Trece formas de mirar

30 / 08 / 2017 Tiempo
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"El estilo lo era todo: la palabra precisa en el momento adecuado. Hasta el más tonto sabe que una frase rimbombante puede sacarle brillo a cualquier estupidez".

Ilustración: Pablo Caracol

Trece formas de mirar / Colum McCann / Seix Barral /248 páginas / 18,50 euros / Publicación: 07/09/2017

Trece formas de mirar es la novela corta sobre las reflexiones vitales de un exjuez que da nombre a un volumen completado con otros textos. En Shjol se narra el infierno de una madre cuyo hijo desaparece, mientras que El tratado cuenta la historia de una vieja monja que se reencuentra con el hombre que abusó de ella. En Dónde estás, ¿qué hora es? un escritor lucha por narrar la historia de una marine que estuvo en Afganistán.

Colum McCann nació en Dublín. Es autor de cinco novelas y dos libros de relatos. Ha obtenido los galardones literarios más prestigiosos, entre ellos el Pushcart Prize, el Rooney Prize, el Hennessy Award, el Irish Independent Hughes y el Ireland Fund of Monaco Princess Grace Memorial Literary Award. Su novela Que el vasto mundo siga girando obtuvo el National Book Award y el International IMPAC Dublin Literary Award.

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I

Entre veinte montañas cubiertas de nieve,

lo único que se movía

era el ojo del mirlo.

La primera está escondida bien arriba, en una biblioteca de caoba. Ofrece una panorámica de la habitación en la que él duerme acostado en una cama de matrimonio, entre un montón de almohadas.

El cabecero tiene una talla intrincadísima. El somier, forma de trineo. El edredón, motivos amish. Sobre la mesita de noche de la izquierda reposa una urna. Un reloj de linterna antiguo cuelga en la pared, cerca de un espejo de plata alargado que el tiempo ha oscurecido y llenado de motas. Debajo del espejo, en un rincón, casi oculta a la vista, hay una bombona de oxígeno pequeña.

En la butaca, lejos de la cama, reposan media docena de almohadas, y varios cojines ocupan una silla de roble con reposabrazos de cuero.

En el escritorio, al lado de la puerta, hay varios papeles cuidadosamente apilados, un abrecartas de plata, un sello seco y un portátil abierto. Se ve una pipa, pero ni caja de tabaco, ni cerillas ni cenicero.

Obras contemporáneas: tres paisajes urbanos, líneas y bloques nítidos, y una pequeña marina en la pared de la puerta del baño. Y en medio de todo aquello, él yace en la cama hecho un bulto, la cabeza, apenas un borrón.

II

Me debatía en tres puntos,

como un árbol

en donde hay tres mirlos.

Nací en mitad de mi primerísimo discurso. Debería levantarse, buscar un cuaderno y anotar la frase, pero, como en la habitación hace un frío glacial y la calefacción no está en marcha todavía, prefiere no moverse. Pero al menos las sábanas están tirantes y calentitas. Puede que Sally haya entrado a arroparlo otra vez, porque ahora le viene a la memoria su travesía, o sus varias travesías, o —para ser más precisos— sus infinitas travesías al baño. Nací en mitad de mi última travesía heroica. Arriba, el ventilador del techo da vueltas. Los de mantenimiento han cambiado el sentido del giro. Pero ¿cómo va a dar calor un ventilador que gira en sentido contrario? Si pudiéramos dominar la corriente, cambiar el sentido del giro... Nací en mitad de mi primer discurso al jurado. Curioso, que se replantee lo de sus memorias a su edad, pero ¿qué otra cosa va a hacer? Lo flojo de las ventas, en los ochenta, fue una auténtica sorpresa, tan bien editadas, tan bien presentadas, tan bien corregidas. Con todos los detalles. Ni tragándose una píldora de humildad habría imaginado que solo iba a vender unos cuantos ejemplares aquí y otros allá, pero casi todos acabaron en las mesas de saldo a los tres meses. Nací en mitad de mi primer fracaso público. Pero, a ver, ¿eso cuándo fue, de verdad? Nací la primera vez que le hice el amor a Eileen. Nací cuando to- qué la mano de mi hijo Elliot de bebé. Nací cuando me senté en la cabina de un Curtiss SOC-3. Va, gilipolleces. Gilipolleces con DOBLE ELE mayúscula. Para ser sinceros, nació en medio de ese primer caso, cuando, ayudante del fiscal del distrito recién salido del cascarón, se plantó en el tribunal de Brooklyn y les dio a sus palabras la forma exacta que había soñado, y penetraron en el aire y las vio revolotear, y advirtió el efecto que provocaban en las caras del jurado, hombres todos, y en el comprensivo juez, que sonrió con algo muy parecido al orgullo. Un discurso muy sólido, señor Mendelssohn. Y en ese preciso momento supo que nunca iba a dejarlo. El Derecho era lo suyo. ¿De eso cuántos eones hace, ahora? Debería anotarlo. Pero la edad tiene ese problema, ¿no es cierto? Tienes impresiones, pero te faltan fechas. Y a la que das con las fechas, la impresión la pierdes.

