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El castillo

05 / 08 / 2015 Luis Zueco
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El castillo-abadía de Loarre es una fortaleza impresionante, construida en peligrosa tierra de frontera.

Castillo de Xabier. Noviembre del año 1027.

Empezó a respirar con dificultad, su pulso se aceleró y sintió una presión dolorosa en el pecho. Separó sus labios todo lo que pudo para lograr que entrara más aire, era inútil. La penumbra era espesa y fría como la nieve de la montaña. Alzó la vista y miró a su alrededor, no lograba ver con claridad, pero ella sabía que allí había algo.

Entonces lo percibió.

Su respiración volvió a serenarse, la presión desapareció y fue calmando el ritmo de su joven corazón. Por extraño que pareciese, aquello no le causaba terror. Y sin embargo, sabía que debía tenerlo.

El miedo es bueno, solía decirle su padre. Te mantiene alerta, te hace valorar todas las opciones. El miedo es el aliado de los valientes y el peor enemigo de los cobardes.

La niña no entendía esas palabras, no comprendía ese sentimiento. Veía el mal en aquellos ojos enrojecidos que la escrutaban rebosantes de sangre y aún así, ella le mantenía la mirada. Quería saber, quería conocer de dónde procedía. Ni siquiera se aterrorizó cuando se abalanzó sobre ella y...

–¡Eneca! ¡Despierta!

La niña abrió los ojos, mostrando unas pupilas más oscuras que la propia noche que envolvía a aquellas horas la torre del castillo de Xabier.

–¿Te encuentras bien, hija mía? Estás sudando, tenías una pesadilla.

–¡Madre! –y la abrazó con todas sus fuerzas, enrollándose entre los dorados tirabuzones de una extensa melena.

–Sssh. Ya pasó, estás a salvo –dijo intentando apaciguar su miedo mientras acariciaba con suavidad su cabello.

–No madre, no estamos a salvo –susurró la niña–, viene a por nosotros.

–¿De qué estás hablando Eneca?

–Lo he visto, me quiere atrapar.

–Pequeña, solo ha sido un mal sueño. Nadie va a venir a hacerte daño. No tengas miedo, entre estos muros estamos a salvo de cualquier peligro.

–Está cerca.

–¿Qué ocurre? –Una mujer de mayor edad entró alterada en la alcoba, portando una vela entre sus manos.

–Eneca ha tenido una pesadilla –contestó la madre de la niña–, pero ya está mejor, ¿verdad? –la pequeña no respondió.

–Yo me quedaré con ella. Iguazel, vete a dormir con tu marido.

La hermosa mujer besó a su hija en la frente. Eneca se tranquilizó al ver la dulzura que rebosaban los ojos grisáceos de su madre, que se levantó de la cama y lanzó una mirada cómplice a la recién llegada. Observó a su hija de nuevo y se despidió de ella con un gesto de su mano. Cerró la puerta a la vez que la anciana se acurrucaba en el jergón y apagaba la mecha de la vela. La penumbra regresó, tan pesada e infinita como antes. Eneca volvió a sentir la presión y la dificultad para respirar. Esta vez, su abuela la abrazó, pero no era suficiente. Sintió que el mal retornaba y tomaba de nuevo posesión de aquella estancia.

–Tú nunca tienes pesadillas, Eneca. ¿Qué te ocurre? A mí puedes contármelo...

–Abuela, está aquí.

–¿Quién? ¿Quién está aquí, Eneca?

–Viene a por mí. Lo he visto –se acurrucó contra el pecho de la anciana–, sus ojos eran de sangre.

–¿Estás segura de eso?

–Sí –respondió con una firmeza impropia de su edad.

–¿Qué es? ¿Un lobo o un oso?

–No, un monstruo.

–Cariño, no hay... –la abuela se detuvo al comprobar cómo su nieta temblaba y su piel estaba fría como la nieve–. Eneca, ¿qué te sucede?

Entonces, la joven sufrió una punzada en medio del pecho que le hizo agitarse con tal brusquedad que asustó a la anciana, cuyos ojos no podían ocultar el pánico y la angustia que sentían.

–Abuela, ya han llegado.

Sonaron las campanas de la iglesia, replicaban como llevadas por el diablo. Como si el mismísimo Lucifer golpeara el badajo con toda su ira. La anciana sintió un escalofrío, aquel sonido infernal solo podía tener un significado.

–Pase lo que pase, no le cuentes a nadie lo que dices haber visto –le advirtió mientras se levantaba–. ¿De acuerdo? La gente odia a los que no son como ellos, y tú, tú eres especial, cariño.

La muchacha asintió con la cabeza. Su abuela se abalanzó hacia la ventana, la abrió y descubrió frente a ella una aldea en llamas. Los gritos comenzaron a rasgar la noche cuando unos jinetes irrumpieron por el flanco del puente. El primero de ellos, seccionó de un tajo la garganta de la hija del herrero. El segundo, elevó la hoja de su espada por encima de su cabeza para hacerla bajar con toda la violencia posible contra el pecho de otro de los aldeanos, rasgando su piel y dejando escapar su vida. Otro estaba siendo degollado en el suelo como un animal. Mientras, dos más eran lanceados sin compasión, incluso cuando yacían inertes, desangrándose como animales.

