Un padre extranjero

30 / 08 / 2016 Eduardo Berti
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La tenacidad de mi madre había postergado la muerte más de lo esperable.

Cementerio club, 1

Horas antes del entierro de mi madre, la tarde en que la velaban, mi padre mandó a que dejasen sin abrir el ataúd, cuando lo usual habría sido que se exhibiera el cadáver, y sin pedir permiso a nadie enchufó un reproductor de música en un rincón e hizo sonar en la sala, a un volumen considerable, pero más bien respetuoso, una triste música compuesta por Gustav Mahler, música que siguió escuchando como en una especie de gimnasia autoflageladora durante los primeros meses de viudez, en los cuales se consagró a beber más de la cuenta y a batir récords de insomnio que ni siquiera los sedantes más aguerridos podían paliar.

En el entierro, por la tarde, después del velorio matutino, mi padre no quiso saber nada con que abriera la boca un sacerdote presente y sonriente en el cementerio, a pesar de que la “oferta” incluía su corto sermón junto con los servicios del sepulturero y otras inercias de rigor. Todo aquello sucedía en un cementerio privado de las afueras de Buenos Aires: una especie de campo de golf con tumbas; una especie de jardín con árboles muy vistosos y lápidas poco menos que invisibles en el suelo. Vaya ironía: en los últimos doce años mi madre había trabajado vendiendo tumbas (“parcelas”, según la jerga que le hacían repetir) de este mismo cementerio.

Además de previsible, el entierro tenía algo de noticia demorada. Mi madre había muerto después de una muy larga agonía: una lucha perdida de antemano contra un cáncer óseo generalizado. La tenacidad de mi madre había postergado la muerte varios meses más allá de los mejores pronósticos. Pero su largo combate había estado a punto de matar a mi padre también. Una noche me lo admitió: “No puedo más, esto nos va a liquidar a los dos”. A los dos: mi madre y él.

Esa tarde, en el entierro, no advertí el detalle algo macabro de que en torno a la “parcela” abierta como una trampa para mi madre se extendían otras tumbas donde reposaban o reposarían en breve algunos de los más fieles amigos de mi familia, a quienes ella había convencido con su cordialidad y con argumentos de venta, por qué no, de las supuestas bondades de un cementerio privado.

No costó mucho esa tarde que mi padre se alejara de la tumba de mi madre. Sobran casos en los que el superviviente no puede separarse del sitio en que acaban de enterrar a su pareja; mi padre, con una mueca difícil de descifrar, le dio la espalda a la tumba, que por una o dos semanas carecería de lápida, hasta que la fabricaran y hasta que la colocasen en el suelo, a ras del césped, y se alejó a paso firme. En los meses que siguieron, oí decirle en más de una oportunidad que mi madre no estaba allí, en “el cementerio de mierda”, frase que él profería con desprecio, deduzco, para convencerse de que dentro de aquel ataúd había algo que no era ni merecía llamarse “persona amada”.

Como Miguel (sin dudas, el mejor amigo de mi padre) también deseaba marcharse cuanto antes del cementerio, se me ocurrió subirlos al mismo taxi que me disponía a tomar; de este modo, mi padre pasaría un rato con la persona que más lo hacía reír, incluso en situaciones graves como un funeral. Mi padre y Miguel eran amigos de infancia. Se habían conocido lejos, en su Rumania natal, y se habían perdido de vista cuando, antes de siquiera imaginar que acabaría en Argentina, mi padre partió a estudiar en universidades de Bélgica y Francia. Era célebre, entre nosotros, la anécdota de su reencuentro en Buenos Aires: mi padre iba por el centro de la ciudad, cruzaba Plaza de Mayo, era una tarde lluviosa y a más de once mil kilómetros de Bucarest, a unos diez años de su llegada a Argentina, vio que su amigo Miguel se acercaba y, como un gentil espejismo, le tendía una mano delgada y huesuda con estremecida familiaridad.

