Tan poca vida

29 / 08 / 2016 Hanya Yanagihara
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“No puedo quedarme eternamente en tu casa, tus padres me matarán”

En el undécimo piso solo había un armario y una puerta corredera de cristal que se abría a un pequeño balcón. Desde ahí se veía el edificio de enfrente, donde un hombre sentado fumaba al aire libre en camiseta y pantalón corto pese a ser octubre. Willem levantó una mano a modo de saludo, pero él no respondió.

Jude estaba abriendo y cerrando la puerta del armario que se plegaba en acordeón cuando Willem entró en el dormitorio.

–Solo hay un armario –comentó–.

–No importa –respondió Willem–. De todos modos no tengo nada que guardar en él.

–Yo tampoco.

Sonrieron. La administradora de fincas apareció detrás de ellos.

–Nos lo quedamos –anunció Jude.

Sin embargo, de vuelta en la oficina la administradora les comunicó que no podían alquilar el piso.

–No ganan lo suficiente para cubrir el alquiler de seis meses, y no tienen ahorros.–De pronto se mostraba tensa. Tras comprobar las cuentas bancarias y su crédito, por fin se había percatado de que era un poco extraño que dos hombres de veintitantos años que no eran pareja intentaran alquilar un piso de un solo dormitorio en un tramo soso (aunque caro) de la calle Veinticinco–. ¿Cuentan con alguien que pueda avalarlos? ¿Un jefe? ¿Sus padres?

–Nuestros padres han muerto –se apresuró a responder Willem–.

La administradora suspiró.

–Entonces les sugiero que bajen sus expectativas. Nadie que gestione correctamente un edificio querrá alquilar a unos solicitantes de su perfil financiero. –Se levantó con actitud tajante y miró hacia la puerta de manera elocuente–.

Sin embargo, cuando más tarde le contaron a JB y a Malcolm lo ocurrido, le dieron un aire cómico: el suelo del piso de pronto estaba tatuado de excrementos de roedor, el hombre del edificio de enfrente era poco menos que un exhibicionista y la administradora se disgustó cuando intentó flirtear con Willem y él no le siguió el juego.

–De todos modos, ¿quién quiere vivir en la Veinticinco con la Segunda? –preguntó JB–.

Se encontraban en el Pho Viet Huong de Chinatown, donde se reunían un par de veces al mes para cenar. Aunque en el Pho Viet Huong no se comía muy bien –servían una pho curiosamente azucarada, el zumo de lima sabía a jabón, y después de cada comida al menos uno de ellos se sentía indispuesto–, seguían yendo allí por inercia y por necesidad. En el Pho Viet Huong servían un bol de sopa o un sándwich por cinco dólares, o bien un plato principal que costaba entre ocho y diez dólares y era tan abundante que podían guardar la mitad para el día siguiente o comérselo más tarde esa misma noche. Malcolm era el único que nunca se lo terminaba ni se guardaba la mitad; cuando se quedaba satisfecho dejaba el plato en el centro de la mesa para que Willem y JB –que siempre estaban hambrientos– se lo acabaran.

–Por supuesto que no queremos vivir en la Veinticinco con la Segunda, JB –respondió Willem con sorna–, pero no nos queda otra opción. No tenemos dinero, ¿recuerdas?

–No entiendo por qué no os quedáis donde estáis –señaló Malcolm, que empujaba las setas y el tofu por el plato con el tenedor (siempre pedía lo mismo: setas con tofu estofado en una melosa salsa marrón) bajo la mirada de Willem y JB–.

–Bueno, yo no puedo –replicó Willem. Debía de habérselo contado a Malcolm una docena
 de veces en los últimos tres meses–. La no-
 via de Merritt se instala en el piso y tengo que largarme.

–Pero ¿por qué tienes que irte tú?

–¡Porque el contrato está a nombre de él! –exclamó JB–.

–Ah. –Malcolm guardó silencio. A menudo se olvidaba de lo que para él eran detalles intrascendentes, aunque tampoco parecía importarle que la gente se impacientara con él por olvidarlos–. Está bien. –Dejó las setas en el centro de la mesa–. Pero tú, Jude...

–No puedo quedarme eternamente en tu casa, Malcolm. Tus padres acabarán matándome.

–Mis padres te aprecian mucho.

–Eres muy amable. Pero dejarán de apreciarme si no me voy y pronto.

Malcolm era el único de los cuatro que todavía vivía en casa de sus padres, y como a JB le gustaba decir, si él tuviera una casa como la suya también viviría allí. No es que fuera particularmente espléndida –de hecho, no estaba bien conservada y toda ella crujía; en una ocasión a Willem se le clavó una astilla en la mano al pasarla por la barandilla–, pero era espaciosa: la típica vivienda urbana del Upper East Side. La hermana de Malcolm, Flora, que tenía tres años más que él, se había mudado hacía poco del sótano, y Jude ocupó su lugar como una solución a corto plazo; con el tiempo, los padres de Malcolm reclamarían el espacio para convertirlo en oficinas para la agencia literaria de su madre, lo que significaba que Jude (a quien de todos modos le resultaba demasiado difícil sortear el tramo de escaleras que conducía al sótano) tendría que buscarse un piso propio.

