Qué vergüenza

12 / 08 / 2016 Paulina Flores
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¡Gracias!

“¿Cuánto falta? Estoy cansada”, se quejó Pía, y resopló y arrastró los pies pesadamente.

“Shhh –la calló Simona, su hermana mayor–, deja de molestar.”

Llevaban más de una hora caminando por el lado de la calle en que pegaba más fuerte el sol. El padre iba unos pasos más adelante. Se había dado cuenta muy tarde de que la sombra iba por el frente, y los autos que bajaban acelerando por Bellavista ya no les permitían cruzar. De todas formas no tenía sentido pues quedaba poco camino, y la numeración impar a la que se dirigían estaba por ese lado, el del sol.

“¡Papá! ¡Estoy cansada!”, gritó Pía, y se sentó en el suelo caliente con las piernas extendidas. El padre no pareció escucharla y siguió andando.

“¡Papá!”, gritó con más fuerza. Él se dio vuelta y, sin decir palabra, la aupó con brazos resignados y siguió con ella a cuestas. Pía asomó la cabeza tras la espalda de su padre, como un títere saliendo a escena. Se abrazó a su cuello con fuerza y sonrió victoriosa. Simona alzó las cejas y miró fastidiada a su hermana, para darle a entender cuánto trabajo daba el que fuera tan pequeña. Aunque eso no le evitó sentir cierta amargura.

También está cansada, pero ya es demasiado grande para que su padre la cargue.

Es el año 1996. Las niñas tienen nueve y seis años. Su padre, veintinueve, y está cesante.

Simona tuvo que apurar el paso para alcanzarlo. Los pasos de su padre se volvieron aún más largos y rápidos. Caminaba con la mandíbula apretada y parecía serio, por lo menos desde donde ella lo alcanzaba a ver. Está nervioso, pensó Simona. Claro que verlo así de tenso no la entristeció como otras veces, sino que la hizo inflar el pecho de orgullo. Significaba que a su padre le importaba lo que estaba sucediendo. Y lo que estaba sucediendo, lo que estaba a punto de suceder, era idea de ella. Metió la mano al bolsillo de su vestido y apretó el anuncio y el mapa como si se tratara de un boleto ganador.

El orgullo también provenía de la satisfacción de saber que ella sí entendía lo que sentía su padre, no como su hermana chica que hacía problemas por todo. Porque era ella quien había pasado todas esas noches con la oreja pegada a la pared oyendo las peleas de sus padres. Y las mañanas siguientes se había levantado a buscar en el diccionario todas esas palabras que ellos se decían y que para ella eran desconocidas. E incluso buscaba algunas que sí había escuchado antes, pero que en su opinión no calzaban con su padre: fracasado, cobarde, egoísta.

Simona se afligía, pero a la vez le encantaba sentirse parte de la solemnidad de los conflictos adultos. Eran el tipo de responsabilidades que venían con el cargo de hermana mayor.

Desde principios de las vacaciones de verano todas las mañanas eran caminatas largas y extenuantes. Por el Centro, por Providencia, por Las Condes. En general, lugares lindos, limpios y modernos. Lejos de la comuna en la que ellos vivían. El padre había quedado cesante hacía mucho, pero con las niñas en casa, de vacaciones, no le quedaba otra que salir con ellas a repartir los currículos o asistir a las entrevistas. La madre dijo que no podían quedar solas. Utilizó la palabra abandonar, “no puedes abandonarlas en la casa”.

Al principio a él le pareció un fastidio. Su esposa se estaba desquitando, podría haber hecho más esfuerzos por conseguir a alguna vecina vieja y desocupada que las cuidara. Luego pensó que en realidad no era tan mala idea. Quizá le diera algo de ventaja. Si lo veían llegar con dos niñas, tal vez se compadecieran de él y le dieran el puesto.

“Acuérdense de pensar en algo triste”, les decía a sus hijas antes de entrar a las oficinas.

“¿Como que mamá y tú se mueran?”, preguntó Pía, confundida, la primera vez que su padre se lo pidió. Sus ojos se volvieron acuosos y palpitantes.

