Últimos testigos

22 / 08 / 2016 Svetlana Alexiévich
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“A todo el mundo le daba miedo decir en voz alta lo que había ocurrido, pero lo sabían”

“Le daba miedo mirar atrás...”

Zhenia Bélenkaia, 6 años.

Actualmente es operaria.

Junio de 1941...

Lo recuerdo perfectamente. Yo era muy pequeña pero se me quedó grabado en la cabeza...

Lo último que recuerdo de mi vida antes de guerra es un cuento. Mamá me lo leía cuando me iba a dormir. Era mi favorito, el del pececillo dorado. Yo siempre le pedía algo al pececillo dorado: “Pececillo dorado... Querido pececillo...”. Mi hermana pequeña también le pedía un deseo, pero ella lo hacía de otra forma: “Por arte de magia, por mi voluntad, yo te ordeno...”. Nuestro deseo era pasar el verano con la yaya, y que papá viniera con nosotros. ¡Mi padre era tan divertido!

Una mañana me desperté de pronto, asustada. Se oían unos ruidos desconocidos para mí...

Mis padres no se dieron cuenta. Creían que mi hermana y yo dormíamos, pero yo solo lo fingía. Me quedé en la cama junto a mi hermana pequeña, muy quieta. Miraba: papá besaba a mamá sin parar, le besaba la cara, las manos... Me sorprendió: nunca antes la había besado así. Después salieron al patio, cogidos de la mano. Me acerqué hasta la ventana de un brinco: mamá se había colgado de su cuello y no lo dejaba marcharse. Él la apartó y corrió, ella lo alcanzó y volvió a abrazarlo; lo quería detener, le gritaba. Entonces yo también grité: “¡Papá! ¡Papá!”.

Mi hermana pequeña se despertó, mi hermanito Vasia también. Ella me vio llorar y gritó: “¡Papá!”. Salimos afuera corriendo: “¡Papá!”. Nuestro padre, al vernos (lo recuerdo como si fuera ayer), se llevó las manos a la cabeza y empezó a andar, a correr. Le daba miedo mirar atrás.

El sol me daba en la cara. Hacía calor... Ni siquiera ahora me puedo creer que aquella mañana mi padre se fuera a la guerra. Yo era muy pequeña, pero tengo la sensación de que comprendía que aquella era la última vez que lo veía. Nunca nos volveríamos a encontrar. Yo era muy... muy pequeña...

Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no está...

También recuerdo, de más adelante: el cielo negro y un avión negro. Al borde de la carretera yace nuestra madre con los brazos abiertos. Le pedimos que se levante, pero ella no responde. No se levanta. Los soldados envolvieron a mamá en una tienda de campaña, la enterraron en la arena, allí mismo. Nosotros gritábamos y suplicábamos: “No metáis a nuestra mamaíta en ese hoyo. Ella se despertará y seguiremos andando”. Había unos escarabajos gigantes arrastrándose por la arena... Yo no podía imaginarme cómo iba a vivir mamá debajo de la tierra con esos escarabajos. ¿Cómo íbamos a encontrarnos después, cómo lo haríamos para volver a estar juntos? ¿Quién le escribiría a nuestro papá?

Uno de los soldados me preguntó: “Niña, ¿cómo te llamas?”. Pero a mí se me había olvidado. “¿Cuál es tu apellido, niña? ¿Cómo se llamaba tu madre?”. No me acordaba de nada... Nos quedamos sentados junto a la montañita de mamá hasta que se hizo de noche, hasta que nos recogieron y nos subieron a un carro. Era un carro lleno de niños. Nos llevaba un señor muy mayor, nos iba recogiendo a todos por la carretera. Llegamos a una aldea, allí gente desconocida nos cobijó en sus casas.

Pasé mucho tiempo sin hablar. Tan solo miraba.

Después, recuerdo: un día de verano. Un día espléndido de verano. Una mujer extraña me acaricia el pelo. Y yo rompo a llorar. Y empiezo a hablar... A contar cosas sobre mi mamá y mi papá. Cómo papá se había ido corriendo sin ni siquiera mirar atrás... Cómo mamá yacía en el suelo... Cómo los escarabajos se arrastraban por la arena...

