Distintas formas de mirar el agua

23 / 02 / 2015 Incitatus
  • Valoración
  • Actualmente 5 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • Tu valoración
  • Actualmente 5 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
¡Gracias!

Este es el título de la última novela de Julio Llamazares,que cuenta el regreso imposible al lugar de origen: un pueblo anegado por las aguas de un pantano.

Al final va a ser verdad que hay numerosos dolores que no se pasan. Sabíamos de algunos. Cuando el amor de tu vida muere con tu nombre en los labios, por ejemplo; o cuando muere un hijo. Esos dolores cambian para siempre a las personas. Quien los padece casi nunca muere también, aunque durante muchos años lo desearía (mi tío Fernando, por ejemplo, empezó a desvanecerse cuando murió su hijo, mi primo Fernandín, hasta que se apagó por sí solo), pero no es lo normal: el instinto de conservación suele prevalecer sobre la desesperación absoluta.

Pero la vida cambia cuando suceden esas cosas, cambia para siempre. Uno sigue viviendo y comiendo y yendo a trabajar, pero de otra manera. La forma de sonreír es ya otra, y la esperanza también. Hasta la felicidad, que siempre vuelve, es distinta, no es la que soñábamos cuando éramos felices y no lo sabíamos. Un desgarro como esos es parecido a llevar gafas o a tener diabetes: no te quita la vida, pero nada volverá a ser igual durante el tiempo que quede.

Hoy he conocido uno más de esos dolores imprescriptibles, que casi nunca matan pero que se quedan adheridos a tu espalda para siempre, como un peso o una deformación. Y lo he conocido gracias a Julio Llamazares y a la tremenda novela que acaba de publicar en Alfaguara, Distintas formas de mirar el agua.

Conozco a Julio desde hace más de un cuarto de siglo y siempre supe que nació en Vegamián, un pueblo de León. Solo conozco a dos naturales de ese lugar: Julio y Miguel Cordero, veterinario, catedrático y senador en la legislatura constituyente. Hoy debe de andar por los 90 años y jamás, desde que yo era niño, le sorprendí en un resto de nostalgia, en una punzada de dolor por el pueblo en que nació. Pero a Julio sí, varias veces, aunque no muchas. Y ahora ha escrito esta novela. Ustedes quizá no sepan que Vegamián ya no existe. Este verano hará 46 años que fue sumergido por las aguas del que los leoneses hemos llamado siempre “el pantano del Porma”, aunque su nombre oficial es “embalse Juan Benet” porque lo diseñó el famoso escritor, que era, además, ingeniero.

Las gentes que vivían en el valle de Porma fueron desplazadas de su tierra, de grado o por la fuerza. A alguna mujer hubo de sacarla a rastras la Guardia Civil cuando el agua llegaba ya casi a la puerta de su casa. Julio Llamazares no debía de tener ni 14 años cuando a él y a su familia les obligaron a marcharse. Quiero recordar que vivieron durante años en La Mata, aguas arriba del Curueño (el río vecino al Porma), pero a mucha gente del valle se les instaló en un pueblo artificial inventado en la llanura de Palencia. Así empieza la novela.

La narración está construida con numerosas voces sucesivas que hablan todas de lo mismo: el entierro del abuelo Domingo. Al callado viejo lo echaron de Ferreras (uno de los seis pueblos sumergidos en el pantano), lo instalaron en la fantasmal laguna desecada de Palencia y nunca más quiso volver a contemplar la tumba de agua que sobre el lugar en que nació y en el que dejó un hijo muerto.

Volver en cenizas.

Pero el abuelo Domingo dejó dicho que, cuando se terminase de morir, lo incinerasen y aventasen sus cenizas en la orilla misma del agua, en el punto más cercano posible a su aldea. Eso es lo que hace la familia en esta novela.

Cada uno habla como para sí o para alguien que escuchase sin decir nada. Virginia, la abuela, la viuda de Domingo, relata con la serenidad que solo da la costumbre del cansancio cómo los echaron allí, en la laguna desecada, y hubieron de arraigar de nuevo, y empezar otra vez a vivir.

Hablan también, uno tras otro, los hijos y las hijas, las nueras, los yernos, los nietos y nietas que se quedan mirando el agua cada uno con sus propios pensamientos, con sus recuerdos o su desmemoria, con su propia vida, que no para todos se refleja igual en la planicie líquida y amansada.

Algunos, los más jóvenes o los más lejanos, se admiran de la belleza del paisaje. Otros, los mayores, los que tienen memoria de la partida, no pueden dejar de pensar que esa hermosura es una tumba que guarda no solo cadáveres allí dejados bajo una gruesa capa de cemento, sino la vida que habían de haber llevado todos y que se ahogó gracias a los ingenieros, a la economía y al Ministerio de Obras Públicas, que entonces dirigía Federico Silva Muñoz.

León es tierra de embalses. Hay varios. El último en cerrarse fue el de Riaño, cuya presa se selló el día de Nochevieja de 1987 y provocó, este sí, un dolor agudísimo en la sociedad. Hubo personas que se suicidaron antes de ser expulsadas de sus casas. Yo no olvidaré en mi vida, porque lo vi con mis ojos, el terrible espectáculo de las máquinas excavadoras derribando a dentelladas casas de piedra que tenían siglos. Y eso delante de las paisaninas enlutadas que lloraban como niñas al ver cómo aquellos monstruos arrasaban en pocos minutos el espacio en el que habían nacido y vivido siempre, ellas y sus padres y sus abuelos.

Todas las voces.

Pero no se equivoquen. La de Julio no es la novela del “ecologista coñazo”, como la llamaría, con escasa gracia, Alfonso Ussía. No es la alabanza de aldea y menosprecio de Corte, o al menos de otra aldea más lejana. Por eso hay tantas voces en el libro: desde la viuda que no conoció en su vida más que a Domingo y que ahora tendrá que aprender a vivir sola, hasta la nieta que no entiende gran cosa de lo que ve, la nuera catalana y quisquillosa, el hijo que se fue de camarero a Barcelona tras hacer la mili y no sabe cómo perdonarse su desarraigo... Hasta el yerno (creo que era yerno) ingeniero al que el abuelo Domingo miraba casi con terror, porque ya sabía lo que hay que esperar de los ingenieros, que acaban construyendo pantanos.

Se agradece que Llamazares no haya intentado imitar giros ni acentos locales; no le interesa eso, lo que le importa es lo que cada uno tiene que decir.

Algunos admiten que la economía de los desplazados mejoró, aunque la vida nunca fue fácil; hay quien reconoce que el embalse fue necesario y que el sacrificio de aquellas gentes sin culpa mejoró la existencia de muchos otros que tampoco la tenían. Llamazares no toma partido ni por la ingeniería ni por la Arcadia feliz. Pero Llamazares nació en Vegamián y, como el abuelo Domingo, vuelve con este libro a algo tan sencillo y tan difícil de entender como un dolor que no se pasa, un lento latir lejano y ajeno que un día sientes en tu sangre y que no es tuyo, que no tenía que estar ahí, pero que nunca más se irá. Como cuando se te muere un hijo o un amor. Como cuando, estés donde estés, siempre estás lejos.

Grupo Zeta Nexica