Cenicienta y las hermanastras

13 / 03 / 2017 Luis Algorri
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¡Gracias!

A veces se producen alarmantes semejanzas entre el periodismo y los cuentos. Sobre todo los de brujas.

Naturalmente, he visto lo que ha sucedido con el espléndido reportaje que  abría esta revista hace un par de semanas, que firmaba mi querida compañera Clara Pinar y que se refería a la por tantos motivos ilustre Irene Montero como “la reina de Podemos”.

No he podido evitarlo. Me he acordado inmediatamente de un magnífico libro que se llama La bruja debe morir, escrito por el profesor Sheldon Cashdan, de la universidad de Massachusetts, y publicado hace poco por Debate.

No se crean: lo que me ha traído a la memoria ese libro no es exactamente su título, aunque, por una feliz coincidencia, esa sea la consigna que las bien adiestradas y organizadas juventudes tuiterianas de Podemos han hecho con Clara. Porque aquí la bruja no es Clara.

Lo que me ha traído a la memoria el libro del profesor Cashdan es lo que dice sobre el cuento de Cenicienta.

Quizá ustedes no sepan que el de Cenicienta es uno de los cuentos que más  éxito han tenido a lo largo de la historia. Tiene más de mil años y se conocen más de 700 versiones diferentes. La más difundida, como es lógico, es la de Charles Perrault, que fue la que inspiró a Walt Disney para el guion de su célebre película de dibujos animados, estrenada en 1950. Lo siento pero, visto lo que hemos estado viendo, no me resisto a copiarles el principio del propio cuento de Perrault, escrito a finales del siglo XVII:

“Hace mucho tiempo había un hombre que tomó como segunda esposa a la mujer más arrogante y altanera que hubo jamás (...) [Esta] segunda esposa tenía dos hijas, que habían heredado el carácter de la madre y cada día se parecían más a ella. En cuanto hubo acabado la boda, la madrastra comenzó a manifestar su mal carácter”.

Todo esto ya lo sabían ustedes, que han visto la película de Disney, pero quizá no habían reparado en lo terriblemente ¡machista! que era el tal Perrault: un machista de mierda que se atreve a decir que las segundas esposas de un señor son unas arpías. Pero sigamos.

Lo que me interesa de este asunto no es la madrastra, que bastante tiene con lo que tiene, sino las hermanastras de Cenicienta. Porque sepan ustedes que no en todas las versiones, ni muchísimo menos, eran dos, sino tres, o hasta cuatro. En algunas versiones del cuento no se dice cuántas eran, como pasa también con el coro de brujas de Macbeth.

Pero lo mejor de todo es cómo actúan. Primero, tratan de imitar en todo a su madrastra, la segunda esposa de aquel hombre sin carácter. Luego, cuando se sienten seguras en su poder, hacen cuanto pueden para humillar a Cenicienta. Pero es que después, cuando el príncipe descubre que el famoso zapato de cristal encaja perfectamente en el pie de Cenicienta (puede ser un zapato u otra cosa, depende de las épocas), aquellas cabronas no se quedan calladas, compungidas y avergonzadas, como dice Perrault. En numerosas versiones, lo que hacen es intentar desacreditar a Cenicienta delante de todo el mundo. Usan para ello un método históricamente infalible: la calumnia difundida de boca a oreja, o aún peor, la difusión organizada de una mentira. Piden a sus amigas que repitan a otras, y a otras, y a otras, lo que ellas quieren que se diga: que el zapato estaba falsificado, que todo fue una trampa urdida por el poder, que Cenicienta era una mentirosa, una hipócrita, una aduladora, una bienpagá. Y añado yo: y una machista.

Las amigas de las hermanastras no conocen a Cenicienta, probablemente ni siquiera saben quién es. No han estado en la fiesta del príncipe ni tienen la menor idea de qué pasó, de qué rayos es esa estúpida historia del zapato, de la  búsqueda del pie correcto y de la milonga de tan absurdo método para elegir esposa. Pero todo eso les da igual. Porque sí saben a quiénes se deben, que es a la gente que manda en su grupo, en su ámbito social, en su círculo: la madrastra ofendida en su orgullo, en su descarado afán de poder, y las hermanastras que urden la calumnia.

Los cuentos de hadas, por definición, terminan bien: el infundio no tiene éxito y las hermanastras (y su corte de chismosas) se quedan en la oposición durante cuatro legisl... Perdón: quiero decir que fracasan en su intento de desacreditar a quienes actúan honestamente.

Pero el mundo en que vivimos no es un cuento de hadas. La madrastra, que se ajusta como un guante a la definición que acabo de copiarles de Perrault, se cabreó mucho con el reportaje de Clara Pinar, porque se veía retratada en él con demasiada justeza y tino. Y decidió descalificar el trabajo de la periodista con lo primero que se le ocurrió, lo más fácil: lo llamó machista.

Y de inmediato puso en marcha a las hermanastras, y estas a sus amigas, y a las amigas de sus amigas (y también amigos, desde luego). La portada de TIEMPO sobre Irene Montero era machista. Eso era lo que había que repetir. Ni Cristo bendito, en la bien adiestrada hueste de las juventudes tuiterianas obedientes a la madrastra y a su cónyuge, se tomó el trabajo de leer el reportaje, que era cualquier cosa menos machista, como cualquiera puede comprobar... si lo lee.

Pero para qué. Bastaba con seguir la consigna ordenada desde el mando. Follow the leader. Insulta, presiona, intimida o amenaza a los periodistas no adictos, como de costumbre, como está denunciando ahora mismo la Asociación de la Prensa de Madrid. Prietas las filas. Refúgiate en el ratero anonimato de Twitter. Repite sin pensar lo que repiten los demás. Y esta es la gente que venía a regenerar no sé qué. Vamos: llámenme machista a mí también, hombre. Ya era lo que me faltaba. Panda de sectarios.

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