Antonio Gómez Rufo y Galdós

18 / 04 / 2016
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El último libro del madrileño recorre 400 años de historia española y solo tiene un defecto: que se acaba.

Hay libros que uno lee pero que no se los explica. Quiero decir que no es capaz de entender cómo alguien logró escribirlos. Abundan los ejemplos. Yo no consigo imaginar cómo Victor Hugo concibió Los miserables, por ejemplo; ni cómo Lev Tolstói atinó a urdir Guerra y paz y, no contento con ello, a renglón seguido se puso a edificar Anna Karénina, empresa que le llevó no más de dos años, lo cual incumple todas las leyes de la Física. O nuestro Galdós, el tremendo don Benito, canario que malvivía en Madrid y que –quiero imaginar– distraía el hambre y la mala leche construyendo él solo un edificio literario de proporciones gigantescas, los Episodios nacionales.

Marguerite Yourcenar, por ejemplo, dedicó treinta años de su vida a poner en pie las Memorias de Adriano, un libro que no es excesivamente largo pero en el que cada línea, cada palabra, está labrada y engastada en la página con una paciencia de orfebre bizantino que yo no recuerdo haber visto en nadie más. Galdós, no; Galdós escribía como una ametralladora y sin darse cuenta –o a lo mejor lo hacía a propósito– pasaba sin el menor dolor de corazón de la novela a la crónica periodística, a la sátira, al editorial de periódico, a la arenga mitinera o al panfleto, géneros todos ellos para los que tenía una habilidad endiablada y que en los Episodios mezcla constantemente: muchas veces no hay modo de saber si quien nos está hablando es Monsalud, Araceli, Calpena, Fajardo o el propio Galdós, que saca la fusta y empieza a repartir estopa contra quienes no le gustaban. Tanto vivos como muertos.

Este libro que ha escrito el gran Antonio Gómez Rufo, es de esos. Se llama Madrid, la novela y lo ha publicado B. Lo estoy acabando y aún no logro comprender cómo este hombre ha logrado no ya imaginar (que eso es difícil pero entra dentro de las capacidades humanas), sino alzar este enorme “castillo famoso”, esta catedral que dura cuatrocientos años y en el que no hay una sola piedra fuera de su sitio. Como si imaginar una catedral fuera fácil. Como si construirla no fuese muchísimo más difícil que imaginarla. Porque las catedrales góticas, que parecen hechas con alambre, se caían, claro que se caían. Y esta novela no se cae. En ninguna de las casi mil páginas.

La comparación con Galdós es inevitable. Don Benito se inventó una serie de protagonistas para las diferentes series de sus Episodios, protagonistas a los que –sobre todo al principio– les pasa lo que a Superman o a San Martín de Porres, llamado Fray Escoba: que tenían el don de estar al mismo tiempo en dos lugares muy distantes entre sí, o de viajar de un sitio a otro a la velocidad del rayo, y encima descansados y con ganas de escribir. Gómez-Rufo se deja de magias y construye tres familias enormes, pobladas y completamente verosímiles que aparecen en el siglo XVI, cuando Felipe II traslada la corte de Toledo a Madrid, y que concluyen en 2004, cuando a Inés Álvarez, que tiene 75 años, le falla el corazón al enterarse de los atentados de los trenes del 11-M: muere sola y con ella acaba una estirpe de cuatro siglos que Gómez Rufo teje hilo por hilo con una paciencia que, en la vida real, solo han tenido familias como los Osuna o los Alba, y que en la ficción literaria remiten remotamente a las sagas nórdicas o, más familiarmente, a la endiablada genealogía de Cien años de soledad, en la que Gabo se puso a repetir y repetir nombres de pila para volvernos locos a todos.

Milagros de verdad. Como es natural, la colosal urdimbre genealógica de los Tarazona, los Posada y los Vázquez no es más que el andamio que sirve a Gómez Rufo para construir la historia de Madrid. Y ahí empiezan los milagros de verdad. O Gómez Rufo es en realidad una corporación o un taller, como el de Rubens, y no lo sabíamos ninguno, o la capacidad de trabajo de este hombre deja en pañales a la de los canteros de las catedrales del Medievo, porque las novecientas páginas se le quedan cortas. Le falta sitio para contar todo lo que sabe. Lo primero que hace es explicar por qué la Puerta del Sol se llama así (no lo voy a contar ahora, como es comprensible), y de ahí hasta el 11-M va uno viajando de personaje en personaje con la naturalidad no ya de un espectador sino de un compañero, de un caminante más.

Es el lenguaje, que ni trata ni deja de parecerse al de cada época, lo cual facilita la lectura y da uniformidad al monumento entero. Es la capacidad de observación del autor a través de los ojos de cada uno de los numerosísimos protagonistas, que son todos distintos, y que logran, juntos, una visión tan coherente como contrastada de lo que va ocurriendo. Eso es lo que intentaba Galdós y pocas veces le salía, por las prisas y porque don Benito no se aguantaba las ganas de meter los zapatones en la historia que estaba contando y explicar al lector quiénes eran los buenos y quiénes los malos; eso es algo que Gómez Rufo no hace jamás.

Hay episodios inolvidables, y aquí ya intervienen los amores personales de cada cual. Yo no he visto jamás (y digo visto porque el autor me metió allí de cuerpo entero) el motín de Esquilache como lo cuenta este hombre. No es más que un ejemplo. Como hacía Carpentier en El siglo de las luces, hace que sus protagonistas vean la historia a pie de calle; es decir, que no la ven, que desconocen sus proporciones, pero el lector sí sabe todo eso y se maravilla de lo fino que labra el escritor en cada detalle, en cada palabra, en cada perspectiva. Las abdicaciones de Bayona. El pobre rey José Bonaparte, a quien nadie quería. La asombrosa explicación de qué quiere decir el epíteto gilipollas, que resulta que es más madrileño que la Puerta de Alcalá. El día en que Fernando Argote se subió por primera vez al tren de Aranjuez, muerto de miedo porque estaba convencido de que el cuerpo humano no podría soportar tan endiablada velocidad...

Antonio Gómez-Rufo y Galdós le ha atizado al abuelo don Benito una colleja de las de ir a urgencias. Este libro tiene, que yo haya visto, solo un defecto, pero imperdonable:

Que se acaba.  

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