La mujer me acariciaba el pelo. En aquel momento lo comprendí: aquella mujer se parecía a mi madre...

“Mi primer y último cigarrillo”

Guena Iushkévich, 12 años.

Actualmente es periodista.

La mañana del primer día de guerra...

El sol... Y un silencio insólito. Un silencio incomprensible.

Nuestra vecina estaba casada con un militar. Salió al patio con la cara bañada en lágrimas. Le susurró algo a mi madre y le hizo señas para que lo mantuviera en secreto. A todo el mundo le daba miedo pronunciar en voz alta lo ocurrido, aunque todos estuvieran ya informados. Les daba miedo que los acusaran de agitadores. De alborotadores. Eso podía ser peor que una guerra. Tenían tanto miedo a una denuncia... Ahora lo veo. Así que, claro, nadie acababa de creer en la posibilidad de una guerra. ¡Qué va! ¡Nuestro ejército protege las fronteras, nuestros jefes están en el Kremlin! ¡El país está protegido, es impenetrable para los enemigos! Eso es lo que yo pensaba entonces... Era un joven pionero.

Pusimos la radio a todo volumen. Todos estábamos esperando que Stalin diera un discurso. Necesitábamos su voz. Pero Stalin no dijo nada. Habló Mólotov. Todos escuchábamos. Mólotov dijo: “La guerra”. Pero nadie se lo creyó. ¿Dónde estaba Stalin?

De pronto aparecieron unos aviones... Decenas de aviones desconocidos. Con unas cruces dibujadas. Taparon el cielo, taparon el sol. ¡Terrorífico! Las bombas empezaron a caer por todas partes... Se oían explosiones sin parar. El estruendo. Todo ocurría como en un sueño. Como si no fuese real. Yo ya no era pequeño, recuerdo bien lo que sentía. El miedo que se propagaba por todo mi cuerpo. Por las palabras. Por los pensamientos. Salimos corriendo de casa, corríamos por las calles... Me parecía que ya no existía la ciudad, solo había ruinas. Y humo. Fuego. Alguien dijo: “Hay que ir al cementerio, ahí nunca bombardearían”. ¿Para qué iban a bombardear a los muertos? En nuestro barrio había un gran cementerio judío cubierto de árboles frondosos. Todo el mundo se precipitó hacia allí, miles de personas se amontonaron allí. La gente abrazaba las lápidas, se escondía detrás...

Mi madre y yo nos quedamos allí hasta la noche. Nadie a nuestro alrededor pronunciaba la palabra “guerra”, se oía otra palabra: “provocación”. Todos la repetían. Se hablaba de que nuestras tropas pasarían al ataque de un momento a otro. Stalin ya había dado la orden. Eso creían todos.

Las chimeneas de las fábricas de los suburbios de Minsk estuvieron aullando toda la noche...

Llegaron los primeros muertos...

El primer cadáver que vi... fue el de un caballo... Luego vi a una mujer muerta... Eso me sorprendió. Yo creía que en la guerra solo mataban a los hombres.

Me despertaba por la mañana... y mi primer impulso era levantarme; luego me acordaba..., ¡la guerra!, y volvía a cerrar los ojos. No quería creerlo.

Dejaron de disparar por la calle. De repente hubo silencio. Durante unos días no se oyó nada. Y entonces empezó el movimiento... Veías por ejemplo a un hombre caminando por la calle completamente blanco, de pies a cabeza, blanco del todo. Estaba cubierto de harina. Iba cargando con un saco de harina. Otro corría... Se le iban cayendo las latas de conservas de los bolsillos, también llevaba las manos llenas. Bombones... Cajetillas de tabaco... Otro iba con el gorro a rebosar de azúcar. O con una cazuela llena de azúcar... ¡Es imposible de describir! Uno arrastraba un trozo de tela, otro andaba envuelto en una tela fina de color azul. O amarilla... Era gracioso, pero nadie se reía. El bombardeo había destruido los almacenes de alimentación. Era una tienda enorme que había cerca de nuestra casa... La gente se echó a la calle a coger lo que pudiera. En la fábrica de azúcar unos cuantos se ahogaron en las tinas de melaza. ¡Terrorífico! La ciudad entera comía pipas. Habían vaciado un almacén entero de pipas. Por delante de mí, una mujer corría hacia la tienda. No tenía ni saco, ni bolsa..., y se quitó la combinación. Y también los leotardos. Y lo atiborró todo de alforfón. Tuvo que llevárselo a rastras. Por alguna razón, aquello pasaba en silencio. Nadie hablaba.

