El hermano que no vuelve

28 / 11 / 2017 Luis Algorri
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¡Gracias!

En el hospital en que murió el primer David Torres se robaba a los hijos de madres pobres para venderlos.

Uno de los momentos más estremecedores de toda la obra de Miguel Delibes (y Delibes sabía ponerse estremecedor como muy pocos) está, a mi modo de ver, en el Diario de un cazador. A Melecio, amigo del protagonista, se le muere un hijo, un chaval. Su mujer está embarazada y él, destazado por el dolor, no deja de repetir que el que viene no es otro niño, sino el mismo: “Es el Mele, el mismo Mele, que vuelve”.

Eso es lo primero que piensa uno cuando se echa a la cara este libro que aquí tengo abierto encima de la mesa como si fuese un niño desnudo, Palos de ciego, de David Torres. No sé qué hacer con él. No sé si cuidarlo o compadecerlo o qué, porque me ha dejado arrecido, con esa cara que ponen los viejos cuando tienen tos y temen que sea para siempre.

David Torres tuvo un hermano mayor que se murió y que se llamaba David Torres. De esto hace mucho. No lo suficiente para que David Torres, el nuestro, se haya quitado de encima el descabalamiento mental que tenía el personaje de Delibes, pero mucho. Porque David Torres, el que se murió, era un niño chico que se apagó sin justificación a causa (por qué no decir por culpa) de una negligencia médica. Y la culpa, la grandísima culpa, está en que en el hospital en que murió el primer David Torres se tenía la cristiana costumbre de robar los niños recién nacidos a las madres pobres, o a las solteras, o a los rojos, para vendérselos a familias honradas que darían a los críos una educación decente y nacionalsindicalista. Esto se ha contado algunas veces. Está claro que no las suficientes.

Por eso este libro estremecedor, tan estremecedor como los de Delibes, no es una novela sino un fragmento de vida en el que pasan muchas cosas, se entrecruzan muchos caminos, tropieza y cae mucha gente y en realidad nadie sabe hacia dónde va, como les sucedía a los ciegos de antaño. Y todos dan palos sin saber a qué, ni por qué les ocurren las cosas, ni hacia dónde camina la vida de cada cual, ni quién lleva los hilos de nada.

El lector, que ojalá sea usted que está leyendo esto porque si no se lanza a este libro no sabe lo que se pierde, se encontrará de pronto con que varios cientos de músicos ciegos fueron asesinados en Ucrania en aquellos tiempos, desde luego por los estalinistas; y con ellos fueron masacrados también sus lazarillos, los que les ayudaban a caminar. Nadie lo supo entonces y nadie lo entiende ahora. Es decir, pasa lo mismo que con los niños robados durante años y años, aquí en España. Lo que podría haber pasado con el primer David Torres si no se hubiese muerto, y con el segundo si no hubiese tenido suerte; la misma que tuve yo, que soy también hijo y nieto de rojos, como se decía entonces y dicen aún algunos ancianos y algunos bobos.

Era aquella la España en que don Antonio Vallejo-Nájera Lobón, eminente psiquiatra que dirigía los Servicios Psiquiátricos Militares de la dictadura, sostenía que ser de izquierdas era clara prueba de enfermedad mental. Cómo no les ibas a quitar los niños, pobrecines, antes de que se contagiasen. Era aquella España del Melecio en la que pasaban atrocidades parecidas a las que ocurrían en la Rusia de Stalin, y nadie lo sabía. Y si alguno lo llegaba a saber, no podía hacer gran cosa porque la gente que andaba por la calle no era, en realidad, más que un montón de ciegos dando manotadas al aire. Esa España incapaz de manejarse sola es la que aparece (con muchas cosas más) en este libro. Claro que para contarla hay que saber escribir como David Torres. Y eso, claro, pues ya no es tan sencillo.

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