Aquella tarde, en el entierro de mi madre, vi a Miguel por última vez. Aunque hizo bromas, como era su costumbre, me pareció que andaba muy cabizbajo y sobre todo noté que su histórico bigote a lo Clark Gable ya no florecía con vigor y era como una pálida línea punteada.

Meses más joven que mi padre, Miguel había aparecido en Buenos Aires después de pasar medio año en Sobibor, humillado por los nazis. Mi padre contaba que Miguel no solo había atestiguado la revuelta de Sobibor, en octubre de 1943, sino que se había fugado gracias a ella. Nunca llegué a confirmar este relato, pero recuerdo la tarde, yo tendría entonces nueve años, en la que Miguel me enseñó los números tatuados en el brazo.

Cuando falleció Miguel, un año después de mi madre, más o menos, mi padre y yo acudimos juntos a su entierro en aquel mismo cementerio. La tumba donde inhumaban a Miguel quedaba cerca, a cien pasos, de la tumba de mi madre, que en ese lapso mi padre y yo no habíamos vuelto a ver. Mi padre no pudo esta vez oponerse a que un rabino, un viejo y flaco rabino, abriera la boca y soltara una monserga que él fue acompañando con unos resoplos impacientes. ¿El pobre Miguel no había deseado acabar en un cementerio judío? El discurso del rabino era el castigo por ello, según pensaba mi padre.

Después de que saludamos a los hijos de Miguel y a la viuda de Miguel, una mujer seca y bastante intratable, mi padre pareció dudar entre irse de una vez del “cementerio de mierda” o plantar los pies delante de la lápida de mi madre, que no habíamos visitado aún y que –él y yo lo sabíamos de antemano– sería tan pequeña y discreta como todas las lápidas de aquel cementerio abierto a cualquier creencia, eso decían los folletos publicitarios, pero reacio al más mínimo promontorio o mausoleo que pudiese malograr tanta elegancia.

Quise ayudar a mi padre y le propuse ir andando a la tumba de mi madre, a echar un simple vistazo, por más que los huesos ahí enterrados nos resultaban, de alguna manera, ajenos. Mi padre se dejó arrastrar, resoplando como si el rabino nunca hubiese cesado de hablar, y al cabo de unos minutos, algo menos confundido y algo más encolerizado, hizo que no con la cabeza, gruñó un poco y me llevó lejos de ahí, rumbo al coche.

Hicimos casi todo el trayecto de vuelta a Buenos Aires en silencio, a solas. En un momento pensé en poner música, tal vez algo de Mahler, pero mi padre abortó con una risa, una brusca carcajada, mi maniobra apenas naciente. Le pregunté qué ocurría, qué le daba tanta gracia. Me respondió que Miguel se habría desternillado con aquel rabino: con su cara de tortuga, con sus palabras pomposas.

Por la noche, sonó el teléfono en casa. Era tarde. Era mi padre y, por el tono de su voz, comprendí que había estado bebiendo mucho. “Te pido que me prometas que nunca irás a visitar la tumba de tu madre ni la tumba mía, ¿de acuerdo?”. De acuerdo, papá, le dije, prometido. “Te pido que no permitas nunca, de ninguna forma, que yo vuelva a ese cementerio de mierda… Salvo cuando estire la pata”. De acuerdo, dije, de acuerdo, por más que aún nos quedaban dos o tres amigos que habían tenido, como Miguel y otros amigos ya muertos, la buena o la mala idea de comprarse una parcela.

Esa noche nos quedamos charlando más de una hora por teléfono. En un momento mi padre me contó una historia acerca de Miguel, una historia que yo nunca le había oído. A diferencia de él, a Miguel le encantaba el tango: idolatraba a Roberto Goyeneche (cuyo bigote quería ser parecido al de Clark Gable), le gustaban las orquestas y de joven concurría, recién llegado al país, a los bailes populares celebrados en los clubes. En los bailes, por entonces, las mujeres entraban gratis y los hombres, a cambio de un pago exiguo, no recibían una entrada de papel como en el cine, sino que debían extender la mano con la palma abajo a fin de acusar el golpe de un certero sello que, con tinta negra, estampaba una contraseña: cinco o seis números que cambiaban a diario. Si los bailarines salían a fumar o a tomar aire, podían volver a ingresar mostrando la mano sellada. Mi padre me contó que Miguel, en vez de pagar, recibir el sello y exhibir la mano a quien controlaba la entrada, cosa que hacía todo el mundo, iba directo a la puerta y enseñaba los números que los nazis le habían tatuado en el brazo. Nadie había osado decirle que su sello era incorrecto, que su sello no valía.

