El honor de Dios

23 / 11 / 2015 Luis Algorri
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A pesar de la abundancia de teólogos y recientes islamólogos, la matanza de París no tiene que ver con Dios

Dice El Mundo Today (uno de los medios de comunicación más serios y certeros que conozco) que, desde la matanza de París, se han multiplicado en las redes sociales, y en todas partes, los especialistas en política internacional. Bajas al chino a comprar un cartón de leche y en el camino te tropiezas con ocho recién doctorados en yihadismo. Te asomas al Facebook y hay allí una nutrida procesión de disciplinantes que, en vez de fustigarse ellos mismos, como sería de desear, nos fustigan a los demás: “Ay de vosotros, réprobos, idólatras, impíos, vasallos de los cruzados, que lloráis el fallecimiento de esa gente de Francia y no gemís ni os arrastráis ni os cubrís la cabeza con ceniza por los terribles asesinatos que se cometen en el Líbano, en Siria, en Irak, por culpa de vuestra iniquidad capitalista. Dios os castigará por poner sobre vuestro rostro culpable, en Internet, la bandera de Francia y no la de Afganistán”.

Todo eso es pura demagogia: los asesinos de París y los de Beirut son exactamente los mismos. Y los disciplinantes jamás lamentan en Facebook ningún atentado ni ponen sobre su cara bandera alguna. Pero la gente les escucha y se acojona. De eso se trata: de decirles a los demás lo que tienen que pensar y de hacer que nos sintamos culpables por haber nacido aquí y no en una aldea del Yemen, rodeados de camellos y de Kalashnikovs. A partes desiguales, porque en Yemen hay muchos más Kalashnikovs que camellos. Tocan a tres fusiles por habitante, incluidos los niños.

Y luego se han multiplicado los teólogos y los inquisidores. Su consigna es siempre la misma: hay que expulsar a los moros de nuestras tierras. A todos, porque en el corazón mismo del islam está el exterminio de todos los que ellos llaman infieles. Y a los primeros que hay que dar de patadas es a los refugiados, que son todos unos terroristas que vienen a imponernos a su dios y a acabar con nosotros.

Ya estamos otra vez a vueltas con Dios. El Corán no se lo ha leído nadie (tampoco la Biblia, claro está), con lo cual se pueden decir todas las sandeces que se quiera, que no te van a llevar la contraria.

Sí, es verdad, en el Corán se manda matar a los no creyentes. En la azora V, aleya 37, se dice: “La recompensa de los que hacen la guerra a Alá y a su profeta (…) será que sean muertos o crucificados o sean cortadas sus manos y pies a la inversa, o que se les eche de la tierra” (sigo la traducción de Cansinos Assens, que no difiere en lo esencial de la magistral edición de Juan Vernet que acaba de reeditar Random House en la colección Penguin Clásicos). Y para los no musulmanes manda Mahoma: “¡Combatidlos hasta que no exista tentación y sea la religión de Dios la única!” (8, 40); o bien: “Matadlos dondequiera que los halléis, y cogedlos y apretadlos y preparadles toda clase de emboscadas” (9, 5).

Pero el mismo Corán dice: “Quien mata a un alma (…) sería lo mismo que si hubiese matado a las gentes todas” (5, 35). El Corán se contradice, como se contradice la Biblia y como nos contradecimos todos. Los musulmanes solucionan estas contradicciones gracias al principio de nasik (por resumirlo: en caso de contradicción, vale el precepto más reciente), pero nadie puede negar que el islam ha producido cosas como esta: “Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo si su religión no era la mía. Ahora mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas: es pradera de las gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y kaaba de peregrinos, Tablas de la Ley y Pliegos del Corán. Porque profeso la religión del Amor y voy donde quiera que vaya su cabalgadura, pues el amor es mi credo y mi fe”. Eso lo escribía a principios del siglo XIII Ibn Arabi, uno de los más grandes maestros sufíes de todos los tiempos.

Del mismo modo, en la Biblia pueden hallarse preceptos como “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, o el mandato de poner la otra mejilla ante las ofensas, mientras que unas páginas atrás, el dios de Israel manda matar, en sucesivas órdenes, a los homosexuales, a las adúlteras, a los que adoren a otro dios, a los amalecitas (pobres amalecitas, qué habrá sido de ellos, qué poco se les oye), a las hechiceras (¿?), al que trabaje en sábado, al que coma cosas con sangre, al que se corte el pelo o la barba como le dé la gana, al que cultive plantas de dos clases distintas en el mismo huerto, a los que enciendan una hoguera que al Señor no le guste y, en términos generales, a todo el que se le antoje al terrorífico dios de la Biblia, que se cargó, según los estudios de quienes han tenido la paciencia de contarlos, a unos 24 millones de personas desde el Génesis al Apocalipsis.

La conclusión es sencilla: Dios no tiene nada que ver con todo esto. Dios es, como tantas otras veces, un pretexto (que exista o que no exista es irrelevante) para alcanzar el poder y/o el dinero. Y esto vale lo mismo para los hijos de perra del “Estado Islámico”, que no creen en ningún dios por más que lo proclamen, que para el obispo Arnaud Amalric, quien, en julio de 1209, tras conquistar la plaza hereje de Béziers (cruzada contra los cátaros), se encontró con que sus hombres no eran capaces de distinguir a los herejes de los católicos, porque todos eran vecinos. Y el obispo dijo: “Matadlos a todos: Dios reconocerá a los suyos”, y a renglón seguido fueron pasadas a cuchillo unas 7.000 personas. Esto viene en el magistral libro de Henry MéchoulanEl honor de Dios.

No todos los cristianos son unos asesinos como lo fue Amalric, ni todos los musulmanes son tampoco asesinos fanáticos, ignorantes, ambiciosos y blasfemos como los del “Estado Islámico”. El día en que comprendamos todo esto empezaremos a entender lo que ha pasado en París: son crímenes. Asesinatos. Nada más. Nada menos. Y los comete gente que toma el nombre de Dios, o el honor de Dios, en vano.

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