“No, no. No eso. No tan triste –se corrigió el padre–. Lo que quiero decir es que no se anden riendo, ni jugando, ni haciendo chistes mientras me esperan. Quiero que hagan como si estuvieran tristes. Tristes de mentira, como hacen las actrices en la tele..., y después yo las invito a comer papas fritas y nos reímos los tres solos”.

Pía sonrió aliviada y feliz ante la idea de las papas fritas. Pero al rato sus ojos volvieron a lle- narse de lágrimas cuando, ya sola con su hermana, Simona le dijo: “¿Sabes lo que pienso yo para estar triste? Que papá y mamá van a separarse”.

Simona alzó la vista y miró desafiante al sol. Tantas veces le habían advertido que no lo hiciera y ahora, totalmente confiada, pensó que era capaz de recibir todos los rayos. Porque esta mañana sería diferente. Esta mañana triunfarían y valdría por todos los esfuerzos y fracasos anteriores. Y ella había planeado todo. Por fin serviría su ayuda.

Intentaba colaborar desde hace mucho. Por las tardes se sentaba en la mesa de la cocina, junto a su padre, y, con su propio montón de diarios a cargo, buscaba cualquier aviso laboral que apareciese.

Lo marcaba con destacador fluorescente, lo recortaba con cuidado y lo pegaba en una hoja blanca que, después, colmada de anuncios, archivaba en una carpeta rotulada Avisos clasificados para papá. Al final del día se la entregaba con la gravedad que merecía el asunto.

El hecho mismo de que su padre encontrara trabajo no motivaba su entusiasmo y dedicación. Tampoco el deseo de acabar con las peleas de sus padres o los apuros económicos. Lo que ella ansiaba lograr era que su padre volviese a ser el de antes.

Al principio, cuando se enteró de que lo habían echado, no pudo evitar sentir una gran satisfacción. No se lo dijo a nadie, pero estaba muy contenta. ¡Por fin disfrutaría de su padre todo el día! ¡Todos los días! Y más encima en vacaciones; parecía un sueño. Nada se interpondría en sus juegos: ni el trabajo, que lo dejaba tan cansado por las noches, ni su madre.

Porque su madre parecía el mayor obstáculo. Nunca la dejaba pasar tiempo con él: acaparaba y dominaba cada aspecto de su vida. La de ella y la de su hermana menor. Les servía las comidas, las llevaba al colegio, a los cumpleaños, a comprar ropa. Cuando su padre llegaba del trabajo, seguía adjudicándoselo todo: revisando las tareas y las mochilas, secándoles el pelo tras el baño, vigilando que se lavaran bien los dientes, arropándolas en la cama y apagando la luz. Apenas recibía el “buenas noches” cuando su padre se levantaba a ponerle llave a la casa. ¡Qué decir de los domingos! Cuando por fin podía disfrutar de él, su madre lo frenaba con retos: “No la molestes, Alejandro”, gruñía cuando él se abalanzaba sobre ella para comenzar una guerra de cosquillas. “¡Es una niña!” Lo mismo en el almuerzo, cuando su padre empezaba con el chiste de “quien termina primero ayuda a su compañero”: “Déjalas comer tranquilas”. Simona no quería que la dejara tranquila, no quería que su madre la defendiera. Ella sabía que se trataba de bromas, y le gustaban. Pero su madre no lo entendía, y se quejaba con sus amigas diciendo “es como tener un hijo más” o “siempre me deja como la mala de la película”.

Pero ocurrió que al quedar cesante las cosas fueron todavía peores. Y entonces Simona se dio cuenta de que había un muro aún mayor que la separaba de su padre.