Después de hablar esa noche largamente con mi padre, me puse a pensar que Miguel había sido enterrado con el tatuaje. Con Miguel también había muerto una inscripción, una huella de la historia. Esto era obvio y sensato: en cada funeral se entierra mucho más que un cuerpo. En el caso de mi madre, por ejemplo, yo sentía que el sepulturero había tapado con tierra y había puesto fuera de cualquier alcance esa cuota de contención, de cordura, de equilibrio que, por años, por décadas, mi padre había encontrado o había querido encontrar en ella.

En los meses que siguieron al entierro de mi madre, vi a mi padre hacer cosas raras o cosas que, por lo menos, nunca le había visto hacer. De pensar que sin mi madre él andaba a la deriva, pasé al extremo contrario y concluí que mi padre se mostraba por fin como era. ¿Ya no se adaptaba a una imagen que mi madre se había forjado de él? ¿Ya no se atenía a la imagen que él había deseado forjar para ella? La explicación se hallaba acaso entre las dos conclusiones: era verdad que él había hecho de mi madre una especie de ancla, imagen más que apropiada para alguien llegado en barco a un país donde no conocía a nadie; pero era verdad también que, sacudido a los 79 años por la muerte de mi madre, él razonaba que tenía que darse gustos antes de que fuera tarde.

Mi padre retomó entonces algunas actividades que había llegado a cumplir en su juventud. Se puso a cocinar platos cuyas recetas eran una vaga herencia familiar. Se puso a fumar en pipa y a prepararse tabacos especiales. Quiso comprar un velero y retomar el pasatiempo de la náutica, pero su hernia de disco no lo permitía.

Cuando en julio de 1994 una bomba explotó en el centro de Buenos Aires, una bomba destinada a la mutual israelita, a la AMIA, y el atentado causó más víctimas que el ataque a la embajada de Israel en 1992, mi padre, muy conmovido, se puso a hacer esculturas, muchas de ellas alusivas, aunque no explícitamente, y recordé que antes de que yo naciera, mucho antes, cuando aún vivía en Europa, él había pasado horas frente a un espejo hasta completar una serie de cuatro o cinco cabezas que lo retrataban joven: en varias fotos de esos tiempos pueden verse aún las cabezas alineadas y, no sé por qué, todas negras.

Poco después, en 1998, mi padre se puso a escribir una novela. La noticia, en su momento, me perturbó. Que mi padre esculpiera, fumara en pipa o cocinara platos raros de nombres impronunciables, todo eso me resultaba muy simpático y normal. Pero ¿escribir? ¿Una novela?

Uno o dos meses después de que mi padre me dijera que se había puesto a escribir, resolví cruzar el Atlántico y vivir un tiempo en París. En un principio pensé que tomaba esta decisión por una serie de razones más o menos complementarias: (a) mi padre había comenzado una nueva relación (noviazgo, he estado a punto de escribir) y no necesitaba tanto de mí; (b) muerta mi madre, yo también perdía una especie de ancla; (c) se iba a editar la traducción al francés de mi primera novela, Agua, algo tan milagroso y tan inaudito que por nada del mundo me lo iba a perder; (d) el presidente de turno había decidido que un peso argentino equivalía a un dólar y esto también era tan milagroso y tan inaudito (mucho más que la traducción de mi novela) que volvía posible algo que por décadas había sido económicamente inviable, y sobre todo (e) acababa de conocer a quien sería mi mujer y, en nuestra primera charla, descubrimos que los dos teníamos el plan de pasar una temporada en París, lo que más tarde, instalados en el barrio de Denfert-Rochereau, se convirtió en la broma rimbaudiana de une saison à Denfert.

