Septiembre puede esperar

31 / 08 / 2017 Tiempo
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"Luego todo se fue haciendo más complicado, pero yo seguía pensando que en la vida debe haber siempre una secuencia que responde a una lógica".

Septiempre puede esperar / Susana Fortes / Planeta / 300 páginas / 19,90 euros / Publicación: 06/09/2017

La escritora Emily J. Parker desaparece en Londres durante el décimo aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Nunca más se vuelve a saber de ella. Años más tarde, Rebeca, una estudiante española, se muda a Londres para hacer su tesis sobre la misteriosa escritora. Durante la investigación, el pasado de Rebeca se va trenzando con el de Emily en un puzle tan complejo como sugerente. 

Susana Fortes es licenciada en Geografía e Historia y en Historia de América. Tras una etapa de profesora de español y conferenciante en EEUU, en la actualidad da clases en un instituto de Valencia. Entre sus novelas destacan Querido Corto Maltés (1994), Quattrocento (2007) y Esperando a Robert Capa (2010). Colabora en el diario El País y en revistas de cine y literatura.

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Capítulo I

Hay dos lugares en el mundo en los que una persona puede desaparecer por completo: Londres y los mares del Sur. La frase es de Herman Melville, un tipo de fiar teniendo en cuenta lo que hay por ahí. Entre los dos destinos no hay la menor duda. La capital del Támesis es una ciudad contaminada, indiferente, narcisista y con un clima de mil demonios. Los mares del Sur, por el contrario, son un auténtico paraíso. Yo elegí Londres, naturalmente.

Atrás dejaba las clases particulares de inglés a treinta euros la hora y los intrincados misterios del genitivo sajón, un apartamento de estudiante en un cuarto piso sin ascensor en el ensanche de Santiago de Compostela, un futuro prometedor como funcionaria si algún día volvían a convocar oposiciones a la enseñanza pública, y un novio, Álex, al que le encantaban los pájaros. Las aves son gente de paso, decía con una sonrisita misteriosa, igual que vienen, se van. Probablemente no lo decía con segundas. Era solo su manera de reflexionar sobre el curso de la vida.

Cuando yo era niña, el curso de la vida seguía una secuencia lógica, más o menos. Aparecía por el extremo de la calle un hombre en bicicleta que arreglaba las varillas rotas de los paraguas y, acto seguido, llegaba el invierno, como si hubiera venido pedaleando por la carretera vieja; veías asomar por encima de los tejados una nube pequeña de color verde azufre con pinta de no haber roto un plato en su vida, contabas hasta veinte, y empezaba el diluvio. Mi hermana Bea salía corriendo del colegio como la atleta de un reino olímpico perdido y le daba el tiempo justo para llegar a casa y recoger las sábanas tendidas en la terraza, de una manera perfectamente cronometrada. Cuando se vive en el país de las tormentas, hay que aprender a mirar el cielo. Había otra época del año en que nos metían en el coche en pijama, todavía de noche, con el maletero cargado de bultos, y si al amanecer estábamos rodeados de caballos salvajes, quería decir que habían empezado las vacaciones de verano.

En la escuela también regían los mismos principios universales: si doña Laura, la maestra de primaria, en lugar de dirigirse a ti por tu nombre, lo hacía llamándote señorita y con los brazos en jarras, como si te fuera a cantar una ranchera, mal asunto. Oías a los mayores hablar entre ellos en voz baja y soltar la famosa sentencia “ley de vida” y sabías que alguien acababa de morir irremisiblemente. Y así todo. Los acontecimientos seguían un orden, por así decirlo. Una pauta. Luego todo se fue haciendo más complicado, pero de alguna manera yo seguí pensando que en la vida debe haber siempre una secuencia que responde a alguna clase de lógica, aunque no siempre sea fácil descifrar el código de señales.

