Un lugar donde esconderse

10 / 08 / 2017 Tiempo
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"Desconozco si tenía permiso de conducir, pero le encantaba aquello: era su silla de ruedas, sus piernas recobradas, su victoria sobre aquella inmovilidad forzosa".

Ilustración: Luis Parejo

Un lugar donde esconderse / Christophe Boltanski / Siruela / 240 páginas / 19,95 euros / Publicación: 20/09/2017 

Un lugar donde esconderse es la historia de la propia familia del autor y de cómo el pasado influye en las generaciones siguientes. El abuelo Boltanski, de origen judío, se instala en Francia y allí se ve obligado a esconderse durante la guerra. El miedo y el encierro padecidos junto a su mujer condicionan para siempre su personalidad y la de su familia. Los excéntricos Boltanski, sin embargo, encuentran en ese universo un lugar donde desarrollar su genialidad en las artes.

Christophe Boltanski (Boulogne-Billancourt, Francia, 1962) es periodista y escritor. En 1989 empezó a trabajar en el diario Libération, del que fue corresponsal en Londres y Jerusalén. Desde 2007 forma parte del equipo del semanario Le Nouvel Observateur y es redactor jefe de la revista XXI. La autobiográfica Un lugar donde esconderse es su primera novela, que en Francia ganó el prestigioso premio Fémina 2015.

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Nuevos Tiempos

Coche

1

Jamás los vi salir a pie solos, ni juntos tampoco, para llevar a cabo ese acto de todo punto sencillo que consiste en deambular a lo largo de una acera. Solo se aventuraban fuera de la casa motorizados: sentados el uno contra el otro, al abrigo de una carrocería, tras un blindaje, por ligero que fuere. En París circulaban a bordo de un Fiat 500 Lusso de color blanco. Un coche sencillo, manejable, seguro, a su escala, con su redondez, su tamaño enano, su velocímetro graduado hasta 120 km/h, su motor de dos cilindros que, situado en la parte trasera, emitía una suerte de estertor, un gorgor de vieja lancha escupiendo agua. Lo aparcaban en el patio adoquinado frente al portal, listo para arrancar, paralelo al ala principal y casi pegado al muro, como la cápsula de rescate de una nave espacial. La portezuela delantera derecha estaba invariablemente girada hacia la entrada de la cocina. Para esperarlo solo tenían que atravesar una escalerita de piedra. Con el fin de facilitar la bajada, se había tallado un peldaño adicional en mitad del escalón. Una vez abajo, no les quedaba más que abalanzarse hacia el interior del habitáculo agarrándose al asidero. Ella, al volante. Él, a su lado. Jean-Élie, Anne y yo, apiñados en el asiento de atrás.

Ella llevaba unas gafas muy grandes, con una montura en marrón claro y cristales ovalados ligeramente tintados. Antes de girar la llave, se inclinaba hacia el espejito fijado por detrás del parasol, con la palma de la mano se daba unos ligeros toques en su melena para ahuecarse los rizos, acercaba sus mejillas, esbozaba una sonrisa con su boquita de piñón para escrutar su base de maquillaje y su pintalabios, y después arrancaba en medio de un desapacible estrépito que reverberaba en las fachadas. Al mando de su ciclomotor, el cual a cada giro de pistón se veía presa de violentos temblores, se transformaba en cíborg. Ella y su vehículo eran una misma cosa. Puesto que sus exánimes piernas no podían apoyarse en los pedales, se habían añadido, con la complicidad de no sé qué mecánico, unas largas palancas, semejantes a las de los mandos de una vieja avioneta, a fin de permitirle frenar y acelerar; en definitiva, conducir, cosa que hacía a una considerable velocidad, dando acelerones toda vez que se topaba con un peatón tratando de cruzar fuera de un paso de cebra. Con una alegría rabiosa, se abalanzaba preferentemente sobre los ancianos renqueantes pero autónomos para castigarlos por su escasa libertad de movimiento y, de paso, asustar a sus pasajeros. Jamás atropelló a nadie. Desconozco si tenía permiso de conducir y, de ser así, ignoro de qué estratagema se sirvió para conseguirlo. Le encantaba aquello: era su silla de ruedas, sus piernas recobradas, su victoria sobre aquella inmovilidad forzosa.