Corría septiembre de 1998 cuando viajamos a París. Habíamos reservado por teléfono un monoambiente (studio, dicen los franceses) que me había recomendado un lejano conocido de un conocido cercano. El papelito con la recomendación decía “Laurent Pinard” y un número al que llamé desde Buenos Aires. Como era un teléfono móvil, el llamado me costó una barbaridad, pongamos que una sexta parte del alquiler. El sujeto que me atendió no se llamaba Laurent Pinard (uno de los conocidos, el lejano o el cercano, había apuntado su nombre en forma aproximativa), pero como tenía un nombre parecido, Florent Pignal, dedujo que la voz extranjera deseaba hablar con él y me siguió la corriente. En París, cuando nos entregó las llaves y embolsó los viejos francos, porque estábamos en los últimos años de la era Antes del Euro (A.d.E.), solo entonces me deletreó su nombre real.

Aunque ya estaba tomada mi decisión de ir a Francia, antes de comprar los pasajes de avión y anunciarlo a mis conocidos quise charlar con mi padre, a ver cómo reaccionaba. Mi padre llevaba meses de bastante mejor ánimo. Y me dio cita, recuerdo, en un café equidistante entre su casa y la mía: un café de nombre algo ampuloso y seudofrancés (como si mi padre sospechara algo) que quedaba a unos trescientos metros de su hogar y el mío, puesto que él y yo vivíamos muy cerca. En ese mismo café, hacía unos años, él me había dicho, días después del entierro de mi madre, con una especie de nudo en la garganta que resultó sumamente contagioso, que nunca había imaginado que él sería el sobreviviente en la pareja. Siendo mi madre diez años menor, él había concebido un futuro en el que ella quedaba viuda, no al revés.

La reacción de mi padre, creo, no habría sido muy distinta si hubiese anunciado que me iba a otra ciudad europea. Pero la elección de París era especial para él. En la casa donde crecí, en Buenos Aires, en una pequeña habitación donde mi madre pasaba horas y horas leyendo, planchando, oyendo la radio o hablando por teléfono, y a la que sin embargo llamábamos un tanto oficialmente “el escritorio de papá”, en esa habitación había un inmenso plano callejero de París que alguien, mi madre o mi padre, había resuelto colgar en la pared. Como estábamos en la era Antes del Teléfono Móvil (A.d.M.), yo también me acomodaba a veces en el “escritorio”, para hablar por teléfono, ante todo, y mientras lo hacía, recuerdo, mi mirada se perdía por las calles de ese plano. Es posible que por eso, por haber memorizado así aquella topografía, desde un principio París me resultara familiar. Una ciudad conocida y desconocida a la vez: yo ignoraba la apariencia de las cosas, yo no había recorrido nunca sus calles, pero sabía a la perfección que, si doblaba a la izquierda al llegar a tal esquina, me toparía con cierto museo o con cierto monumento y que, si doblaba después a la derecha, aparecería tal calle, tal plaza o tal bulevar.

Ya instalados en Francia con mi mujer, ella me contó una noche que en su casa, cuando era niña, había también un gran plano callejero de París colgado en una pared. No conozco a nadie más en Argentina en cuyo hogar existiese un plano así.

Fuimos, en teoría, a pasar unos seis meses en París. O a pasar, como mucho, un año. Nos quedamos una década.

Gracias al milagroso peso argentino que al mirarse en el espejo veía un dólar, viví el primer año en París de lo que me pagaban en Buenos Aires por escribir artículos de prensa y guiones para ciertos documentales de TV. Esto último no era nada sencillo de organizar. Internet estaba en ciernes y los emails eran poco voluminosos aún, de modo que cada semana me llegaba por correo un paquete que contenía tres o cuatro videocassettes con los “crudos” de nueve o diez entrevistas. Cada entrevista duraba una hora o una hora y media y, como un puzzle, yo debía armar un guión que no debía sobrepasar los cincuenta y dos minutos. 

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