Por otra parte, era natural que se fuera a vivir con Willem, pues habían sido compañeros de habitación durante la época de la universidad. En su primer año los cuatro habían compartido un espacio que consistía en una sala común hecha con bloques de hormigón ligero, donde colocaron sus respectivas mesas, sillas y un sofá que las tías de JB transportaron con una furgoneta, y una segunda habitación, mucho más pequeña, en la que pusieron dos literas. La habitación era tan estrecha que Malcolm y Jude, que dormían en las camas de abajo, podían cogerse la mano si alargaban el brazo. Malcolm y JB compartían una, y Jude y Willem la otra. “Negros contra blancos”, decía JB. A lo que Willem replicaba: “Jude no es blanco”. Y Malcolm, más para contrariar a JB que porque en realidad lo pensara, añadía: “Y yo no soy negro”.

–Bueno, os diría que os instalarais conmigo –dijo JB esa noche, acercando el plato de setas hacia él con el tenedor–, pero no creo que lo soportarais.

JB vivía en un enorme y mugriento loft en Little Italy, lleno de extraños pasillos que conducían a espacios sin salida de formas curiosas que no se utilizaban, y a habitaciones inacabadas con tabiques de pladur a medio instalar, que pertenecía a un conocido de la universidad, Ezra, un artista más bien mediocre, aunque él no necesitaba ser bueno porque, como a JB le gustaba recordarles, no tendría que trabajar en toda la vida. No solo él, tampoco tendrían que hacerlo los hijos de los hijos de sus hijos. Eran libres de generar arte malo, invendible y sin valor durante generaciones, y aun así permitirse comprar a su antojo los mejores óleos y lofts de dimensiones poco prácticas en el centro de Manhattan, que destrozarían con sus pésimas decisiones arquitectónicas, y cuando se hartaran de la vida de artista –como JB estaba convencido de que a Ezra le ocurriría algún día–, solo tendrían que llamar a sus agentes fiduciarios, quienes les entregarían una suma tan elevada que ellos cuatro juntos (bueno, quizá con la excepción de Malcolm) no la verían en toda la vida. Entretanto era útil conocer a alguien como Ezra, no solo porque dejaba vivir en el loft a JB y a unos cuantos amigos más de la universidad –siempre había unas cuatro o cinco personas haciendo madrigueras en distintas esquinas–, sino porque era simpático y generoso, y le gustaba dar fiestas desmadradas en las que había comida, drogas y alcohol gratis en grandes cantidades.

–Espera –dijo JB, dejando los palillos–. Acabo de caer..., en la revista hay alguien que alquila el piso de su tía. Justo en el límite de Chinatown.

–¿Cuánto vale? –le preguntó Willem–.

–Probablemente nada..., ella ni siquiera sabía qué pedir por él. Y busca a alguien conocido.

–¿Crees que podrías recomendarnos?

–Mejor aún, os presentaré. ¿Podéis venir mañana a la oficina? Jude suspiró.

–Yo no podré escaparme –dijo, y miró a Willem–.

–No te preocupes, yo sí. ¿A qué hora?

–Supongo que a la hora de comer. ¿A la una?

–Allí estaré.

Willem todavía tenía hambre, pero dejó que JB se comiera el resto de las setas. Luego esperaron un rato; a veces Malcolm pedía helado de yaca, lo único de la carta que siempre estaba bueno; comía dos bocados y lo dejaba, y entre JB y Jude se terminaban el resto. Pero esa noche no quiso helado, de modo que pidieron la cuenta para verificar que estuviera bien y dividir hasta el último dólar.

Al día siguiente Willem pasó a recoger a JB en su oficina. JB trabajaba de recepcionista en una revista pequeña pero influyente del SoHo que cubría la escena artística del centro de la ciudad. Era un empleo estratégico para él; su plan, como le había comentado a Willem una noche, era entablar amistad con uno de los redactores y a continuación convencerlo para que lo sacara en la revista. Calculaba que eso le llevaría seis meses, por lo que todavía tenía tres por delante.

La expresión que JB siempre mostraba en la oficina era de ligera incredulidad, tanto por el mero hecho de estar trabajando como por no haber visto aún reconocida su particular genialidad. No era un buen recepcionista. Aunque los teléfonos sonaban más o menos constantemente, él casi nunca respondía; cuando alguien quería ponerse en contacto con él (la cobertura del móvil dejaba mucho que desear), tenía que seguir un código especial que consistía en dejar sonar el timbre dos veces, colgar y llamar de nuevo. A veces ni aun así contestaba, pues sus manos siempre estaban ocupadas debajo del escritorio, peinando y trenzando marañas de pelo que cogía de una bolsa de basura negra depositada a sus pies.

