Un mal día para nacer

01 / 08 / 2014
  • Valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • Tu valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
¡Gracias!

En la inhóspita Australia rural de principios del siglo XX, una mujer abandona a su hija a las pocas horas de dar a luz. La niña, que ha elegido un mal día para nacer, seguirá desde el principio de la novela la huida de su madre, que cabalga hacia las montañas para dejar atrás el pasado y escapar de un marido que la ha esclavizado. 

Courtney Collins nació y creció en una zona rural cercana a Sídney y ahora reside en la región de Victoria. Un mal día para nacer, su primera novela, ha recibido la inmediata atención de la crítica y ha sido seleccionada para algunos de los premios literarios más prestigiosos de Australia.

Un mal día para nacer / Courtney Collins / Lumen /
 268 páginas / Precio: 19,90 / Publicación: 04/09/2014

Si la tierra hablara, ¿qué historias contaría?

La mañana de mi nacimiento. Mi madre cavaba. Cubierta de hollín y de sangre. Aunque alguien no la hubiera visto en la oscuridad, seguramente habría detectado su olor. Me llevaba atada a su cuerpo, envuelta en una sábana rota. La lluvia y el viento nos batían desde ambos lados, pero ella siguió cavando. Escuché su corazón. Apretando la cara contra el abanico de sus costillas, sentí un sabor a herrumbre y a muerte.

Con aquel viento, bajo el aguacero, acabé por ser una carga. Me dejó en el suelo, al lado del caballo. Noté el frío en la espalda mojada y vi mi aliento al exhalar. Muy cerca de mí, el caballo se hundía en el barro. Lo miré de reojo mientras intentaba rescatar las pezuñas. Sabía que si me pisaba me dejaría la cabeza plana como un plato.

La mañana de mi nacimiento no había estrellas en el cielo. Mi madre siguió cavando. Un montón de tierra creció a su alrededor hasta que solo los brazos, los hombros y el pelo asomaron en la oscuridad, mientras el caballo relinchaba y piafaba a mi lado.

Cuando al fin mi madre salió del hoyo, su cuerpo se arqueó como un maltrecho mascarón de proa. Pensé, cándida de mí, que entonces quizá nos marcharíamos, aunque sabía que no había ningún barco ni balsa para llevarnos, solo Houdini, un caballo espantado. Y que al lugar de donde veníamos no se podía volver.

Mi madre se inclinó sobre mí con el pelo esculpido por la lluvia, una lluvia recia como piedras. Finalmente se agachó a recogerme y sentí su mano bajo la espalda. Me abrazó, besó mi cabeza embarrada. Volví a apretar la cara contra el hueco huesudo de su pecho y respiré hondo su olor.

La mañana de mi nacimiento, mi madre me enterró en un hoyo de apenas dos pies de profundidad. A pesar de que era una mujer fuerte, el parto la había debilitado, y mientras cavaba, el viento llenó el hoyo de hojas y la lluvia lo anegó de barro, así que solo quedó un lecho mojado y mísero.

Cuando el sol despuntaba en el cielo, mi madre me acostó en la tumba. Se tumbó boca abajo en la tierra, me acarició la cabeza y me cantó. Nunca en mi corta vida la había oído cantar. Me cantó hasta que se le quebró la voz. Incluso mientras lloraba a gritos y farfullaba, su mano abierta siguió cubriendo mi cuerpo como la manta más cálida.

Quise retomar su canción y seguir cantando, pero al abrir la boca solo respiré líquido y sentí que mis pulmones se cerraban. A la primera luz de la mañana, mi cuerpo se contorsionó y vi mis dedos levantarse hacia ella con desesperación.

Mi madre me cogió las manitas hasta que dejé de moverlas y cayeron de nuevo. “Shhh, shhh, mi niña”, me dijo. Y luego me degolló.

Yo no debería haber visto el resplandor rosado del día que calaba el cielo. No debería haber visto cómo los brazos pálidos de mi madre se apartaban para cubrirme con la tierra mojada, ni las bandadas de pájaros blancos que se desplegaban en lo alto.

Pero lo vi.

