Cinco años para Palmira

04 / 04 / 2016 Luis Algorri
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Arrebatar al Estado Islámico las ruinas milenarias es un triunfo de la civilización que compartimos todos.

De la noticia no se ha hablado mucho porque en estos días atruena por todas partes el estallido de las bombas. Los asesinos del llamado Estado Islámico (que nunca fue lo segundo y que cada vez es menos lo primero) hicieron volar en pedazos a 35 personas en Bruselas, lo cual desencadenó de inmediato el horror y la solidaridad del mundo occidental; muy poco después, otro perro de la misma camada hizo estallar otro artefacto en un estadio de fútbol de Irak y segó la vida de otros 40 seres humanos, aunque en la dolorida Europa no se enteró prácticamente nadie, porque empezamos a considerar casi una penosa costumbre que en Irak la gente muera despedazada; y a renglón seguido, horas después, otro malnacido se hizo estallar en medio de un parque lleno de familias que paseaban en Lahore, Pakistán, y se llevó por delante a 72 seres humanos. Tal masacre mereció veinte segundos en el telediario, y la noticia fue colocada en sexto lugar de la escaleta: si hubiese pasado en Europa nos tiraríamos una semana poniendo flores en las aceras, encendiendo velas y colocando lazos negros en nuestros perfiles de Facebook. Pero Pakistán está lejos de nuestro universo mental ombligocéntrico.

En medio de tanta sangre, apenas se ha comentado por nuestro elegante barrio informativo que el Ejército ha reconquistado las ruinas de Palmira. Mis amigos sirios, que son unos cuantos, me miran con un dolorido silencio cuando les felicito por ello. Es una buena noticia, sí, pero quien ha recuperado la ciudad es el incalificable Bachar al Assad, responsable de crímenes contra su propio pueblo de un salvajismo que el mundo no había visto desde Idi Amin, desde Pol Pot o desde las matanzas entre hutus y tutsis. Mis amigos de allí están convencidos
 –ellos dicen seguros– que ese hombre sufrirá, antes o después, en cuanto logren atraparlo, una muerte espantosa. Y luego me recriminan: “Tú no cambiarás nunca. Te preocupas por unas piedras viejas mientras muere tanta gente inocente”.

El golpe es duro y lo peor es que no es fácil responder, al menos no delante de ellos. Sí, es verdad, me alegro de la recuperación de Palmira. Porque no son solo unas piedras viejas. Son el símbolo de la historia de todos, de lo que nos hace seres que tienen derecho a llamarse humanos. Esas ruinas de color rosado, que brillan en el atardecer con una luz que yo no he visto en ningún otro lugar del mundo, fueron levantadas seis siglos antes de que se inventase la religión que ha servido de pretexto a unas bestias para destruir lo que veinte siglos han conservado como lo que es: un tesoro. La memoria común de lo que fue el hombre, de lo que hizo, de lo que soñó, antes de que nosotros mismos fuésemos, hiciésemos y soñásemos.

Esas piedras, “medulas que han gloriosamente ardido”, sujetan nuestra memoria como civilización (que es lo que nos distingue de los gusanos, por ejemplo) tanto como la Alhambra, la mezquita de Al-Aqsa, la Muralla china o las cuevas de Altamira. Esas piedras son las que nos han levantado como especie, como personas, como humanidad. Someterlas al juicio de unos locos que dicen hablar (mejor dicho: que fingen hablar) en nombre de un dios y de una religión que se inventaron varios siglos después de que esas ruinas fueran gloria de la civilización es renunciar a la memoria, a la evidencia de que el hombre construye obstinadamente sobre el pasado: no tiene otra cosa sobre la que construir. Es decir, es equipararse voluntaria, premeditadamente, a los gusanos.

Es mentira. Pero todo esto, yo lo sé y ustedes también, es literatura. Los homínidos del Estado Islámico y otras subespecies semejantes no destruyen los monumentos antiguos en nombre de preceptos religiosos absurdamente interpretados y en los que ni siquiera creen. Las ruinas de Palmira, como cualesquiera otras, les importan tres... mendrugos (iba a decir otra cosa). Ni siquiera saben qué son, quiénes las levantaron, ni cuándo ni por qué. La ignorancia de esa gente es todavía mayor que su fanatismo y que su ambición. Lo que buscan es propaganda. Hacer ruido. Demostrar al mundo occidental, al que envidian tanto como dicen despreciar (la envidia sobre el desprecio es la receta infalible del odio), que pueden hacerle daño en donde más le duele, que su capacidad para el mal no tiene límites, que no se detienen ante absolutamente nada, como se ve en los terroríficos vídeos de las decapitaciones. Y eso es lo que pretenden generar: terror, amedrentamiento, pánico... y fractura en la sociedad. Es el mal por el mal mismo.

Pues les está saliendo fatal. Ellos se sienten en una Edad Media que quieren imponernos a todos, pero eso es imposible. Los científicos (de momento los sirios, ya llegarán otros después) aseguran que bastarán cinco años para dejar las bellísimas ruinas de Palmira exactamente como estaban. Con las mismas piedras o con otras exactamente iguales que se crearán gracias a la tecnología que esos animales (y pido perdón a los amantes de los animales por la comparación) consideran pecaminosa, blasfema e impía, tan s0lo y nada más porque algún imbécil con turbante les ha dicho que eso no viene en su libro. Como si ese libro fascinante, lleno a partes desiguales de humanidad y de rencor, hubiese sido escrito para detener el tiempo, y no para hacerlo avanzar hacia la felicidad de todos.

Cinco años. Quizá menos. Es posible (y yo creo que deseable) que dentro de cinco años ya no exista esa peste porcina del Estado Islámico cuyo principal objetivo, no lo olvidemos, es matar a otros musulmanes: el 85% de sus víctimas, a día de hoy, creen en el mismo dios en que ellos dicen creer (pero mienten: “Quien mata a un hombre mata a toda la humanidad”, dice el Corán) y rezan las mismas aleyas que ellos recitan sin saber lo que en realidad significan. Cinco años y la destrucción que causan, la estúpida intención de suprimir páginas del pasado de la especie humana para aterrorizar a los demás, se habrá quedado en nada. Como si nunca hubiese existido. Será, con el tiempo, olvidada; quedará como una negra nota a pie de página en la historia universal de la infamia.

Lo mismo que ellos. 

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