El santo de cuando Franco

27 / 02 / 2017 Luis Algorri
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Biografía “desapasionada” y documentada de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange.

Cuando veo el libro que acaba de publicar Joan María Thomàs,José Antonio, realidad y mito (Debate), recuerdo lo que hace ya años me dijo mi hermano Ignacio Merino: en ningún país del mundo habría tenido biografía (y menos tantas biografías) un hombre como este. Y Nacho sabía bien lo que decía: conserva muchas horas de conversación grabadas con Ramón Serrano Suñer, que no Súñer, en las cuales salen cosas que probablemente nunca verán la luz.

Una de las tesis del espléndido libro de Thomàs es precisamente esa: José Antonio, fusilado a la crística edad de 33 años, tenía la ambición –mejor fuera decir el sueño juvenil– de pasar a la historia como salvador de algo, quizá de España, pero de ninguna manera podía imaginar que acabaría canonizado por el régimen de Franco, un tipo al que detestaba y que le detestaba a él. Y menos aún que terminaría convertido en un mito, que su fotografía presidiría todos los despachos oficiales y todas las escuelas, y que a decenas de miles de niños nacidos entre los 40 y los 70 se les bautizaría con su nombre. Y lo más surrealista de todo:  que acabaría enterrado en un mausoleo disparatado, grandilocuente, tenebroso y kitsch, a diez pasos precisamente del tipo   con el que compartía un bien cimentado desprecio mutuo. Del general que no le salvó la vida.

Fui de los muy pocos adolescentes que, en aquellos años, se leyeron enteras las Obras completas de aquel joven que acabó fusilado el mismo día del mismo mes en que moriría Franco, pero 39 años antes. Mis conclusiones fueron sencillas: qué bien escribía aquel hombre, desde luego, y qué ensalada más extraña tenía en la cabeza. Mezclaba sin titubeos muchas ideas tomadas de Ortega y Gasset (quizá ese fuese el tronco de su pensamiento, como sugiere Thomàs) con otras de Eugenio d’Ors, del cabeza loca de Giménez Caballero, del ilustre masón Karl Christian Friedrich Krause, de los regeneracionistas de Joaquín Costa, del pensamiento tradicionalista español al que dio forma el martillo pilón de Menéndez y Pelayo, y desde luego de los movimientos fascistas europeos, que entonces eran novedad y deslumbraban a mucha gente (sobre todo joven) por razones muy parecidas a las que hoy explican el éxito de lo que ahora llamamos “populismos”.

En fin: un gazpacho ideológico e intelectual enormemente denso que a aquel muchacho no le dio tiempo a digerir por la sencilla razón de que lo mataron. Un gazpacho que, desde luego, no era suyo, aunque durante décadas se escribieron toneladas de textos hagiográficos en los que se glosaba la casi milagrosa originalidad del pensamiento político  de José Antonio.

El nombre, qué cosa más curiosa. No logro recordar a ninguna figura política de importancia que haya pasado a la memoria de las gentes con su nombre de pila: siempre se usa el apellido o un apodo, como en los casos de Lenin y Stalin. La única excepción que se me ocurre ahora mismo es la de Napoleón. El propio José Antonio favoreció eso, que se le llamase por su nombre: él, que se lanzó a la vida política poniendo por delante que no tenía vocación para ello y que lo único que le movía a hacerlo era defender la memoria de su padre (el dictador Miguel Primo de Rivera y Orbaneja), acabó por darse cuenta de que, a medida que iba perfilando un proyecto político digno de tal nombre, su apellido era un problema más que otra cosa. Él, que usaba mucho la palabra “nuevo” (una España nueva, un nuevo amanecer, todo aquello) no ignoraba que aquel “Primo de Rivera” sonaba a antigualla, a muchas de las cosas que él decía que quería combatir o, al menos, jubilar.

Pero aquel nombre de pila, algo que los españoles usamos siempre con el cariño que dan la amistad o la proximidad familiar, sirvió, en el imaginario colectivo, para hacer de aquel joven muerto casi un pariente de millones de personas.

Uno de los pasajes más esclarecedores del libro es aquel en el que se cuenta cómo un periodista norteamericano, Jay Allen, le entrevistó en la cárcel de Alicante, de la que ya no saldría. Fue el 3 de octubre de 1936 y estamos ante el curioso caso de una entrevista al revés, porque las autoridades de la República habían prohibido que el preso lograse información sobre lo que estaba pasando en el país más allá de los muros de la cárcel; pero Allen, mediante el uso de unas preguntas de endiablada complejidad retórica, puso a José Antonio al corriente de que el movimiento del general Franco representaba ya “a la vieja España que lucha por sus privilegios perdidos”, y que “los muchachos” de la Falange “están combatiendo codo con codo con mercenarios al servicio de los terratenientes”.

José Antonio, sin duda, se atragantó. Él soñaba con un país que forzase a Ortega a cambiar su “no es esto” por un “esto sí”. Pero en la España de los sublevados se estaba produciendo un fenómeno inaudito: mientras se construía el mito del Ausente, mientras se preparaba el más gigantesco culto a la personalidad de un ser humano que ha conocido nuestro país después del que dedicó al propio Franco, el bando que le tomaba por bandera olvidaba, manipulaba o traicionaba sus ideas y sus proyectos. “Todo eso sería un error”, le contesta a Allen el incrédulo José Antonio. Un error que le costó la vida, porque en la Guerra Civil no había nadie, ni los hunos ni los hotros, dispuesto a pararse a distinguir las sutilezas de un joven poeta metido a político.

Espléndido libro, pues, no apto para sectarios de ninguna bandera. Gran biografía de un tipo que quizá no hubiese tenido ninguna de no haber sido porque unos lo mataron y otros lo traicionaron. 

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