Cuando avisé a mamá, lo único que quedaba era mostaza, tarros amarillos de mostaza. “No cojas nada”, me pidió mamá. Tiempo después me confesó que todo aquello le hizo sentir mucha vergüenza, ella se había pasado la vida enseñándome otros valores... Incluso cuando poco después empezamos a pasar hambre y recordábamos aquellos días, nunca nos lamentamos. Así era mi madre.

Los soldados alemanes se paseaban tranquilamente por toda la ciudad..., por nuestras calles... Iban filmándolo todo con cámaras. Se reían. Antes de la guerra, nuestro pasatiempo favorito era dibujar alemanes. Los dibujábamos con unos dientes enormes. Con colmillos. Y de repente estaban allí... Jóvenes, apuestos... Con unas bonitas granadas metidas en las cañas de sus resistentes botas. Tocaban armónicas. Bromeaban con nuestras muchachas más bonitas.

Había un alemán de cierta edad que arrastraba un cajón. El cajón era pesado. Me llamó y me hizo señas: “Ayúdame”. Había dos asas, entre los dos lo levantamos. Cuando dejamos el cajón en su destino, el alemán me dio unas palmaditas en el hombro y sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos. Que lo cogiera, que era el pago.

Volví a casa. Estaba impaciente. Me senté en la cocina y me encendí un cigarrillo. No oí la puerta, mamá entró:

–¿Estás fumando?

–Eh... eh...

–Y los cigarrillos, ¿de dónde los has sacado?

–De los alemanes.

–O sea, que no solo fumas, sino que encima fumas tabaco del enemigo. Eso es una traición a tu patria.

Fue mi primer y mi último cigarrillo.

Una tarde, ella se sentó a mi lado:

–No puedo soportar verlos aquí. ¿Me entiendes?

Ella quería luchar. Desde el primer día. Decidimos ponernos en contacto con miembros de las organizaciones clandestinas, estábamos seguros de que existían. Ni por un instante lo dudamos.

–Te quiero más que a nadie en esta vida –me dijo mamá–. Pero tú me entiendes, ¿verdad? ¿Me perdonarás si nos pasa algo?

Me enamoré de mi madre, desde ese momento la obedecí sin rechistar. Y me duró toda la vida.

“La abuela rezaba... pedía que  mi alma regresara...”

Natasha Gólik, 5 años.

Actualmente es correctora.

Aprendí a rezar... A menudo recuerdo la guerra, cómo aprendí a rezar durante la guerra...

Oí: “La guerra”. Yo, y es comprensible, a mis 5 años no tenía en la cabeza ninguna imagen para esa palabra. No tenía temores. Pero el miedo estaba ahí, y, solo por ese miedo en el aire, caí dormida. Pasé dos días durmiendo. Dos días enteros tirada, como una muñeca. Todos creían que me había muerto. Mamá lloraba, la abuela rezaba. Se pasó dos días y dos noches enteros rezando.

Lo primero que recuerdo de cuando abrí los ojos es la luz. Una luz deslumbrante, increíblemente fuerte. Esa luz me hacía daño. Oí una voz, la reconocí: era la voz de mi abuela. Mi abuela estaba rezando frente a una imagen santa. “Abuela... Abuela...”, la llamé. No se volvió. No se creía que realmente fuera yo quien la llamaba... Pero yo ya me había despertado... Tenía los ojos abiertos...

–Abuela, ¿cómo rezabas cuando estaba muerta? –le preguntaba yo después.

–Pedía que tu alma regresara.

Un año más tarde, la abuela murió. Para entonces yo ya sabía rezar. Rezaba y pedía que su alma volviese.

Pero no volvió.

“Rosados, yacían encima de las brasas apagadas...”

Katia Korotáieva, 13 años.

Actualmente es ingeniera técnica hidráulica.

Hablaré del olor... De cómo huele la guerra...