Uno de los pocos que salió armado a enfrentarse a ellos, fue ensogado por el cuello y arrastrado por un jinete hasta caer en uno de los fuegos que habían prendido los asaltantes. Sus gritos no se oían desde la torre, pero se veía como gateaba desesperado por la tierra, intentando sofocar las llamas que consumían su cuerpo. Alguien se apiadó de él y le decapitó para que no siguiera sufriendo en vano.

El resto, desesperados, se afanaban por huir. Unos en dirección al bosque y otros hacia la torre

.

–¿Qué sucede abuela?

–¡Vístete! –y cerró la ventana–, ¡rápido!

El techo sobre sus cabezas retumbó con abundantes pisadas. Su abuela alzó la mirada, debían ser los guardias que corrían a defender la fortificación. Entre aquellos muros estaban a salvo, pero toda la gente en el exterior, su gente,… Para ellos era tarde, solo Dios podía salvarles.

Mientras Eneca se abrigaba, su abuela se frotaba las manos atemorizada. Miraba a un lado y otro de la alcoba, buscando un consuelo que no hallaba. Juntó las yemas de los dedos a la altura de su barbilla y rezó una plegaria al Señor. De forma sorprendente, los gritos cesaron y el silencio se adueñó de nuevo de la noche. Lejos de hacerla más apacible, la sembraron de una insoportable incertidumbre. La mujer entreabrió la ventana y asomó sus ojos temerosos al exterior. Entre el calor de las llamas, los atacantes ya no perseguían a los que huían, sino que se dedicaban a rodear la torre donde ellas se guarnecían. Fue entonces cuando unas hiladas de luces iluminaron la entrada a la aldea y fueron avanzando en perfecta formación hasta situarse frente a la fortaleza.

La mirada atónita de la anciana no se percató de lo que iba a acontecer, no podía imaginarse el futuro que les esperaba. Los asaltantes parecían como luciérnagas en una extraña coordinación de movimientos. Hasta que de pronto, esos puntos de luz se duplicaron y se despegaron de la tierra para surcar la noche estrellada, como crías en su primer y, a la postre, último vuelo.

La mujer se apresuró a cerrar la ventana y oyó los gritos de alarma en los pisos superiores. Pasados unos instantes, volvió a abrir con precaución y descubrió de nuevo los pájaros de fuego volando contra lo alto de la torre. Así una y otra vez, en un incesante acto ceremonial.

–¡Dios mío! ¿Estáis bien? –la madre de Eneca entró en la alcoba entre sofocos, con un rostro empañado de temor.

–Sí, hija... –la anciana la miró con pesadumbre–, no podrán detenerlos, ¿verdad?

–Me temo que no, madre.

–¿Cuánto resistirá el castillo? ¿Vendrán a socorrernos, verdad? El rey tiene que hacerlo, tiene que ayudarnos…

No contestó, y a la vez ese silencio fue la peor de las respuestas posibles. La mujer corrió a asomarse por la ventana y las piernas le temblaron al ver la escena con las decenas de arqueros disparando sin descanso contra ellos. Un resplandor en el cielo demostraba que ya habían logrado hacer blanco en el tejado y que los cadalsos de la torre ardían presa de las llamaradas. A pesar de todo, aquello no fue lo que más asustó a la dama. Fue el ver una balista de desmedido tamaño, posicionada junto a las cuadras del pueblo. Tirada por un par de mulas espoleadas por varios hombres, que estaba orientándose hacia la puerta de acceso a la torre del castillo.

–Os dije que venían, que ya estaban aquí –pronunció la niña para asombro de su madre y su abuela.

–Dios Santo… –la mujer de la melena dorada temblaba de miedo y apenas podía articular las palabras que ansiaban escapar de su garganta–. Madre, hemos de poner a salvo a Eneca, las defensas no resistirán.

–¡El túnel! –la abuela cogió a Eneca del brazo.

–No podemos…

Un terrible estruendo recorrió toda la torre, los muros temblaron como si fueran a venirse abajo y los gritos sobre sus cabezas volvieron a retumbar.

–¡Hija, corred! Antes de que entren –insistió la anciana.

Ella fue la primera en salir de aquella estancia, mientras Eneca iba en brazos de su madre, hacia la escalera que descendía al nivel inferior de la fortificación. Cuando las tres bajaron, la puerta de entrada ardía en llamas y cuatro soldados, armados con espadas y escudos, se disponían a repeler a los asaltantes.

–¿Qué hacen aquí? ¡Vuelvan arriba! –gritó uno de ellos. Fue lo último que dijo porque una flecha le arrancó uno de los ojos de su cuenca, salpicando el rostro de Eneca.

Su madre la agarró con fuerza y cogió una de las antorchas que colgaban de los muros. Continuó decidida bajando por la siguiente escalera, que descendía hasta la bodega de la torre, dejando tras de sí a los tres soldados restantes rezando en voz alta, sabedores de que pronto verían al Señor.