2

¿Cuándo habían dejado de caminar por las calles? En cuanto a ella, lo sé: al principio de los años treinta. Fue a partir de su polio, la cual contrajo al poco tiempo del nacimiento de Jean-Élie, durante sus estudios de Medicina. Desde entonces, había mostrado un rechazo inquebrantable a usar muletas, a aparecer en público como una persona débil y privada de una parte de sí misma. Cuando el camarero de un restaurante se precipitaba para sujetarle la puerta, ponía el grito en el cielo: ella no necesitaba a nadie. Odiaba la compasión fingida, esa amabilidad altiva que quienes gozan de buena salud —o supuestamente lo hacen— manifiestan hacia cuantos no la tienen. Pero ¿él? ¿En qué momento había decidido que nunca más acudiría a pie a su trabajo, ni deambularía a lo largo de los muelles del Sena para hojear los libros de los puestos de lance ni haría la compra; que viviría sin un céntimo en el bolsillo y boicotearía los transportes públicos; que no se sentaría solo a la mesa de una terraza de un café ni pisaría la calle de no ir acompañado? ¿Había sido una decisión suya o de su esposa? ¿Padecía una especie de agorafobia aguda? ¿Lo que quería mediante aquella silente displicencia hacia un modo de locomoción natural al hombre era acaso manifestar su compasión o, más bien, su amor por una mujer que le había declarado la guerra a las leyes de la mecánica?

Ella le servía de chófer. Lo dejaba frente a los edificios oficiales, construidos en sillería, lo miraba desaparecer tras puertas monumentales coronadas por banderas tricolores y, después, acechaba su regreso. Lo transportaba a todas partes, como a un herido grave: al hospital cuando todavía ejercía; a los simposios en los que discutía acerca de la invalidez y la incapacidad; a congresos de especialistas en discapacidad. Lo llevaba en mitad de la noche, con sus hijos dormidos, a velar a los moribundos o, con mayor frecuencia, a sujetos hipocondriacos. Sin su escolta, seguramente él se habría perdido. Aquel escrupuloso médico, adulado por sus pacientes, cubierto de diplomas, honores y condecoraciones, era como un niño desnudo rodeado de adultos vestidos. Sucesivamente alegre, atormentado y atribulado, avanzaba por la vida sin una posición donde replegarse, sin refugio, como un crustáceo despojado de su caparazón y abandonado a merced del primer depredador que asomara. Incapaz de mentir o de disimular sus sentimientos, la menor emoción podía hacerlo prorrumpir en sollozos. Cualquier texto, música, comentario o recuerdo bastaban para hacerlo llorar o ponerse como un tomate.

La cara ancha, el cuello robusto, la frente alta, el cráneo achatado, el pelo rapado, ralo: físicamente se parecía un poco a Erich von Stroheim, pero con algo menos de esa rigidez prusiana. En público no afectaba el estilo —totalmente inventado en el caso del actor y cineasta americano de origen austrohúngaro— del típico señorito prusiano galoneado y de inclinaciones sádicas, sino ese otro, igualmente fantasioso, del caballero inglés, delicado a la par que pudoroso y reservado. Con este propósito, lucía un fino bigote dividido en dos, al modo de David Niven; vestía siempre bajo su chaqueta un chaleco de lana en color beis; fumaba en una pipa de raíz de brezo, con boquilla recta, de calidad corriente, por lo general fabricada en Saint-Claude, y manifestaba un cierto gusto por el whisky, aun cuando apenas si bebía una gota de alcohol. Con sus alargados y almendrados ojos, realzados por unas pestañas bien dibujadas, observaba su entorno con una mirada perpetuamente extrañada, como si el mundo entero continuara siendo un misterio. Debíamos protegerlo, mantenernos unidos, formar un cordón alrededor de su persona. Sea como fuere, nosotros éramos sus guardaespaldas, sus airbags dispuestos a inflarse nada más recibir el primer impacto.