El primer día, ella se levantó muy temprano, ansiosa por regalonear con él en la cama. Corrió a su pieza y al girar la manilla notó que estaba con llave. Dio unos golpes suaves, pero la puerta siguió cerrada hasta la hora de almuerzo. Cuando su padre por fin apareció, estaba malhumorado y se quejó de que su esposa no dejara nada para comer. Tras preparar unos tallarines pegajosos y unas vienesas medio crudas, les dijo a ella y a su hermana que de ahora en adelante tendrían que hacer las camas y repartirse el aseo de la casa. Luego volvió a encerrarse. No hubo bromas ni cosquillas. Su padre salía únicamente para ir al baño, con la cara desaliñada y cada vez menos saludable. Y se enojaba por cualquier cosa que hicieran. Por cosas que nunca antes le molestaban, como que ella cantara las canciones de La sirenita, su película favorita. Antes siempre cantaban juntos La sirenita, y recitaban de memoria los diálogos. Pobres almas en desgracia era su preferida y la que mejor les salía.

“Este es el trato –decía su padre imitando la voz malévola de la bruja Úrsula–, haré una poción mágica que te convertirá en humana por tres días. ¡Tres días! Antes de que se ponga el sol el tercer día, tú tendrás que haber logrado que el príncipe se enamore de ti, es decir, que te dé un beso. No uno cualquiera, sino un beso ¡de amor verdadero!”. A su padre le deleitaba esta última frase y a ella también.

“Si me convierto en humano –respondía Simona como la inocente y dudosa Ariel–, ya no veré a mi padre ni a mis hermanas”.

“Así essss..., pero... tendrás a tu hombre. Es difícil decidir en la vida, ¿no crees, Ariel?”.

Simona estaba segura de que su padre la quería, pero intuía que había algo que lo hacía sentirse solo, y que todo el amor que ella podía darle no lo ayudaría, sino todo lo contrario. De un modo extraño e inexplicable parecía debilitarlo y hacerlo sentir aún más solo. Creía que aquella soledad se relacionaba con una de las palabras que su madre había mencionado en las peleas, y que también había buscado en el diccionario: vergüenza.

Así que cuando un par de tardes antes vio el aviso del casting fue como un milagro caído del cielo. ¿Cómo es que no se había dado cuenta? ¿Cómo no se le había ocurrido antes si era tan obvio? Ella buscando avisos para maestros, panaderos, auxiliares, guardias, vendedores, choferes y más guardias, sin darse cuenta de lo mal que debían hacer sentir a su padre esas ofertas.

Mientras caminaba sacó el recorte de su bolsillo y lo leyó una vez más:

GRAN CASTING. Agencia publicitaria busca hombres y mujeres de todas las edades para realizar campaña publicitaria con prestigiosa marca internacional. Interesados presentarse en Bellavista 0550 de lunes a miércoles...

A ella le encantaba la televisión, y prestaba especial atención a los comerciales, porque su hermana nunca los entendía y le pedía que se los explicara.

Eran muchos los motivos que hacían obvio el triunfo de su padre en el casting, pero dos en especial. El primero, y más evidente, era que en los comerciales aparecía gente mucho menos linda que su padre. Decir menos linda era poco. ¡Es que su padre era hermoso! Igualito a Luis Miguel, el hombre más bello que pisara la tierra. Ella se lo decía a todo el mundo: “Mi papá es el doble de Luis Miguel”. Y él también lo sabía, y parecía gustarle, porque siempre le cantaba Será que no me amas imitando su actitud altiva y coqueta y los movimientos al bailar. Se ponía de perfil, se agarraba el pelo, y daba una patada y luego un giro. Avanzaba con pequeños saltitos meneando las caderas, mientras Simona hacía la pantomima de las coristas: “Lluvia, Playa, Amas”.

El otro motivo se relacionaba con las aptitudes idóneas de su padre para la actuación. Por lo menos eso era lo que su madre solía decir: “Alejandro puro se perdió. Tendría que haber estudiado actuación o algo así, hubiera arrasado con su personalidad”. Simona captaba la burla tras el comentario. Y no solo porque lo decía como si se tratara de un chiste, y no de algo serio y lamentable, como debía ser que los talentos de su padre se perdieran, sino porque sabía lo que entendía su madre por ser actor. Y no significaba algo bueno. Ser extrovertido, llamar la atención, ser florerito. Después de tantas reprimendas de su madre, Simona había terminado por aprender que ser extrovertido era una especie de defecto. Una falta, innata en ella, como el pecado original heredado de los primeros padres desobedientes, pero sin posibilidad de redención. Ser una niña que llamaba la atención la hacía sentir muy pequeñita, ínfima. Por eso es que trataba de imitar a su hermana menor, más callada y enigmática. Desinteresada, dejándose querer y no buscando, humillantemente, que la quisieran. Pía poseía una personalidad que parecía mucho más adecuada. Pero a Simona le resultaba casi imposible ser como ella, no podía dejar de ser como era. Y aunque había sido doloroso cargar con esa condena, ahora, caminando junto a su padre, era algo que la honraba y colmaba de alegría. Porque se trataba de una cualidad que compartía con él, con su padre. Algo que los hacía estar cerca el uno del otro, que podría destruir cualquier obstáculo que se interpusiera.