Nada sucede así porque así. No me refiero a los grandes enigmas de la naturaleza que nadie ha conseguido desentrañar a día de hoy, sino a los asuntos de andar por casa, como enamorarse, tener miedo a la oscuridad o escribir una novela. Esas cosas responden a algo, tienen un porqué. Lo mismo puede decirse de otros hechos aparentemente inexplicables. Nadie puede desaparecer de la faz de la tierra en pleno día sin dejar rastro, por ejemplo.

Ese era el misterio que yo tenía en la cabeza. Un misterio con nombre y apellidos. Se llamaba Emily J. Parker. Una escritora inglesa de posguerra, considerada como una de las novelistas más enigmáticas y prometedoras de su generación, que se perdió en la primavera de 1955 en pleno centro de Londres, en la esquina de Charing Cross con Trafalgar Square, sin que nadie volviera a saber nada de ella. Eso no podía ser ley de vida. Tenía que tratarse de otra cosa más complicada si cabe.

Una mujer no se evapora así como así, en medio de una fiesta nacional, sin que nadie a su alrededor se dé cuenta. Ni sus parientes, ni su marido, ni su mejor amiga, ni una ancianita de abrigo negro que pasaba por allí, ni la chica de uniforme blanco que vendía caramelos en la puerta de St. Martin-in-the-Fields, ni un soldado con las manos embadurnadas que intentaba poner en marcha una vieja moto Triumph, ni el panadero asomado a la puerta de su establecimiento, ni la adolescente rubia que agitaba alegremente una bengala en las escalinatas de la National Gallery. Ni siquiera los bobbies con silbato y capelina que patrullaban las calles por parejas. Era imposible. Nadie podía hacer mutis por el foro a las doce y media de la mañana en un día tan señalado.

Desde que me había matriculado en el curso de doctorado, llevaba meses intentando convencer a alguno de los profesores del departamento de Filología Inglesa para que me dirigieran la tesis sobre la autora desaparecida, pero ninguno parecía dispuesto a arriesgarse con una escritora de la que se sabía tan poco y que apenas había tenido tiempo de escribir un par de novelas y algunos relatos. Probablemente pensaban que mi empecinamiento en el tema era más propio de una detective aficionada que de una especialista en literatura inglesa contemporánea. Los catedráticos de universidad no son personas que crean en el sentido de la secuencia ni nada parecido.

El único que había mostrado cierto interés en el asunto era un profesor británico ya jubilado llamado Robert Whelan, que muy amablemente había contestado a mi petición ofreciéndose a ayudarme si finalmente decidía ir a Londres.

 ¡Londres! Como quien dice a la vuelta de la esquina.

Por entonces la ciudad del Támesis estaba tan lejos de mi presupuesto como las islas Marquesas, por poner un ejemplo. Cierto que en esta vida no siempre he tomado decisiones sensatas, pero cuando una ha traspasado la barrera de los treinta, va aprendiendo que no se puede vivir del aire. Por eso, cuando llamó el cartero a la puerta de mi apartamento y me entregó el sobre de la Fundación Barrié para proyectos culturales con mi nombre y apellido, Rebeca Aldán, en letras impresas, lo primero que hice fue asomarme a la ventana a ver si había pájaros volando.

No me van a creer, pero los había. Cientos de pájaros. Cada cual tiene sus tratos con la suerte. Yo tengo los míos.

En aquel momento supe que aquello respondía a alguna clase de señal, pero estaba demasiado ocupada con los trámites del viaje para ponerme a pensar en ello a fondo.

Durante los días siguientes, ordené mis libros, empaqueté los bártulos, tiré a la basura un montón de cajas llenas de apuntes, calcetines viejos y periódicos atrasados, hablé mucho rato por teléfono, le prometí a mi hermana Bea una tea cup con el perfil del Tower Bridge para su colección, tuve una cena de despedida con Álex en un restaurante italiano del casco histórico con velas y pocas palabras. Él esperaba que yo me quedara y yo esperaba que él estuviera dispuesto a dejarlo todo por seguirme al fin del mundo, así que nos pasamos la velada mirándonos a hurtadillas como dos pasajeros que se cruzan en la puerta de un tren, uno entrando y otro saliendo. Al final, como no tenía mucho sentido brindar por nosotros, conseguí reunir el valor suficiente para alzar la copa y rescatar el viejo lema de las sufragistas.