Una vez abajo, Iguazel iluminó la estancia y prosiguió hasta llegar al extremo más alejado.

–Madre, ayúdeme –Entre ambas mujeres desplazaron unos sacos de trigo, dejando ver una trampilla en el suelo–. ¡Rápido!

La abrió e introdujo dentro a su hija, al tiempo que limpiaba, con la manga de su saya, la sangre que había salpicado su rostro.

–Yo no voy –la abuela de Eneca se apartó de ellas.

–¿Qué decís madre? ¡Vamos!

–No. ¡Iros! ¡De prisa! Yo ocultaré de nuevo la trampilla, así tendréis más tiempo para huir.

–De eso nada –y le agarró de la muñeca.

–Soy demasiado mayor para arrastrarme por ese túnel y correr a campo abierto –dijo con voz serena, mientras se liberaba de la mano que la retenía–. Salva a Eneca y deja a esta vieja ser útil por última vez. Concédeme ese deseo.

La miró con las lágrimas rebosando hasta sus mejillas. Se abrazaron como hacía tanto tiempo que ninguna lo recordaba, conscientes de que no se volverían a ver. Dejaron una última mirada como adiós. La trampilla se cerró tras ellas y avanzaron por un estrecho túnel, húmedo y frío, con el aire podrido y gusanos e insectos rastreando por sus ennegrecidas paredes. En alguna zona, su anchura era tan escasa, que tenían que arrodillarse y gatear. El espacio se asemejaba a las madrigueras de una de esas alimañas que vivían en el bosque. Era difícil saber dónde acababa, lo que parecía seguro es que había cierta pendiente y eso facilitaba la marcha. El suelo estaba cada vez más embarrado, sus pies se hundían sin remedio, haciendo cada paso más difícil que el anterior. Eneca no pronunciaba palabra alguna, se limitaba a seguir a su madre, que la guiaba cogida de la mano. La mujer de melena dorada no quería ni imaginarse qué les sucedería si la antorcha que portaba se apagaba y, lo que era peor aún, qué encontrarían a la salida de aquel túnel.

Para su desgracia, ella sí adivinaba la suerte de los que habían quedado en la torre, entre ellos su madre y su marido, el tenente de la fortaleza. Intentaba no pensar en ello: su hija, ella era lo más importante ahora. Por fin encontraron aire puro y, poco después, oculta entre un enjambre de ramas de arbustos, la salida que llevó hasta el río. Eneca no salía de su asombro, todavía no entendía cómo habían logrado llegar hasta allí. A ella, que tanto le gustaba jugar en el agua, no le costó reconocer aquel tramo y se maravilló con la idea de poder entrar y salir directamente de la torre al río sin ser vista. Sin tener que pasar por la casa del herrero ni por la de la vieja sin dientes que siempre estaba hablándole a los cerdos de su corral. Qué lástima no haberlo descubierto antes.

–No digas nada, todavía no estamos a salvo –le ordenó su madre, llevándose el dedo índice a los labios–. Espérame aquí.

Iguazel avanzó unos pasos y se asomó buscando la torre, que para aquel entonces ya era pasto de las llamas. Pensó en su marido, que estaría defendiendo las almenas. En su madre, que habría escondido de nuevo la trampilla y después se habría ocultado entre los víveres. También recordó a los soldados, que habrían hecho lo posible por repeler el ataque. Igual suerte habrían corrido los aldeanos, solo unos cuantos habrían logrado huir hacia las montañas, donde serían presa fácil si les perseguían.

Cuando las lágrimas resbalaban desde la claridad de sus ojos, escuchó un ruido cercano, era el relinche de un caballo.

Regresó con Eneca y la cogió del brazo. Volvió a oírlo, estaba más próximo. Miró a su hija como solo una madre puede hacerlo. Su pequeña no se parecía en nada a ella, ni en su físico ni en su forma de ser. Pero era su hija, sangre de su sangre. Se quitó la cruz que colgaba de su cuello y la pasó por la cabeza de la niña.

–Eneca –le susurró–, no dejes que nadie te la quite nunca, prométemelo.

–Madre…

–¡Prométemelo! –gruñó zarandeándola.

–Sí, madre.

–Muy bien mi niña. ¿Te acuerdas de cuando vamos a despedir a tu padre hasta el puente del río?

–Sí, claro.

–Pues ahora quiero que vayas tú sola hasta allí, ¿lo harás? –Eneca asintió con la cabeza–. Eso es, ya eres mayor, sé que puedes hacerlo. No te fíes jamás de nadie.

–Pero…

Volvió a oírse un relinche de caballo y unos gritos. La miró con una infinita tristeza, cómo iba a ser capaz de separarse de ella. Era tan pequeña, tan frágil… y a la vez, sabía de la enorme fuerza que rebosaban sus jóvenes ojos. Tenía que hacerlo, estaban cerca y ya sabía qué ocurriría si cogían a su hija.

–Vete y no te detengas. Una vez en el puente, espera a que yo llegué. Promételo.

–Te lo prometo, madre –y le dio un beso en la frente.

–Ahora vete, ¡vamos! 

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