Azúa, el español infrecuente

21 / 03 / 2016 Luis Algorri
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Entra en la Real Academia un ciudadano que piensa por sí mismo, con lo mal visto que está eso hoy.

Ha entrado en la Real Academia Española Félix de Azúa y eso es, en estos tiempos, noticia digna de reseña. No tanto por el hecho en sí, que entra dentro del orden natural de las cosas: los miembros de la Academia no gozan del privilegio que ahora ya asiste incluso a reyes y papas, que es el de la dimisión, abdicación o emeritazgo, y así se rigen por las leyes naturales que ordenan la existencia humana; como pasa con los abuelos, por poner un ejemplo, mantienen su título y condición hasta el momento mismo del tránsito final. Y aunque pueda ocurrir que, por motivos propios de la edad, a alguno le abandonen la lucidez y la capacidad de razonar, no deja por eso de ser académico, y mantiene incólumes su tratamiento y su prestigio hasta el día del adiós. Como pasa, de nuevo, con los abuelos y casi con nadie más. Porque hasta clérigo se puede dejar de ser, si uno cuelga la sotana; pero no es posible dejar de ser académico, con lo cual no sería vano estudiar si la toma de posesión del sillón en la Docta Casa no debería figurar en la corta relación de los sacramentos que imprimen carácter.

Pero no es tanto el hecho mismo del ingreso en el caserón de la calle de Felipe IV lo que hace de esa noticia algo singular, sino las características personales de quien a partir de ahora se sentará en el sillón H. Félix de Azúa es un español infrecuente, y esto por una razón: se enfada despacio. Díganme ustedes a cuántos compatriotas conocen de los que se pueda decir eso mismo.

En la Academia hay y ha habido de todo, como es natural. Gente de cóleras bravas, breves y quizá demasiado exageradas por los amigos, como Fernando Fernán Gómez; personas de iras nocherniegas, pendencieras y espadachinas, como Arturo Pérez Reverte; los hay de indignaciones frías, al estilo de Richelieu, y ese es Juan Luis Cebrián; otros de furias fragorosas, imprevisibles y piroclásticas, como las de Álvaro Pombo; y también los hubo de rabias largas, lentas e hirvientes, como las pocas de Lázaro Carreter, que se derramaban en páginas interminables que abrasaban vivos a los políticos y a los periodistas, sobre todo a los deportivos. Luego están los que no se enfadan nunca (al menos que yo sepa), como José Manuel Sánchez Ron y Salvador Gutiérrez Ordóñez, y así otras variedades. Pero gente que, como Félix de Azúa, se enfade despacio, yo no conozco a nadie.

Quizá la razón sea que Azúa fue carbonario, o jacobino, o joven turco, o cosa que lo valga, allá en su mocedad. Participó en aquel Carro del heno del Bosco que fueron los llamados Nueve Novísimos poetas españoles: un conjunto de mozuelos que jamás habrían formado un grupo ni una generación de no haber sido por las artes alquímicas de Pere Gimferrer, que se empeñó en transformar todo aquel plomo en oro, y en algunas ocasiones le salió bien; y en otras, caramba, pues no tanto. Azúa, que en aquella cabalgata hacía de charnela entre el grupo de los seniors y el llamado la coqueluche, andaba entonces por el París posterior al 68: un lugar en cada uno de cuyos cafés se inventaba el mundo noche tras noche, y ardían las ideas, y quemaban las consignas, y los héroes combatían contra los dioses una vez más; y Azúa siguió a Agustín García Calvo encarnado en La liberté guidant le peuple  de Delacroix. Allí aprendió seguramente que enfadarse es cosa no ya sana sino indispensable para la salud mental. Pero a condición de que uno halle un motivo digno para su enfado.

Los buenos libros.

  Félix de Azúa es el responsable de algunos de los mejores momentos de felicidad que he vivido como lector. Y también ha escrito libros que, una de dos: o tengo que volver a comprarlos porque mis notas y subrayados impiden ya la lectura, o los regalo una y otra vez, no siempre con éxito porque no es fácil encontrar a quien los merezca. Hablo del Diccionario de las Artes, de la Historia de un idiota contada por él mismo, de la Invención de Caín y desde luego del inmenso Contra Jeremías. Cualquiera diría que quien ha escrito todo eso y otras glorias parecidas es un entrevero entre Danton, Giuseppe Mazzini y el cardenal Cisneros, ¿verdad? Una persona tan indignada que en la entrada de su casa guarda el paraguas y una tea para salir a quemar cosas, ¿no es cierto? Bien, pues no es así. Félix de Azúa se enfada despacio y elige siempre el campo, las armas y la hora del duelo a sable, y el campo es invariablemente la escritura. He conocido pocas personas de trato más amable. Es un seductor. Y un seductor jamás pierde los nervios; eso queda para los seducidos.

Pero el motivo de su parsimonia enfadatoria es, creo yo, mucho más profundo y valioso que una simple costumbre en la cortesía. Azúa es un librepensador. Ahí está la clave. En este país que, cada cierto número de décadas, cae invariablemente en los vivas y los mueras, en las consignas, en el blanco o el negro, en el “a mí los mis doscientos, los que comedes mi pan”, en las ordalías, en la lucha a garrotazos y en los ancestrales gritos de ritual (da lo mismo qué gritos y qué ritual), como ahora mismo estamos viendo, Azúa conserva la capacidad de pensar por sí mismo y, al tiempo que arremete con puntería savatérica contra lo que cree que es un error o una canallada, conserva la virtud de no despeinarse más que cuando es feliz, algo que a los librepensadores les sucede con más frecuencia que al resto de los pecheros.

Azúa, como librepensador que es, no se casa con nadie: es capaz de abandonar su Cataluña natal para respirar en paz lejos del patiotismo nacionalista y al mismo tiempo decir que lo que le pasa a nuestro Gobierno es que es “poco ilustrado”; traduzcámoslo como “una tropilla de zotes resabiados que ni la comandada por Ginés de Pasamonte”.

Hagan ustedes una cosa, si les parece bien. Hagan lo que haría Félix de Azúa: no crean esto que les digo. Guarden algo en la memoria, tampoco mucho, pero luego vayan a lo importante: lean los libros de Azúa y fórmense su propia opinión. Si luego se enfadan deprisa o despacio eso ya es cosa de cada cual. 

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