Lola Flores, a estudio

13 / 07 / 2016 José Manuel Gómez
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Un libro se presenta como radiografía sociológica de la España franquista a través de esta artista de leyenda.

La buena noticia es que el profesor Alberto Romero Ferrer se ha tomado en serio a la artista como pieza clave de la historia de nuestro país en el libro Lola Flores. Cultura popular. Memoria sentimental e historia del espectáculo (Fundación Lara). La mala noticia la hubiera verbalizado la propia Lola, que rebajaba los humos intelectuales de su entorno con una ración de lógica, sinceridad y sentido común: “Si me queréis, irsen” rugió ante la muchedumbre el día de la boda de su hija.

Lola Flores representó como nadie la fortaleza de la cultura oral y en los momentos culminantes de su vida siempre reconoció el talento ajeno. Así que cuando recibió el lazo de Isabel La Católica de manos de José Solís (“la sonrisa del régimen”, le decían al ministro del “glorioso movimiento nacional”), Lola quiso reivindicar un galardón similar para Carmen Amaya. Lola también reconoció el talento de Manolo Caracol, del que confesaba que su susurro la volvía loca, y todo el mundo sabía de aquel romance pecaminoso del año 1947 y también sabía del machismo y el maltrato del cantaor. El comentario habitual de una época de estraperlo para los pudientes y pan negro para los vencidos.

El autor pasa de largo por los vaivenes sentimentales de Lola Flores y se concentra en su papel como motor de la recuperación teatral tras la guerra civil; dibuja una España que sale de la autarquía con Lola Flores vestida con su uniforme de bata de cola y que regresa a los foros internacionales previa concesión a Estados Unidos de unas cuantas bases militares.

La conquista de América

En 1952 Lola viaja a México y se presenta ante la nutrida colonia española compuesta mayoritariamente por exiliados republicanos. Aquellos intelectuales se rindieron ante el sentimentalismo de una Lola vestida de lunares que se convierte en embajadora de una España que canta a todas horas las coplas del querer a las órdenes del empresario Cesáreo González, que la conecta con los grandes representantes de la música mexicana. Y así, entre mariachis y jipíos, Lola conecta con Agustín Lara, maestro de lo cursi. El guion se las arregla para la coexistencia pacífica, y en la confluencia de tópicos nadie sale herido.

El libro es rico en retórica con centenares de citas librescas y, a ratos, parece que quisiera ser inenteligible para el aficionado corriente contrastando con la franqueza con que la Flores se expresaba en su memorias En carne viva, que recogió Tico Medina. O la firmada por Juan Ignacio García Garzón, Lola  Flores. El volcán y la brisa, que se completa en chascarrillos y en fichas cinematográficas.

El profesor Alberto Romero explica que busca la distancia y el rigor. Y que  “el mayor enemigo de Lola fue ella misma”. Se cuenta que pudo haber hecho mejor cine si hubiera caído en manos de cualquier director del neorrealismo italiano, pero que tampoco se valoró en su justa medida aquel Embrujo de 1947, de aires vanguardistas. Con Lola abundan las paradojas. “La élite cultural del franquismo consideraba el mundo artístico de Lola Flores poco digno, un entretenimiento popular. Y ese mismo mirar por encima del hombro se vuelve a producir con las élites culturales del posfranquismo”, dice el autor, y esa frase resume el drama de Lola... y de muchos más.

“Si me queréis, leermen”, diría Lola Flores, pero aún quedan más verdades sociológicas que contar: su participación en la construcción de la rumba de su marido, Antonio González Pesca, y su inmersión en la cultura latina de Nueva York en 1965, donde conecta con La Lupe y Celia Cruz. Pero esa es otra historia.

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