Pronto hubo bastante luz para distinguir los pájaros que horadaban con el pico la corteza de los árboles y la mañana se llenó de sus chillidos. Mi madre acabó de apelmazar la tierra de mi tumba con los pies. Luego se dejó caer por las rocas lisas que bordeaban el río y metió los brazos en el agua. La sangre, la ceniza y el polvo corrieron como estuarios oscuros hasta sus muñecas. Movió las manos en el agua hasta que quedaron limpias, hasta que pudo ver las espirales y las líneas de su piel ampliadas.

 “¿Podría cortarme yo misma las dos manos?”, se preguntó. Y al decirlo su voz sonó muy distinta, no parecía mi madre.

En el cuchillo que llevaba al cinto aún había restos de sangre mía. Apoyó el filo de la hoja sobre su muñeca pero, aunque quizá ella misma lo dudara, no tenía intención de cortarse las manos ni de matarse. Sus manos temblaban de las propias ganas que tenía de vivir. Tiró el cuchillo al río, aunque enseguida trató de recuperarlo, como si quisiera atrapar un pez, pero no pudo. Solo sacó un puñado de arena, y se restregó con ella las palmas hasta dejarlas rosadas, en carne viva. Cuando las miró a contraluz, parecía que el sol pasara a través de ellas. “Manos fantasmas”, dijo.

Mi madre se apartó de la orilla y trepó por las rocas hasta mi tumba. Se desplomó en el suelo y, a cuatro patas, barrió la tierra con los brazos y el dorso de las manos, borrando las pisadas. Retrocedió a rastras para ocultar sus huellas y las de su caballo, sin dejar de arañar y remover la tierra hasta llegar al agua.

Se detuvo en el río junto a su caballo, con el agua a la altura de las rodillas, y comprobó que todas las huellas hubieran desaparecido. A cualquier otro observador le habrían parecido unas siluetas tan permanentes y espectrales como un par de árboles anegados, pero mi madre no era persona de demorarse.

Pensar en mi padre la impulsó a seguir adelante. “¿Y si no está muerto?”, dijo. Sin embargo, no había nadie ni nada que pudiera responderle, salvo su propia inquietud, así que montó en el caballo y lo guió hacia el centro del río. Avanzando a contracorriente se alejaron de mí, se alejaron de mi tumba.

La muerte no es una salida fácil.

Mi madre me degolló convencida de que así me salvaba de una muerte lenta, pero la verdad es que habría sido mejor dejarme arder junto a mi padre, en lugar de plantarme en la tierra. Porque en la tierra descubrí que tengo ojos para ver y oídos para oír, y que veo y oigo más allá de la lógica de la distancia o del tiempo. Y con todos esos peculiares sentidos que la tierra ha despertado, me pregunto si mi madre y yo, en nuestro deseo de vivir, no estamos hechas de la misma estofa. Y en tal caso, ¿a quién culpar, más que a la naturaleza?

Cuando mi madre me depositó en la tumba, la tierra me adoptó. Me nutrió con alimento, palabras, compañía. Me abrigó y me mantuvo a salvo. Aun así, mi madre es mi madre. Y a pesar de la generosidad con la que me socorrió la tierra, de todo cuanto logró reunir, me he aferrado a la simple idea de que mi madre vuelva.

Con el tiempo, sin embargo, esta simple necesidad de que vuelva conmigo, de que me alce y me estreche entre sus brazos, ha germinado como una semilla rebelde y me he visto atormentada por la añoranza.

De un lado a otro he seguido sus pasos.

La mañana de mi nacimiento, de haber sabido lo que sé ahora, habría chillado. Habría pataleado y gritado. Pero entonces no sabía que mi madre podía abandonarme. Entonces no sabía temer a la muerte, ni oponerle resistencia.

Solo sé que la muerte es un salón mágico de espejos en el que hay una puerta, y que la puerta se abre hacia ambos lados.

Cabalgaron a galope tendido entre la maraña de ramas caídas y helechos del bosque. No habría que volver a preocuparse por las huellas hasta llegar a la linde de la casa de Fitz.