3

Objeto mítico de las películas italianas de los años cincuenta, el Fiat de segunda generación, llamado Nuova 500, hacía pensar en una pecera para peces rojos, en un submarino de bolsillo, en un ovni; y yo, su pasajero, recordaba a un marciano arrojado sobre un planeta desconocido. En su país de origen, lo llamaban Bambina. Menos halagüeños, los franceses lo habían apodado “tarro de yogur”. Sus bajos rozaban el suelo. Su chapa poseía la delicadeza de una hoja de papel. La ausencia de puertas traseras, y más aún la de ventanillas que pudieran abrirse, reforzaba la sensación de encierro. Podía pasarme las horas apoyado en aquel motor del cual podía escuchar cada una de sus pulsaciones, bamboleándome en todas direcciones, con el cuerpo acurrucado, las rodillas acorraladas por el asiento delantero, la cara pegada a la ventanilla para ver desfilar, en contrapicado, un París que, a la sazón, era casi negro de manera uniforme, un paisaje monótono que el vaho tornaba impreciso. Aturdido por los discontinuos bramidos de la maquinaria, remontaba las grandes arterias cubiertas de hollín, la Rue Bonaparte, el Boulevard Morland, la Avenue de Ségur, la Rue de Sèvres, la Rue de Vaneau o la Avenue du Maine, en un estado de ingravidez, como si me desplazara de acá para allá en un mundo sombrío y acuoso (¿acaso no decimos de la circulación que es fluida?), en unas profundidades de azabache, fosas abisales habitadas por peces diáfanos. Yo estaba ovillado en posición fetal en el interior de esa campana de inmersión ovoide, expuesto a las miradas de los demás y curiosamente invisible en ese útero sobre ruedas pilotado por mi abuela en medio de la agitación de la ciudad. Vivían en mitad de la Rue de Grenelle, en uno de esos palacetes que suelen llevar nombres de marqués o vizconde. Sin embargo, ajenos a la nobleza y a cuanto estuviera relacionado con esta, ellos no formaban parte del barrio Saint-Germain, cuyo nombre, desde Balzac, no designa tanto un barrio cuanto un grupo social, unos modales, un aspecto y una manera de hablar. Hasta el momento en que decido, hacia la edad de trece años, vivir de manera permanente con ellos, me cuidaban los días de descanso, es decir, casi la mitad de la semana. Los martes por la tarde (¿o eran los miércoles?) venían a buscarme al distrito 14º a la salida de mis clases, en la Rue Hippolyte-Maindron; al día siguiente por la tarde me llevaban a casa de mi madre, situada en el Impasse du Moulin Vert, y volvían a recogerme el fin de semana, quedándome con ellos desde el sábado a mediodía hasta el domingo. Allí estaban todos esperándome en el Fiat justo enfrente del colegio y, más adelante, a una respetuosa distancia del instituto Lavoisier. Cada año, a medida que fui pasando de curso, aparcaban el coche un poco más lejos —primero en la Rue Pierre-Nicole, luego en la Rue des Feuillantines, incluso cerca de Val-de-Grâce— con el fin de no incomodarme delante de los demás alumnos. Acabé cogiendo el 83 en la parada de Port-Royal rumbo a Bac-Saint-Germain un día que, sin duda, señalaba mi paso a la adolescencia.

4

De niño, mi tío Christian se pasaba cada mañana, de 09:15 a 12:30, sentado en ese mismo lugar, en su caso en una tracción delantera (a menos que se tratara del Citroën ID 19, la versión simplificada del Citroën Tiburón), mientras su padre prestaba sus servicios en el hospital Laennec, lugar que, con su fragoroso ajetreo de ambulancias y furgonetas de policía, lo aterrorizaba. Con razón, lo asociaba al sufrimiento y a la muerte. ¿El hecho de que el Citroën estuviera aparcado, no delante de la entrada principal, en la Rue de Sèvres, sino en el lado de la Rue Vaneau acaso era para ahorrarle semejante espectáculo, o por respeto a las normas de estacionamiento? ¿Qué hace uno en un habitáculo acristalado en pleno París? Contemplar la vista: unos agentes de movilidad deslizando las multas por debajo del limpiaparabrisas, las acrobacias de un conductor que, en vano, trata de intercalarse entre dos parachoques, los obreros armados con sus martillos neumáticos y perforando una acera, las palomas posándose sobre un canalón, un pedazo de cielo sombreado por los gases de los tubos de escape. Christian clavaba su mirada en los transeúntes. A la larga, acababa conociéndose a todos: aquella vieja de la gabardina, suerte de adefesio; el triciclo del repartidor de correos; el viejo del impermeable; la mujer del cochecito de bebé. Con la frente apoyada en la ventanilla, acechaba especialmente la llegada de una niñita de la que, sin haber llegado jamás a dirigirle una sola palabra, se había enamorado.

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Ilustración: Luis Parejo

 
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