Chau, Monterone

21 / 09 / 2015 Luis Algorri
  • Valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • Tu valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
¡Gracias!

El 11 de septiembre echó a volar en Montevideo Lincoln Maiztegui, escritor, cantante, musicólogo, ajedrecista...

“Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé”, se abatía César Vallejo. A Lincoln lo conocí hace veintiséis años en el archivo de imágenes del diario El Independiente, en el que me acababan de contratar. Él andaba buscando algo en el sobre de Mozart y yo asomé la nariz como los chicos maleducados. “¿Te gusta Mozart?”, sonrió él. “Hombre, a quién no le gusta Mozart”, respondí yo, de nuevo más listo que nadie, y eso obligó a un café en el bar de abajo con el cual comenzó una de las amistades más frondosas de toda mi vida, si no la más. Yo no podía saber que aquel tipo grandón, desaliñado, extremo, gordo feliz y calvo insumiso que se cubría el cráneo de lado a lado con unas guedejas grises que jamás se estuvieron quietas donde debían, estaba terminando la más brillante biografía de Mozart que se haya escrito jamás en lengua castellana: Mozart, detrás de la máscara, un canto de amor ilimitado que yo leería, atónito, años después.

Pero no fue solo Mozart. Lincoln elegía a sus amigos y a mí me eligió, esa suerte tuve, no sé por qué. Pronto vi que era un pozo sin fondo. Mi licenciatura en Historia palidecía ante aquel hombre que, sin dejar de sonreír, recordaba con naturalidad todo lo que yo no debí haber olvidado sobre los griegos, el auriñaciense, los toltecas, la batalla de Austerlitz, el imperio Ming y hasta sobre el rey Alfonso VI de León, lo cual era particularmente humillante porque, claro, yo soy de allí. Y lo mismo sucedía con el impresionismo, la geometría euclidiana, el socialismo utópico, la anatomía del caballo, el cine, los ríos de Asia o el fútbol. Ah, y el ajedrez, desde luego, sobre todo el ajedrez, arte en el que era un maestro reconocido en el mundo. Yo no podía entender cómo un tipo en el que cabían tantos conocimientos había nacido en un país tan pequeño como el suyo.

Lo mejor de todo fue la ópera. Una tarde me lo preguntó, ¿te gusta la ópera?

–Por supuesto –salté yo, harto de no ser, por primera vez en mi vida, el más listo de la clase.

–Qué bien. ¿Y qué óperas te gustan?

–Rigoletto.

–Ahá. ¿Y cuáles más?

Yo sentí que el suelo se movía bajo mis zapatos.

–Esteee... Bueno, creo que hay otra que se llama La Traviata, ¿no?

No se rio, no se burló, no hizo sangre ante aquel presuntuoso. Nunca hacía eso. Tan solo me invitó a su casa el viernes, a tomar algo y a escuchar discos. Aquella fue la primera de decenas, seguramente más de cien noches que pasamos juntos en aquel cuarto infestado de humo, solos o con otros amigos pero al final siempre solos. Yo aprendí prácticamente todo lo que recuerdo sobre Verdi, Maria Callas, Leonard Warren, Jussi Björling, Joan Sutherland, Lorenzo da Ponte, Felice Romani y desde luego sobre Dios nuestro Señor, que según Lincoln había regresado a la tierra encarnado en la figura celestial de Alfredo Kraus. Consiguió retorcer el brazo de mi garrulería hasta hacerme reconocer que amaba a Rossini, a quien yo tenía ojeriza no sé por qué, supongo que por llevarle la contraria. Y cuando oímos la voz de Fernando Corena en el papel del conde de Monterone, de Rigoletto, yo me reí: “Canta como tú, Lincoln”. A partir de aquel día lo llamé así, Monterone. Y él a mí también. Conservo ese nombre en Internet. Manteníamos conversaciones enteras en italiano antiguo citando fragmentos de óperas.

Ustedes seguramente conocen a alguien que les ayudó más que ninguna otra persona a edificar su vida. Alguien con quien hablar, reír, discutir a cara de perro durante horas, cantar (cómo cantaba Lincoln, cómo tocaba la guitarra); alguien en quien confiar a ciegas, de quien aprender todo lo imaginable. Alguien que les mostró sendas de la vida que jamás habrían llegado a descubrir solos. Alguien que nunca se iría. Ese ha sido Monterone, Lincoln Raúl Maiztegui Casas, como firmaba siempre sus artículos en El País y, cuando regresó a Montevideo, sus memorables columnas en El Observador.

Monterone regresó a España en julio pasado, él no sabía bien por qué y entonces yo tampoco. Estuvo un mes. Yo me estremecí ante la figura de aquel anciano que se había quedado en la mitad del tamaño que tuvo, que apenas oía, que temblaba y se cansaba al andar, pero que no había perdido ni un átomo de su conversación prodigiosa. Débil como estaba, se empeñó en conocer Granada, en jugar al ajedrez en Benasque, en visitar a un amigo en Bruselas, en reunirse con su familia (su hermano Jorge, su sobrino Raúl: grandísimos tipos), en salir a cenar. Su único dolor fue no lograr una guitarra para cantar de nuevo. Pero a mí se me descarnaba el alma al ver cómo se consumía día por día, como cada noche le faltaban más fuerzas, cómo ni apoyándose en mí podía ya caminar apenas. Solo le alcanzaba el aire para repetir que deberíamos buscar una guitarra.

Cuando su amigo Pedro y yo lo llevamos al tren, en agosto pasado, iba en silla de ruedas. Los dos rompimos a llorar: sabíamos que aquella era la última vez que lo veíamos y que Lincoln, quizá sin saberlo él mismo, había vuelto a España para decirnos adiós. No podíamos, sin embargo, imaginar que el maestro se fuese tan pronto: el 11 de septiembre (día infausto por tantos motivos) el gran Monterone se subió a una insuficiencia respiratoria y echó a volar desde Montevideo. Tengo sus libros y sus discos (me trajo el último, con canciones del siglo XIX, que grabó ya con la voz rota hace dos años), pero compréndanme: es como si se hubiese derrumbado la mitad de mi casa, de mi vida, de mi memoria. Hay golpes en la vida tan fuertes... Yo no sé.

EL DOLOR COMPARTIDO

La muerte de Lincoln Maiztegui ha provocado en Uruguay algo muy parecido a una conmoción nacional. El escritor, historiador, conferenciante, campeón de ajedrez, cantante y musicólogo ha llenado incontables páginas en la prensa durante varios días. Tres expresidentes de la República han escrito artículos en su homenaje. El diario El Observador está publicando, tanto en papel como en su web, una insuperable antología de sus artículos, de los que tanto hemos aprendido muchos. Acababa de cumplir 73 años. El dolor compartido no es menos dolor. Pero al menos lo parece.

Grupo Zeta Nexica