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El factor Gómez

30 / 11 / 2015 Luis Algorri
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Un libro apasionante: las memorias (prematuras) de José Manuel Gómez, flamencólogo y compañero

Nunca entendí por qué le llaman –y a él le parece bien– Gufi. Si es por el personaje de Disney, Goofy, lo siento mucho, pero no se le parece en nada. José Manuel Gómez, mi amigo y compañero Supergómez, tiene un aspecto que lo hermana inequívocamente con los piratas ingleses (quizá franceses) del siglo XVII (quizá del XVIII); un bucanero flaco y mordaz de los que mascan tabaco, escupen ron, miran de reojo al contramaestre y abordan galeones con un cuchillo mordido en  mitad de la sonrisa. Eso sí. Un Flint que habría inspirado a Robert Louis Stevenson, nada más verlo, la segunda parte de La isla del tesoro. Eso también. Pero ¿Goofy? ¿Ese espécimen que habría provocado un infarto a Linneo, porque no hay forma de saber qué clase de bicho es? No se le parece en nada. Así que vamos a dejarlo en Gómez. Fifteen men on the Gómez chest; Yo-ho-ho, and the bottle of rhum. Suena genial. Sigamos.

Long John Gómez acaba de publicar una absoluta maravilla que se llama Tribulaciones de un DJ flamenco. Como los piratas están en este mundo para hacer lo que les da la gana, no lo ha publicado en papel (desolación de los que tenemos su edad y ya no vamos a aprender a leer en otra cosa) sino en formato digital: una conmovedora edición de Raquel París, con ilustraciones de Suso33 (no se compliquen: es Goya que ha vuelto) y el soporte de www.seebook.eu. Ustedes compran la elegante carpetilla de cartulina que viene envuelta en un celofán, llegan a casa, se sientan ante el ordenador y, si tienen la suerte que he tenido yo, en un momento dado les llega el PDF por correo electrónico. Lo abren y ahí empieza la singladura hacia la isla de la Tortuga.

Sir Francis Drakegómez habría podido titular este libro de mil maneras. No es una novela, eso no, aunque a veces lo parece. No es una colección de artículos ya publicados para, como decía Umbral, cobrar el folio dos veces. Tampoco son exactamente unas memorias, aunque a eso es a lo que más se asemeja esta goleta de 85 capítulos bien cargados a babor y estribor, y varios prólogos a proa y popa, estos a cargo de una muy aguerrida tripulación. Uno comienza a leer, en Ti-ri-ti-ti-tando de frío, la historia de un chaval de provincias que, gracias a un padre de los que ya no se fabrican, se encontró un día con un libro en el que venían las intrépidas hazañas de Pericón de Cádiz y, poco más tarde, con la borgiana conciencia de quién era, y cómo, y dónde estaba, y en qué desharrapado tiempo. Pero, como todos los piratas aprendices, el aún adolescente James Gómez Garfio tuvo sus problemas. Es el único ser humano que yo conozco que tiró un mazo de panfletos al aire, contra la dictadura de Franco, y el mazó cayó al suelo íntegro, apretado como un ladrillo, contraviniendo todas las leyes de la Física y de la lucha clandestina.

Pero no se engañen. Este es el libro de un privilegiado. El tesoro de Rackham el Gómez es un cofre que este hombre lleva dentro y que consta de dos clases de monedas que, juntas, constituyen lo que podríamos llamar el factor Gómez. Unas monedas, las de plata, son las que integran su inmenso talento para escribir y –esto es mucho más difícil– para transmitir no ya lo que quiere contar sino lo que siente, lo que le pasa. Héctor Gómez Barbossa tiene el rarísimo privilegio de disfrutar escribiendo, y eso se le nota. Prueba de ello la tienen en los artículos que publica en esta revista y, desde luego, en este libro.

Pero las otras monedas, las de oro, son las de la revelación. Jeireddin Gómez Barbarroja ha surcado –literalmente– los siete mares en busca de un diamante azul que no se aparece a todo el mundo: la música. Este bucanero andante no ha dejado de correr tras el fantasma tangible de su Dulcinea, que unas veces fue el jazz, otras el rock, otras Chavela o Chet Baker o Wynton Marsalis. Hasta que un día, en un puerto perdido, se encontró con Enrique Morente, quien mostróle las llagas y díjole: “Deja todo cuanto tienes y sígueme”. Y Henry Morgan Gómez le siguió.

No se equivoquen, no fue una conversión sino una revelación, que es más difícil. El propio corsario se pregunta, en la introducción al libro, si existe de verdad eso que él dice ser, un DJ flamenco, que viene a ser algo tan verosímil como un bailarín de gregoriano. Pues sí existe. San Francisco Javier Gómez lleva toda su vida dedicado a dos cosas: a nutrirse cada vez que puede con esa luz que yo le envidio porque no la tengo, que es la de la pasión larga y profunda por el flamenco, y a intentar que quienes no hemos logrado esa revelación nos enteremos, al menos, de qué va la cosa y lo respetemos.

Eso es muy difícil y él lo sabe. Ese diamante azul suele ser, como todos, excluyente: Sir Walter Raleigh Gómez admite que lo intentó con la música clásica, ¡incluso con las sopranos!, pero no pudo. El amor de lo jondo es un amor celoso, como el dios de Israel, y no deja sitio para mucho más salvo el dolor. Yo no lloré (a punto estuve, pero no lloré) cuando murió Pavarotti. Pero no he visto en mi vida una cara de mayor desolación que la que traía Sandokán Gómez cuando se murió Paco de Lucía. Jamás.

Este libro es, pues, la historia de una pasión correspondida: la del autor por la música, y el relato de la felicidad que da vivir y poder contarlo, aunque tantas veces el esfuerzo sea vano.

Yo le tengo una envidia terrible a José Manuel Gómez, porque sé, ya para siempre, que él es mucho más feliz (y sufre mucho más, por tanto) con su pasión que yo con la mía. Pero una cosa sí puedo decir: admiro y respeto profundamente el flamenco gracias a lo que él escribe. Yo soy uno de los quince hombres que van sentados en el cofre del tesoro de Gómez. No puedo abrirlo, pero él me ha enseñado que está ahí. Gracias, maestro.

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