JB estaba pasando lo que
 él denominaba su fase del
 pelo. Hacía poco había decidido aparcar la pintura por un tiempo para hacer esculturas de pelo negro. Sus tres amigos habían pasado un agotador fin de semana acompañando a JB a las barberías y los salones de belleza de Queens, Brooklyn, el Bronx y Manhattan; lo esperaban en la acera mientras él entraba a pedir a los dueños el pelo cortado y barrido, y luego lo seguían por las aceras cargando una bolsa cada vez más voluminosa. Entre sus primeras piezas figuraban La maza, una pelota de tenis que había esquilado, partido por la mitad y llenado de arena antes de cubrirla de pegamento y hacerla rodar una y otra vez sobre una alfombra de pelo, cuyas hebras se movían como algas bajo el agua, y Lo cotidiano, para la que revistió de pelo varios artículos domésticos: una grapadora, una espátula, una taza de té, etcétera. En esos momentos trabajaba en un proyecto a gran escala del que se negaba a hablar salvo a retazos, pero que suponía desenredar y trenzar muchos mechones creando un interminable cordón de pelo negro crespo. El viernes anterior había camelado a sus amigos con la promesa de invitarles a pizza y cerveza para que lo ayudaran a trenzar; sin embargo, al cabo de varias horas de trabajo tedioso, cuando quedó claro que no verían la pizza ni la cerveza en mucho rato, los tres se largaron, un poco irritados aunque no sorprendidos.

Todos estaban hartos del proyecto del pelo de JB; solo Jude creía que eran unas piezas hermosas y que algún día serían importantes. En agradecimiento, JB le regaló un cepillo cubierto de pelo, pero se lo reclamó cuando un amigo del padre de Ezra pareció interesado en comprarlo (aunque no lo hizo, JB nunca le devolvió a Jude el cepillo). El proyecto del pelo resultó ser muy complejo; otra noche en que los tres se dejaron camelar de nuevo para ir a Little Italy a buscar más pelo, Malcolm comentó que el material hedía. Y era cierto, aunque su olor no era muy desagradable, tan solo el penetrante tufo metálico que desprende el cuero cabelludo sin lavar. JB hizo una de sus grandes pataletas e insultó a Malcolm llamándolo negro renegado, Tío Tom y traidor a su raza, y Malcolm, que rara vez se enfadaba pero saltaba ante acusaciones como esas, derramó vino en la bolsa de pelo más cercana, se levantó y salió pisando fuerte. Peleas de chiquillos, o casi.

–¿Qué tal la vida en el planeta negro? –le preguntó Willem a JB el día en que quedaron para ver el piso–.

–Negra –respondió JB, guardando en la bolsa la trenza que estaba desenredando–. Vamos, le he dicho a Annika que estaríamos allí a la una y media.

Sonó el teléfono del mostrador.

–¿No contestas?

–Ya volverán a llamar.

De camino al centro de la ciudad JB no dejó de quejarse. Hasta entonces había concentrado gran parte de su poder de seducción en un redactor veterano llamado Dean a quien todos llamaban DeeAnn. JB había asistido con Malcolm y Willem a una fiesta en el piso que los padres de uno de los redactores subalternos tenían en el edificio Dakota, donde se sucedían, una tras otra, habitaciones repletas de cuadros. Aprovechando que JB hablaba con colegas de su trabajo en la cocina, Malcolm y Willem se pasearon juntos por el piso (¿dónde estaba Jude esa noche?, seguramente trabajando) contemplando una colección de Edward Burtsynskys que colgaba en el cuarto de huéspedes, una serie de depósitos de agua de los Becher dispuesta en cuatro hileras de cinco sobre el escritorio del gabinete, un enorme Gurksy que flotaba por encima de las estanterías de la biblioteca y, en el dormitorio principal, una pared entera con fotografías de Diane Arbus que cubrían el espacio de una manera tan concienzuda que solo quedaban unas pocas pulgadas libres en la parte superior e inferior. Estaban admirando una fotografía de dos jóvenes con síndrome de Down de rostro dulce que jugaban ante la cámara en bañadores demasiado ceñidos y demasiado infantiles cuando Dean se acercó a ellos. Era un hombre alto con un pequeño rostro de ardilla marcado de viruela, que le confería un aspecto salvaje y poco de fiar. Se presentaron y comentaron que eran amigos de JB. Dean les dijo que él era uno de los redactores veteranos de la revista y que se encargaba de cubrir la sección de arte. 

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