El don de lenguas

05 / 09 / 2016 Luis Algorri
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La propuesta de los ultraindependentistas catalanes de erradicar el bilingüismo lo que hace es reforzarlo.

Es cosa generalmente admitida –y, para qué negarlo, frase ingeniosa– que cualquier nacionalismo, para tener éxito, necesita de tres cosas indispensables: una bandera, un idioma y un enemigo. Y yo añadiría: sí, pero quede claro que el idioma no tiene la culpa de nada.

Me viene otra vez a la cabeza este aserto cuando me entero de que un grupo de 250 lingüistas catalanes, que conforman el grupo llamado Koiné, han firmado un documento que se titula (traduzco) Por un verdadero proceso de normalización lingüística en la Cataluña independiente. Y lo que proponen es, en síntesis, que en el hipotético Estado catalán independiente no haya más que una lengua oficial: el catalán. Y que el castellano, que ahora mismo habla todo el mundo en Cataluña, sea considerado lengua coercitiva, represora, colonial, impuesta artificialmente por el Estado extranjero y, como es natural, desterrada. Solo se hablará catalán en Cataluña. Eso del bilingüismo no es más que una imposición artificial y forzosa, arma de la colonización que pretende convertir al catalán en una especie de “dialecto del castellano”. Hay que acabar, pues, con el bilingüismo en Cataluña.

Lo primero que se me ocurre pensar cuando leo esa noticia es que peca de exagerada: ni en Cataluña ni en ninguna parte ha habido jamás 250 lingüistas, como nunca hubo 11.000 vírgenes ni tampoco diez justos en Sodoma. Confundir a un licenciado en Filología con un lingüista es lo mismo que equiparar a una lagartija con un caimán. Veo la lista de los abajofirmantes y no conozco a nadie, lo cual puede que sea prueba de mi ignorancia, pero también puede que no. Sí reconozco algunos nombres de políticos adheridos: el veterano Carod Rovira, Irene Rigau, Carme-Laura Gil y algunos más. También unos cuantos escritores y profesores.

Lo segundo que recuerdo con este asunto es aquella lúgubre frase que pegaba en carteles por toda Cataluña la policía de Franco durante los años 40: “Hablad la lengua del Imperio”. Lo tercero, algo muy meditadamente olvidado: durante casi la mitad de aquel periodo oscuro de la dictadura, hablar catalán en Cataluña estaba mal visto. No solo por el régimen, que desde luego también, sino por la propia burguesía catalana, que tenía a la lengua de Llull por una cosa de pobres, de catetos, de pagesos. No había ninguna imposición ahí; era lo que pensaban, y me imagino que los abajofirmantes no van a renegar ahora mismo de la inmensa mayoría de sus padres y abuelos, ni los van a tener por opresores, dominantes, colonizadores ni esbirros del imperialismo burgalés. Las comidas familiares de los domingos se podrían volver dramáticas.

Quienes dicen que ahora mismo el catalán es una lengua oprimida en Cataluña, una de dos: o se han vuelto completamente locos, o sencillamente mienten como bellacos; pero, eso sí, bellacos buenos, puesto que defienden una “buena causa”. Y todos los totalitarismos del mundo han defendido la vieja máxima que ya se insinúa en la Epístola de Santiago: que es lícito mentir por una buena causa.

Cualquier pedazo de atún que no haya conseguido licenciarse en Filología (ni en ninguna otra cosa) sabe perfectamente que hablar correctamente una lengua está bien; pero que hablar dos es un tesoro cultural de un valor inmenso.  Estos abajofirmantes, en su empeño de hacer cierta la repetida alarma de que es el castellano, y no el catalán, el idioma que está siendo cada vez más perseguido en Cataluña (algo que yo no veo cuando voy, y eso es una vez al mes), están haciendo, con su atrocidad de tintes franquistas, un inmenso favor tanto al bilingüismo como al castellano propiamente dicho. Porque no solo aquellos que ahora mismo votarían por la independencia, sino la inmensa mayoría de los catalanes sabe perfectamente que tratar de erradicar el castellano de la educación, de la prensa, de la televisión, de la sociedad catalana, sería un suicidio cultural de tales proporciones que convertiría a la Cataluña independiente en una especie de castillo de If, aislado del mundo. Porque el catalán, bellísima lengua que entiendo, leo, traduzco y hablo cuando voy a esa tierra, tiene un alcance cultural de diez millones de personas, mientras que el castellano lo hablan 567 millones y es el segundo idioma del planeta. Porque no hay muchacho o muchacha, por más indepe que sea, que se arriesgue a estudiar en una universidad en la que solo se habla, por imposición patriótica, una lengua tan hermosa pero de usuarios tan exiguos. Porque el castellano es la segunda lengua más estudiada del mundo por aquellos que no lo tienen como lengua materna, después del inglés, y hablarlo desde la cuna no es una imposición imperialista sino un privilegio. Lo que sí es una fascistada (y un harakiri cultural) es tratar de eliminarlo cuando se tiene.

Personajes por los cuales yo no tengo la menor simpatía, como Oriol Junqueras o Gabriel Rufián, piensan todo lo contrario de lo que sostienen esos abajofirmantes. Están orgullosos de su idioma, como todo el mundo lo está del suyo, pero quizá hayan meditado que los idiomas ni necesitan defensa ni la admiten: o son útiles, porque la gente los habla con naturalidad, o no lo son, y entonces mueren o se quedan conservados –caso del latín– en sacristías. Un idioma jamás se abre paso contra otro sino con otro, por lo general más difundido o usado, pero difícilmente como una seña de identidad o una bandera o un arma contra el enemigo: no sirven para eso. Sirven para entenderse, que no es poco. Así que bien por los abajofirmantes: los bilingüistas les estamos profundamente agradecidos. Pero están asustando a los niños.

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