Al salir al claro donde empezaba la finca, Houdini avanzó siguiendo la alambrada hasta la primera cancela. Notó que el caballo respingaba y supo que, por más que quisiera obligarlo, no pasaría de allí.

Desmontó de un salto y desabrochó las alforjas. Sacó las botas de Fitz, las escurrió y se encaminó descalza a la cancela de arriba. Los pastos crecidos formaban una alfombra alisada por la lluvia. Pasó junto a varias reses que vagaban sumidas en un estupor silencioso. A partir de la segunda cancela no había árboles; Fitz los había talado todos.

La casa aún humeaba. Solo se había venido abajo la parte donde el techo se había desmoronado. Daba la impresión de que la mitad se hundiera en un agujero, mientras que la otra mitad parecía intacta.

Se calzó las botas de Fitz, que pesaban lo suyo, y mojadas aún más. El cuero de la puntera estaba rajado: un monumento a Fitz, a sus patadas. Sintió que le irritaban la piel, y la cadera amoratada le dolía al caminar. Pensó que un cardenal no debería durar más que un hombre. La bota puede resistir, pero los cardenales del hombre deberían desaparecer con él.

 “Ojalá estés muerto”, musitó. Y no era la primera vez que lo decía.

Afianzó el peso de su cuerpo en las botas y entró en la casa. La tetera seguía encima del fogón, entre restos de la chimenea.

Mientras avanzaba por los escombros sintió el calor que le subía desde los pies.

 “¿Fitz?”, gritó.

Levantó la trampilla del sótano. No recordaba haberla cerrado. Los tablones crujieron y algunas partes de la casa sisearon con las llamas y la humedad cuando se asomó por el hueco de la escalera del sótano en busca de Fitz. Apenas había luz, salvo por los pequeños destellos desperdigados de los cristales rotos. Sujetándose en el borde de la trampilla, se asomó un poco más.

“Fitz, cabronazo –gritó–. ¿Dónde estás?”. Y al inclinarse lo vio.

O vio algo de él. Un brazo. El torso. El extraño dibujo de la piel quemada. Desprendía un olor a vinagre y cebolla, el mismo olor de siempre y, antes de poder taparse la boca del tufo, mi madre vomitó en el sótano.

Se quedó a gatas en el suelo sintiendo que la casa le succionaba la vida. Apenas le quedaron fuerzas para limpiarse la boca y tumbarse boca arriba. El espanto de lo sucedido aquella mañana por fin le había golpeado. Las partes de su cuerpo que no estaban entumecidas empezaron a temblar.

Pero estamos hablando de mi madre.

Con la espalda apoyada en el suelo, empujó con las piernas y los pies toda la porquería y los escombros que pudo alcanzar y los echó por el hueco del sótano. Oyó que caían alrededor de los restos de Fitz, y eso la consoló. No volvió a mirar adentro, sino que dio media vuelta y se levantó, tambaleándose. Salió de la casa con paso vacilante y caminó por el pasto mojado hasta que se desplomó en el suelo.

Fitz estaba bien muerto. Podía respirar tranquila.

Más allá del bosque y de la casa de Fitz, las montañas se extendían hacia el Norte y el Oeste. Ver la sierra majestuosa bastó para que mi madre se pusiera de nuevo en pie. Cruzó el prado balanceándose hacia la cancela. El ganado se movía silenciosamente a su alrededor, borroso.

Subiéndose a la cancela consiguió montar a lomos de Houdini. Se agarró de la crin, dirigió la cabeza del caballo al punto más alto de las montañas y le dijo al oído: “Amigo mío, aunque me muera y me pudra sobre tu grupa, no te detengas hasta que lleguemos allí”.

La mañana del nacimiento de mi madre fue distinta. Ella estaba rebosante de vida, para empezar.

Septimus, su padre, la tomó en brazos nada más nacer, justo después de que Aoife, su madre, diera a luz en una tina de lavar la ropa en el porche.

Corría el año 1894. Era una noche clara llena de estrellas, y Septimus observaba la escena como un insecto nervioso de ojos saltones, con la cara pegada a la ventana del cobertizo. Aoife deambulaba alrededor de la casa sin dejar de bramar mientras la comadrona, la señora Peel, trataba de hacerla volver a la cama.

