremplazables porque eran manuscritos antiquísimos y únicos. Es decir, lo mismo que hicieron los nazis, por orden de Hitler, con muchas obras de arte robadas en toda Europa: las quemaron, porque aquel desgraciado sostenía que, sin él en el mundo, el arte no merecía existir. Lo mismo que hizo aquel miserable de Girolamo Savonarola, dominico que controló Florencia a finales del siglo XV y organizó las espantosas “hogueras de la vanidad”, en las que ardieron numerosos cuadros de Botticelli.

Esto de Mosul y el lammasu no es nada nuevo, pues. El mundo asiste impasible a la destrucción de su propia historia... una vez más. Pero ese toro no era vuestro, farsantes sin dios, porque no lo conocíais ni sabíais nada de él ni de su significado. Ese toro era mío, que lo estudié y lo amaba. Hijos de la gran...

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