Lápiz y papel, Sally, querida, ¿es pedir demasiado? Nací en mitad de mi primerísima pérdida de memoria. ¿Se puede saber por qué no tengo nunca papel al lado de la cama? ¿Debería usar una grabadora? Un portento digital de esos. Puede que mi BlackBerry tenga una; a fin de cuentas, todo lo demás ya lo tiene. Últimamente le ha dado por embutirla en el bolsillo del pijama, donde pasa toda la noche con la lucecita roja parpadeando. Máquina prodigiosa, le trae noticias de los triunfos y los terrores más recientes mientras él se adormece y ronca. Golpes de Estado y revoluciones y rebeliones y desgracias variadas, todos cómodos en la cama, planeando su fuga.

Curioso: los pijamas los diseñan para que el bolsillo quede en el lado izquierdo, encima del corazón. ¿Con criterios médicos, tal vez? Un pequeño compartimento para el doctor. Un sitio donde poner los stents y los tubos y las píldoras en caso de ataque. Los accesorios de la edad. Tendría que preguntárselo a su viejo amigo, el doctor Marion. ¿Por qué está el bolsillo encima del corazón, Jim? Tal vez no sea más que cosa de la moda, un tic. Y a todo eso, ¿quién diantres inventó el bolsillo del pijama? ¿Y con qué propósito? ¿Para que quepa un poquito de pan o una galletita salada o una tostada, por si de noche nos entra el hambre? ¿Es un escondrijo para antiguas cartas de amor? ¿Una funda para el alter ego, que, ahí fuera, espera entre bambalinas?

Ay, la mente va vagando, planea su fuga: por la ventana escarchada. Y a todo eso, ¿quién inventó el lado fresco de la almohada?

Bajo la sábana, mueve un poquito los dedos de los pies y los frota los unos contra los otros despacio, deja que el calor vaya reptando cuerpo arriba. Nunca ha entendido las calefacciones de Nueva York. Tanta tubería subterránea y tanto camión de gasóleo y tanta reunión de la junta del edificio a propósito de la caldera, tanto premio Nobel de ingeniería y arquitecto sabihondo y experto en calentamiento global, un auténtico grupo de sabios, genios todos ellos, y ni así te libras de ese espantoso clac, clac, clac de todas las mañanas. Es Dante, en el sótano, tratando de darles una capa de imprimación a las tuberías. Por Dios bendito, cualquiera diría que en el siglo XXI podrían resolver el misterio de la puta calefacción, y perdón por lo soez de mi inglés, y de mi polaco, y de mi lituano, pero no, no pueden, nunca han podido y es probable que no puedan jamás. No encienden la caldera hasta las cinco de la mañana a menos que en la calle estén como en Siberia Oriental. El portero del edificio es maestro de ajedrez, de Sarajevo, se ha enfrentado a Spaski, se jacta de su capacidad cerebral y dice que es miembro de Mensa, ¿y ni él puede poner en marcha la condenada calefacción?

Coge la BlackBerry y la resucita a golpe de tecla. Todavía faltan veintidós minutos para que las tuberías empiecen a chutar como es debido. Se siente tentado de saltarse su ritual, de hacer una consulta anticipada a las noticias y al email, pero vuelve a guardar la BlackBerry en el bolsillo del pijama. Nací en mitad de mi primer discurso al jurado y salí a Court Street con alas en los pies. No es del todo cierto. Nunca he tenido alas en los pies, ni siquiera entonces. Siempre he andado rezagado. No soy un Joe DiMaggio ni un Jesse Owens ni un Wilt Chamberlain. Las alas las había guardado plegadas, ocultas en el lenguaje, en la entonación, en la forma de sus palabras. A veces pasaba la noche entera despierto, sentado a la mesa de caoba, puliendo frases. De joven quiso ser escritor. La fuente del Helicón. Nací en mitad de mi primera contradicción. Los grandes discursos no tenían nada que ver con la sustancia. El estilo lo era todo: la palabra precisa en el momento adecuado. Hasta el más tonto sabe que una frase rimbombante aquí y otra allá pueden sacarle brillo a cualquier estupidez. En la sala, estudiaba las caras del jurado para ver qué palabras podría deslizarles piel abajo. Garbo de orador y silueta de serpiente, ¿o garbo de serpiente y silueta de orador, más bien? Era un cumplido, como fuera. Hasta las eses de la serpiente son sibilantes.

A Eileen le encantaba leer sus discursos, sobre todo en los últimos tiempos, después del ascenso al Tribunal Supremo de Kings County, cuando siempre tenía algún periódico detrás buscándole las cosquillas, el Village Voice, el New York Times, ese periodicucho de tres al cuarto de Nueva Ámsterdam, ¿cómo se llama? El Brooklyn Eagle, no, ese lleva tiempo fuera de circulación. Una vez, en una ca- ricatura lo sacaron como una mantis religiosa. Le habían dibujado una cara odiosa, esas mejillas caídas, esos lentes encaramados en la nariz, la tripa como colgada en bandolera mientras masticaba a otra mantis religiosa. Idiotas. No habían entendido nada. Es la hembra la que se come al macho al término del combate amoroso. Con todo, aquello no era un cumplido, precisamente.

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Ilustración: Pablo Caracol

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