Al ver a Septimus en la ventana, iluminado por el resplandor del fuego con el pelo de punta, Aoife levantó un puño hacia él y resbaló. Cayó de espaldas en la tina al mismo tiempo que una contracción la paralizaba. Cuando pasó, sintió que las fuerzas abandonaban sus piernas, su cuello y sus brazos, y quedó allí tendida como una planta mustia por exceso de agua.

Septimus vio que la señora Peel desaparecía y volvía enseguida con un cargamento de velas y quinqués entre los brazos. Los colocó alrededor de los pies de Aoife, exclamando:

–¡Ninguna criatura de Dios debe nacer a oscuras! –Empezó a encenderlos como un zelote.

Aoife se retorcía con desesperación.

–¡Sáquelo, sáquelo! –chillaba. Con las sacudidas, el agua rebasó el borde de la tina y apagó las velas y los quinqués.

La señora Peel intentó sujetarle las piernas, que se abrían y se cerraban sin parar como unas tijeras en medio de la oscuridad. Aoife no quería la criatura dentro de su vientre, pero tampoco fuera. Septimus se llevó las manos al corazón y miró hacia el cielo. Vio la constelación del Centauro, con su arco, y la Cruz del Sur que centelleaba como un talismán colgado de un esbelto cuello. Pensó que al menos aquel destello de belleza era un buen augurio.

Poco después, porque era la cuarta vez que Aoife paría, Septimus oyó un gemido tembloroso.

Se levantó de un salto, corrió hasta la estufa con idea de apagar el fuego, cambió de parecer, se enganchó la camisa en la chapa de la puerta, se soltó y cruzó el pasto a la carrera. Cogió a la criatura en brazos mientras la señora Peel cortaba el cordón umbilical, y luego envolvieron a mi madre en una mantilla.

–Una hija –dijo Septimus, inclinándose hacia Aoife para mostrársela.

–Ocúpate de ella –dijo Aoife–. Solo quiero dormir.

La señora Peel la ayudó a entrar en la casa, y Septimus caminó por la hierba con mi madre acurrucada contra su pecho. Besó su cabeza húmeda y la alzó. Su carita, todavía contraída por el parto, se tersó cuando la niña rompió a llorar. Septimus vio lo mismo que sintió en aquel momento: Centauro tensaba su arco entre las demás constelaciones y disparaba una flecha directa a su corazón.

Abrazó a mi madre y supo que nunca, pasara lo que pasara, amaría tanto a una criatura temblorosa.

Años después, cuando mi madre quiso saber qué estrellas había la madrugada de su nacimiento, Septimus no pudo describirlas. Solamente dijo: “Cariño, las constelaciones formaban espirales en el cielo, y también más allá del horizonte, y todas giraban movidas por una fuerza desconocida, formando un dibujo. El día que naciste hubo un carnaval de estrellas, un desfile que daba vueltas alrededor de los polos del universo”.

Y aunque Septimus sabía que había visto en el cielo un arquero, una flecha que cruzaba el firmamento, con su paso por la vida había empezado a creer que no existía ningún patrón, que las estrellas mismas eran meras nebulosas, visibles pero indistintas unas de otras, siluetas en movimiento que se proyectaban contra otra materia luminosa.

Sin embargo, no quiso decírselo a su hija.

Con la mirada fija en las montañas, mi madre cabalgó el día entero. Le escocían los ojos y apenas podía mantener la cabeza erguida. Se sostenía a duras penas sobre la montura viendo correr el pasto amarillo incesantemente bajo sus pies.

La hemorragia le había empapado de sangre los pantalones y el grueso cuero de la silla. A punto de desmayarse, se recostó y se abrazó al caballo. Era un dique de calor y frío, y la sensación no era de cabalgar sino de hundirse, y hundirse era lo que temía. Irguió la espalda como una viga de acero y escrutó el horizonte a lo lejos.

Era tanta la distancia.

Grupo Zeta Nexica