Aquel chico tan guapo

04 / 07 / 2016 Luis Algorri
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Pyjama Party es la novela más personal, más golfa y más sincera de su autor, Alfonso Palomares.

Agustín de Foxá, conde de Foxá, una de las mayores luces del ingenio español del siglo XX, que ha sido proscrito por el podemisticismo hispano porque le tocó ser de derechas cuando Franco, hizo una coña insuperable sobre la España de los 50. Cuando aquel generalito de alma de hielo hizo ministro de Exteriores a un meapilas del tamaño de Alberto Martín Artajo, el terrible Foxá dijo que en España ya no había Ministerio, sino Monasterio de Asuntos Exteriores.

En aquella España agachadiza, acojonada, abrochada hasta los tobillos y de rosario de la Aurora; en aquella España melindrosa e hipócrita en la que el miedo no era un trance feroz y breve de la vida sino el estado natural de las cosas, el aire que se respiraba; en aquella España entregada por el caudillo a las castraciones psicológicas de algunos obispos que, efectivamente, decidieron convertir a la nación entera en un monasterio en el que los confesores de mente agusanada aterrorizaban a las chiquillas de doce años y les preguntaban si “andaban en bicicleta por recreo” (P. Argimiro Hidalgo en su librito Devocionario de las Hijas de María); en aquella España en la que el sexo era un horror necesario tan solo porque los curas no habían inventado aún la partenogénesis, nace Julio, el protagonista de Pyjama Party. Ese es el título de la última novela de Alfonso Palomares, que acaba de publicar B.

Tengo y he leído toda la obra literaria de Alfonso, al que le ha pasado como a tantos: que ya no está obligado a fichar en la redacción ni en la agencia, pero su creatividad como escritor no es la de un jubilado sino la de un treintañero omnipotente, y esa es la razón por la que este hombre está en lo mejor y más fecundo de su vida intelectual. Hace lo que le gusta (escribir como un estajanovista) por la simple razón de que le apasiona hacerlo. Pero no me esperaba un libro como este.

Julio, el protagonista, es el propio Alfonso con unas pinceladas (pocas) de maquillaje, vamos a dejarnos de gansadas. Y lo que Alfonso cuenta en este libro alucinante (que, una vez más, hace como Dios: aprieta pero no suelta) es lo que todos hemos soñado contar alguna vez pero jamás nos atrevimos: nuestra vida, que a los veinte años nos parecía cien veces más apasionante que las novelas de Salgari, y en la que nosotros éramos todos Sandokán.

Pero es que no lo éramos. No todos fuimos, a los veinte años, capaces de echar a volar desde esta España zaragatera y triste, de cerrado y sacristía, pacata  y purpurinera, para largarnos a Londres, a París, a donde nos llevase el viento, para aprender cómo era la vida de verdad.

Y, qué coño, no todos teníamos la carita de ángel del Señor que anunció a María que tenía Julio, o Alfonso; que lo miraban las señoras suecas, o francesas, o inglesas de cualquier edad, y se decían: “Huy, mira: un miura que no sabe que lo es”, y al pobre protagonista lo adelgazaban gozosamente entre todas. Como, por otra parte, era inevitable.

No me esperaba este libro porque, como dice el siempre encomiástico y hagiográfico texto de la contraportada, esta es una “novela de iniciación”, y eso es muy difícil. Un viaje iniciático no es el tren de la bruja ni el tubo de la risa, por citar dos trastos que había en las ferias cuando yo era niño; no es la vuelta al mundo a salto de cama. Es, ante todo, un aprendizaje, y el iniciado va aprendiendo, a medida que avanza, muchas cosas que no sabe y sobre todo que hay una enorme (inabarcable) cantidad de cosas por saber, tanto del mundo como de uno mismo. Sin aprendizaje no hay, por tanto, viaje iniciático. Y está claro que este periplo que hace el protagonista de país en país, de queso en queso (la anécdota del Bleu d’Auvergne es genial), de esquina en esquina de la historia del siglo XX, y desde luego también de moza en moza, va mucho más lejos de la pérdida de la virginidad a manos de la aviesa Emma, una nórdica capaz de superar el dolor de la muerte con tal de despojar del precinto a aquel españolito tan guapo: “¿Cómo puede ser que seas virgen a los veinte años con lo guapo que eres?”.

Entre el estreno con Emma y la noche de amor con la felina y exótica Aresi sólo hay una coincidencia, y es la palabra gloria; muy apropiada para un españolito que había comenzado su viaje escapando del Monasterio que decía Foxá. Entre ambos puntos hay mucho más que Just a gigolo. Los pijamas aparecen (el lector los está esperando, como es natural) en los últimos repechos del libro, allá por la página 300, pero para llegar ahí Alfonso (o Julio, como prefieran) ha debido pasar por numerosas reflexiones sobre la libertad, la cultura, la historia que se está deslizando entre los dedos como un aceite espeso que no se puede detener ni contener, y desde luego sobre el sexo: la naturalidad, la obviedad, la necesidad, la irrebatible lógica –con ser tan imprevisible– del sexo. Todo lo que no entendían aquellos enfermos ensotanados que pretendían convertir a todos los españoles en seres tan enfermos como ellos.

Busquen (ya lo encontrarán) el momento en el que el guaperas gallego habla con otro de los grandes personajes de la novela, Frank, acerca de cómo su padre, Ruben, se enfrentó con toda la comunidad judía (a la que él pertenecía) tras escribir un libro en el que se negaba la utilidad de Dios después del Holocausto, y de qué horrible manera llegó a esa conclusión, y cómo era Julio/Alfonso antes de escuchar aquello, y cómo fue después. Un después que no termina porque llega hasta hoy. Eso es un verdadero viaje iniciático lleno de luces y sombras, de piedras y agua, de amor y dolor. También de pijamas, claro. Pero eso es solo la espuma de las olas.  

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