“Hemos llegado”, dijo Simona, toda ceremoniosa, e hizo una reverencia hacia la enorme casa que tenían enfrente.

“¡Por fin!”, celebró Pía aún en los brazos de su padre. Él la dejó en el piso con un suspiro y le pidió la hoja del mapa a Simona. Lo revisó temeroso, y luego observó la casa con aún más dudas. Se trataba de una casona vieja de tres pisos, con la oscuridad y frialdad propias de las construcciones antiguas, pero pintada de un verde chillón moderno. Un ropaje para desconfiar.

Simona advirtió la indecisión en los ojos de su padre. Le había costado mucho convencerlo de presentarse al GRAN CASTING. No podía dejar que dudara justo ahora, cuando quedaba tan poco, y le tomó la mano y tiró de él diciendo: “Entremos, entremos. Nos están esperando. Nos esperan”.

“¿Estás segura de que es aquí? No hay ni un cartel. ¿Cómo se llamaba la productora?”

“Es para que no los molesten tanto –dijo Simona rápidamente–. ¿Te imaginas toda la de gente que vendría si supieran que hacen los castings aquí? –y tiró con fuerza la mano de su padre–. Entremos”, insistió casi suplicando.

“Sí, entremos, papá, hace mucho calor acá”, pidió Pía, menos animada, como implorando re- solución.

“Bueno –dijo el padre–, ya estamos aquí, qué perdemos”. Tocaron el timbre del altavoz y sin recibir ningún ¿quién es? O ¿qué necesita? del otro lado, se abrió la puerta.

La sombra de adentro, después de tantas horas bajo el sol, cegó y desorientó al padre por un momento. Cuando pudo ver mejor, se dio cuenta enseguida de que la casa, en su interior, seguía siendo sospechosa. Era evidente que la estructura original había sido modificada. Donde de seguro comenzaría la sala o el living se interponía una pared, un tabique delgado, para crear más oficinas. Se sintió inquieto en la penumbra de un vestíbulo falso y pequeño que permitía como única dirección una escalera empinada. El piso era de piedra gris, único elemento que parecía haber resistido los cambios. Lo peor era el silencio. Demasiado silencio. No como en un lugar donde trabajaba gente. Se vio junto a sus hijas, acorralado. A medio camino entre la puerta de entrada y la escalera, sin que nadie los recibiera o preguntara qué querían.

El padre subió a las niñas a los primeros escalones y se arrodilló frente a ellas. Respiró profundo. Las miró hacia arriba. Ambas le sonreían. Escondió la mirada en el acto. “Pobres”, pensó. Nunca podía mantenerles la mirada y por eso tenía que hacerse el payaso, como decía su esposa. Todo este último tiempo, obligado a pasarlo con ellas, había sido abrumador. Ahí estaban siempre, rondando por la casa, esperándolo, exigiendo, dependiendo de él. Nada parecía decepcionarlas, pero él se escondía en su pieza porque ni siquiera lograba sostener sus miradas. Lo cierto es que no sabía quiénes eran: ¿quién era la más aplicada en el colegio? ¿A cuál no le gustaban las ensaladas? ¿Cuál de las dos detestaba los baños? ¿Quién le temía a la oscuridad? Su esposa le hablaba de ellas en la cama, pero él no podía retener nada. Había sido padre muy joven. Demasiado joven. Sin querer y sin preparación.  

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