 –¡Por las libertades! —dije haciéndome la mujer de mundo.

Él sonrió de medio lado con un codo apoyado en la mesa y un ojo casi cerrado, a lo Matthew McConaughey. Tenía cierto parecido con el actor americano, en más bajito y con acento de Lugo, pero por lo demás daba bastante el pego. Parco, taciturno, jersey marinero y botas de cordones, encantadoramente egoísta, con el rostro afilado. De los que las mata callando, vaya. Regresamos a casa caminando por detrás de la catedral, cada uno pensando en sus cosas. Se despidió así, en mitad de la calle, con el paraguas en una mano y el cigarrillo mojado en la otra.

A la mañana siguiente, cerré el apartamento de la calle Rosalía de Castro de un portazo con la determinación de quien da por terminado un capítulo de su vida y se larga a la tierra prometida. A veces me gusta tomar decisiones definitivas —aunque se trate de cosas de las que no estoy segura en absoluto—, como si mi comportamiento respondiera a alguna causa de fuerza mayor.

Nevaba cuando llegué a Londres. Era febrero. El mío fue uno de los pocos vuelos que no resultó cancelado por el temporal. El caos aéreo provocado por la ola de frío siberiano que afectaba a toda Europa ocupaba gran parte de la portada del Daily News junto a una fotografía pequeña de Barack Obama durante su primer discurso ante el pleno del Congreso estadounidense. Entre la meteorología o la política, la prioridad informativa estaba clara. Carreteras colapsadas, kilómetros de atascos, cientos de camiones atrapados en la nieve, líneas de metro suspendidas y el tráfico ferroviario funcionando con grandes retrasos. El primer ministro, Gordon Brown, aseguraba que se estaba trabajando contrarreloj para restablecer el servicio lo antes posible. Decidí tomármelo con calma. Estaba en Londres, una ciudad lacónica de cielos grises, donde lo único que puede provocar alguna exaltación son las carreras de caballos, como todo el mundo sabe.

A media mañana conseguí tomar un tren desde el aeropuerto de Heathrow a Paddington. El trayecto, que normalmente dura veinticinco minutos, se demoró casi dos horas con paradas interminables en todas las estaciones y apagones constantes. Osterley, Manor, Northfields, South Ealing, Hammersmith... Con nombres así, una puede llegar a pensar que el paraíso está a la vuelta de la esquina. Eso pasa mucho en Londres. Durante el recorrido fui releyendo la primera novela de Emily J. Parker, una historia con tintes góticos titulada Quite at Home in the Night.

Ver nevar desde la ventanilla de un tren es un espectáculo fascinante y altamente literario. Me acordé de Anna Karenina atravesando la noche rusa en un vagón de tren y leyendo una novelita inglesa a la luz de una pequeña linterna engarzada al brazo de su butaca mientras fuera nevaba. Me encanta esa escena. En un vagón contiguo viajaba también el conde Vronsky, pero ella no podía saberlo todavía, porque la novela acababa apenas de empezar.

Yo no tenía ni idea de quién podía viajar en el compartimento de al lado en mi tren ni me importaba. Mi historia también acababa de comenzar.

Para mí Londres era el hogar de la literatura. Tenía una beca de postgrado de la Fundación Barrié de la Maza y seis meses por delante para desarrollar una investigación, que sería el preludio perfecto para mi tesis doctoral. Una monografía sobre una escritora prácticamente desconocida, una mujer guapa, pelirroja y de naturaleza dubitativa que un día escribió: “He visto mi cabeza servida en bandeja a la hora del té...”; una de las novelistas más individuales y sutiles de su generación, que desapareció sin dejar rastro el 8 de mayo de 1955, cuando contaba apenas treinta y dos años, en medio de una inmensa marea de confeti, banderines y exhibiciones aéreas cuando Londres, al igual que otras capitales europeas, celebraba el décimo aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial.

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