La guerra empezó justo después de que acabara el sexto curso. Según el sistema escolar de entonces, a partir de cuarto siempre acabábamos el curso con exámenes. Hicimos el último examen. Era junio; los meses de mayo y junio de 1941 fueron fríos. La lila suele florecer en mayo, pero aquel año floreció a mediados de junio. Así que, para mí, el inicio de la guerra está asociado al olor de la lila. Al olor del cornejo. Esos árboles siempre me huelen a guerra...

Vivíamos en Minsk, yo nací en Minsk. Mi padre era el director de una orquesta militar. Yo le acompañaba a todos los desfiles militares. Mis padres tenían dos hijos más, los dos mayores que yo. A mí por supuesto todos me querían y mimaban, era la más pequeña y además era niña.

Tenía todo el verano por delante, todas las vacaciones por delante. Era una sensación muy agradable. Yo hacía deporte, iba a la Casa del Ejército Rojo a hacer natación. Me tenían mucha envidia, hasta los chicos de la clase me envidiaban. Y yo presumía de saber nadar muy bien. El 22 de junio, un domingo, iban a inaugurar el estanque Komsomólskoie Ózero. Se había invertido mucho tiempo en su excavación, en su construcción... Hasta los alumnos de mi escuela tenían que ir allí los sábados y ayudar en el trabajo colectivo. Y yo iba a ser una de las primeras en bañarme en él. ¡Claro que sí!

Teníamos la costumbre de ir a comprar bollos frescos por la mañana. Esa era mi tarea. De camino me encontré con una amiga, me dijo que había estallado la guerra. En nuestra calle había muchos jardines, las casitas parecían nadar entre flores. Pensé: “¿Qué guerra? ¡Vaya cosas que se inventa esta!”.

En casa, papá estaba preparando el samovar... No me dio tiempo de contarle nada; enseguida llegaron corriendo los vecinos, todos con la misma palabra en la boca: “¡Guerra! ¡Guerra!”. Al día siguiente, a las siete de la mañana, a mi hermano mayor le trajeron la citación de llamada a filas. Hizo una visita rápida al trabajo, le entregaron la paga y firmó el finiquito. Regresó a casa con el dinero y le dijo a mamá: “Me voy a la guerra, no necesito nada. Coge el dinero. Cómprale a Katia un abrigo nuevo”. Él sabía que yo soñaba con que, al pasar a séptimo curso, a punto de empezar los estudios superiores, me hicieran un abrigo azul, de lana, con el cuello de caracul gris.

Lo guardo siempre en mi recuerdo: al irse a la guerra, mi hermano dejó dinero para mi abrigo. Vivíamos modestamente, a duras penas lográbamos tapar los agujeros del presupuesto familiar. Aun así, mamá me habría comprado ese abrigo si así lo deseaba mi hermano. Pero no le dio tiempo.

Comenzaron los bombardeos en Minsk. Mamá y yo nos trasladamos al sótano de los vecinos. Mi gata favorita (era una gata callejera) siempre merodeaba por el patio, pero cuando empezaba el fuego y yo me escapaba corriendo del patio al sótano de los vecinos, la gata me seguía. Yo intentaba echarla: “¡Vete, fuera!”, pero ella no se apartaba de mí. También tenía miedo de quedarse sola. Las bombas alemanas caían zumbando, aullando. Yo era una niña con el oído muy sensible, el ruido me afectaba mucho. Ese ruido... me daba tanto miedo que me sudaban las manos. Con nosotros, en el sótano, se escondía el hijo de los vecinos, de 4 años. No lloraba. Pero los ojos se le ponían enormes.

Primero ardieron algunos edificios, luego ardió la ciudad entera. Es agradable mirar el fuego, contemplar una hoguera, pero cuando arde una casa da mucho miedo. Entonces el fuego empezó a acercarse por todos lados, el humo cubría el cielo y las calles. Y algunos sitios estaban iluminados... por el fuego... Recuerdo una casa de madera con tres ventanas abiertas, en las repisas de las ventanas se veían unas exuberantes orquídeas cactus. Ya no había gente en esa casa, solo los cactus florecidos... Me parecía que aquello no eran flores sino llamas. Flores ardiendo.

Nos escapamos... 

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