Chus,que no era testiga de Jehová

11 / 04 / 2016 Luis Algorri
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Fallece una de las más grandes secundarias del cine español, a la que jamás importó que la “encasillaran”.

Hay personas cuya muerte nos causa un profundo dolor, abatimiento, un unamuniano sentimiento trágico de la vida. Sufrimos una pérdida y se nos viene encima un duelo. Suele ocurrir esto con las que nos son próximas, pero eso no es siempre necesario. Con otras nos limitamos a lamentarlo desde una cierta distancia; hay otras que al partir nos dejan indiferentes y, por último, están aquellas –afortunadamente muy pocas– que nos traen a la cabeza el célebre epitafio: “Tanta paz halles como descanso dejas”.

Pero la noticia del fallecimiento de algunas personas nos parece, cuando nos enteramos, un error del periódico. Cómo se va a haber muerto Chus Lampreave, pensábamos esta mañana. Pero de qué. Por qué. La actriz era uno de esos raros seres humanos en cuyo fallecimiento no pensamos nunca, no se nos ocurre que pueda llegar. A lo mejor hasta sabíamos que tenía 85 años y la última vez que la vimos la hallamos frágil, quebradiza y viejecita. Pero de inmediato pensamos: ya se le pasará, ya volverá a estar como ha estado siempre.

Porque había logrado algo que consigue muy poca gente: formar parte de la vida de todos, del imaginario común, del paisaje cotidiano, sin estridencias, sin patochadas, sin montar números ni salir en las revistas en que sale Vargas Llosa. Chus sencillamente estaba ahí como había estado siempre. Y, como dice el Génesis, “vio Dios que era bueno”, y nunca la movió de su sitio. Y así, sin moverse de donde sabía que tenía que estar –lo sabíamos todos–, hizo más de 50 películas.

Toda la vida pensé que Chus Lampreave no era actriz; que solo se comportaba delante de las cámaras igual que en su casa. Que repetía en el cine los gestos, los tonos de voz y las reacciones de su verdadera vida. No era verdad. Las pocas veces que hablé con ella me encontré con una mujer tranquila, reposada y natural que sabía de arte veinte veces más que yo y que tenía una memoria prodigiosa para recordar cuadros, nombres, épocas. Eso era lo que le gustaba: la pintura. A eso se habría dedicado de no haber sido porque los amigos, hace ya muchísimos años (no les digo más: cuando yo nací), decidieron proponerle el juego de ponerse delante de una cámara para hacer de señora despistada, inocente y de enfadares rápidos pero breves e inofensivos. Uno de aquellos amigos fue Jaime de Armiñán. Otro, Marco Ferreri. Otro, Berlanga. Salió bien.

Salió tan bien que Chus Lampreave, que no tenía vocación de actriz, acabó apareciendo en medio centenar de filmes (a lo que hay que añadir la televisión) haciendo, con muy pocas variantes, exactamente lo mismo. Quizá le ayudaba su aspecto físico. Se encasilló (o la encasillaron) en ese tipo de papeles y a ella jamás le preocupó eso. No lo consideraba un problema. Simplemente se lo pasaba bien haciéndolo. Y, fuese o no fuese actriz, hubiese interiorizado o no el método Stanislavski (que yo creo que en su vida se le ocurrió semejante cosa), nadie lo hacía como ella. Nadie.

No fue el único caso. Gracita Morales, Florinda Chico, José Orjas (yo adoraba a José Orjas, clon de mi abuelo Luis), Xan das Bolas, José Luis Sazatornil,Luis Ciges, incluso Lina Morgan y muchísimos más, se pasaron la vida repitiendo no lo que sabían hacer (que seguramente sabían hacer muchas más cosas) sino lo que la gente esperaba de ellos. Chus Lampreave encarnaba mejor que nadie en el mundo a nuestra tía Asunción, esa mujer levemente rezongona pero más buena que el pan, con la que había que tener cierta paciencia porque hacía o decía cosas tiernamente disparatadas. En la vida se le ocurrió (ni a nadie se le pasó por la cabeza proponérselo) hacer de Ofelia en Hamlet ni de lozana andaluza ni de Yocasta ni de Julieta.

No sabemos cuál habría sido el resultado. Pero a las personas nos pasa en esta vida como a los barcos de vela que creen que saben hacia dónde van cuando navegan: que acabamos encontrándonos sin remedio con otros barcos a los que les pasa lo mismo, y así Chus Lampreave terminó abarloando con la nave de los locos de Pedro Almodóvar. El manchego, que ve crecer la hierba, se dio cuenta de que nunca más podría prescindir de aquella mujer que hacía reír tan solo con parecer enfadada, y escribió para ella diálogos memorables.

Hoy es el día en que, cuando a cualquiera le mencionas el nombre de Lampreave, primero sonríe, luego pone en marcha la memoria acústica (lo primero que nos trae a la cabeza un sonido cualquiera) y luego dice: “Sí, hombre, la que no podía mentir porque era testiga de Jehová”. Aquella brevísima escena de Mujeres al borde de un ataque de nervios, en la que Lampreave hacía de portera ante un atónito Fernando Guillén, está ya en la memoria colectiva de los españoles lo mismo que la imagen de Sara Montiel mientras cantaba Fumando espero, la de Chiquito de la Calzada diciendo “pecador de la pradera” o la de Tejero con el cuplé Quieto todo el mundo. Lampreave, en esos breves segundos, logró lo más difícil: hacer aquel personaje no ya verosímil, sino insuperablemente inverosímil.

Lo mismo que cuando Fernando Trueba la metió en los visones de una disparatada señora de buenísima familia (Belle époque), convencida de que el cura que interpretaba Agustín González era un librepensador y seguramente un liberal soterrado, y casi le metía el dedo índice en el ojo mientras le silabeaba: “Vi-va Cris-to Rey”. Después de esa frase, y dicha así, al personaje del cura no le quedaba más remedio que ahorcarse con el libro de Unamuno,Del sentimiento trágico de la vida, en la mano. Esa sí que era una muerte anunciada.

Pero no la de Chus Lampreave; al menos para la inmensa mayoría de los españoles, que pensábamos que ella estaba en este mundo en las mismas condiciones que la primavera o el Museo del Prado: permanente e inalterable. Así que ahora mismo el cine español tiene un problema. Los guiones tendrán que escribirse de otro modo. Porque a ver quién va a hacer, a partir de hoy, de Chus Lampreave.  

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