Animales domésticos

07 / 08 / 2017 Tiempo
  • Valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • Tu valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
¡Gracias!

"Mi historia nace de un engaño que casi nadie esquiva con éxito, así que te pido que trates de ponerte en mi lugar y, más que empatía, emplees conmigo la compasión".

Foto: Xuanhuongho/Getty Images

Animales doméstico / Teresa Viejo / Ediciones B / 20 Euros / Publicación: 28 Agosto 2017

Abigail descubre por azar que su marido no va a Chile por negocios, sino para encontrarse con una mujer apodada Orquídea Negra. Lo que empieza como una simple infidelidad se convierte en una trama mucho más compleja en la que Abigail seguirá los pasos de un hombre convertido repentinamente en un gran desconocido. 

Licenciada en Periodismo y Sociología, Teresa Viejo dirigió la revista Interviú y ha conducido programas en TVE, Antena 3, Canal 9 y RNE, donde hoy dirige La observadora. Ha publicado dos novelas, una de las cuales, La memoria del agua, fue adaptada por TVE como miniserie. Es embajadora de Buena Voluntad de Unicef.

PORTADA_EDICIONESB2_ANIMALES-DOMESTICOS-F

La moqueta amortigua el sonido de mis tacones al avanzar por el corredor. Una pena porque me gusta su tac-tac-tac. Me infunde poder. Si no pisara en blando resonarían con un ritmo ligeramente obstinado. Habitación 5.942. No he encontrado una regla nemotécnica para memorizar el número antes de salir del coche y lo he apuntado con lápiz de ojos en el dorso de la mano. A lo mejor mi inconsciente quería olvidarlo, vete a saber. “La puerta estará entreabierta. No llames”.

¿Ves? De esto sí me acuerdo, no en vano tengo una memoria semántica gracias a la que, evocando una palabra, a veces incluso un olor, puedo recrear con minuciosidad una situación vivida tiempo atrás. Las frases se me dan bastante bien –a casi todas las mujeres–, en especial las que al oírlas escuecen como si vertieras sal sobre una herida abierta. De hecho mi madre califica la destreza femenina de desenterrar aquello que nos hirió la “justa memoria del agravio”.

Enseguida encuentro la puerta. Se sitúa a pocos metros de la salida del ascensor. Podría darme la vuelta, porque creo que no me ha escuchado llegar, pero no. Debo continuar. Mi instinto animal me anima a seguir. No obstante parece inevitable preguntarse qué me ha traído hasta aquí, y la mezcla de sensaciones que desata la duda corta el aliento.

No sé por qué ahora pienso en ella, incluso antes que en ti. Será porque está muerta y nadie puede caminar ligero si arrastra un cadáver sobre sus espaldas. Será porque la conciencia representa un lastre demasiado pesado para vivir. Desde hace días recuerdo de forma obsesiva cuando me aseguras que tengo una parte oscura que no sabes cómo gestionar y, detrás de esta confesión, sospecho tu miedo a mirar al monstruo a los ojos tal y como deben de medir el peligro los valientes. Yo lo soy, tú eres el miedo que me ha henchido de valor, porque hay que tenerlo para empujar esta puerta ignorando lo que me aguarda al otro lado. Lo hago, y acto seguido desemboco en una habituación decorada en tonos grises donde luce una única lámpara en un espacio en penumbra. Al fondo destaca un ventanal, a través de cuya persiana remansan tenues hilos de luz horizontales. Junto a ella se sitúa un hombre trajeado que se gira decidido hacia mí, aunque me cuesta aquilatar sus rasgos.

Durante unos segundos interminables medimos nuestras respiraciones en silencio. Supongo que dará vueltas a lo mismo que yo, ¿quién de los dos tomará la iniciativa?

 —¿En qué pensabas mientras venías hacia aquí? —arranca él.

Lo primero que me sorprende es su tono de voz. Su envergadura física no armoniza con semejante timbre adolescente. Lo segundo, su rapidez al escupir las sílabas como los humos de un tubo de escape defectuoso.

 —Una pregunta imprecisa —apunto por decir algo, eso sí esforzándome en dotar de gravedad la frase.

 —¿El último pensamiento? —también es ágil razonando.

 —Has consumido tu turno. Me toca a mí. ¿Por qué lo haces?

 —¿Por qué lo hago? —repite histriónico—. Las mujeres sois unas curiosas impenitentes. ¿Y si respondo que porque me da la gana? Me aburre lo vulgar. ¿Y tú?

 —O me equivoco o me da la sensación de que estamos compitiendo.

 —¿Cuándo no competimos los hombres y las mujeres? —A continuación avanza un paso y suelta a bocajarro—: ¿Llevas sujetador? Me gustan las tías que no lo usan porque se rebelan contra él, en cambio aborrezco a las que no se lo ponen por simple dejadez.

Soy incapaz de responder. No sé qué espera de mí, si que me muestre más ingeniosa que él o que sea yo quien empiece el juego de una vez. Además detecto en su forma de hablar una agresividad latente que me arroja a la intemperie. Nada resulta como lo había planeado.

 —Estás a contraluz, no te veo —necesito saber cómo es.

 —Y tú en sombra. Quedamos en tablas.

Esta es una de esas veces en que conviene empezar por el final, lector. Mi nombre es Abigail y te invito a acompañarme a lo largo de un relato en el que me arrancaré la piel a jirones. Si bien he optado por presentarme ante ti sin máscaras, reconozco que sí he preservado otras identidades por seguridad. Pronto entenderás los motivos.

Te diré también que la historia que empiezas a leer está inconclusa y me sacude como si acabara de producirse. Como si girase en un bucle del que me resulta imposible huir. Soy de la convicción de que hay instantes fatídicos capaces de dar la vuelta al calcetín de una vida, que tras ellos jamás volverá a ser la misma. Eso fue lo que pasó. Ignoro si el destino es un dictador al que mejor no discutir o el libre albedrío nos convierte en responsables directos de nuestros errores, pero presumo que no tuve otro camino que tomar.

Por otra parte, y puesto que mi narración se ajusta a los hechos y estos son crudos me siento en el deber de pedirte disculpas, en ocasiones por mi lenguaje, al que he restado artificio lo que, a veces, le vuelve áspero, y en otras por aproximarte a un territorio sórdido. Los lugares y escenarios conservan sus nombres y resultaría fácil dar con ellos, otra cosa sería franquearlos, vagar por un campo minado que atrae al ser humano usando oscuras artimañas. No obstante, a pesar de cualquier singularidad en mi historia, enseguida descubrirás que su punto de partida es relativamente vulgar y nace de un engaño que casi nadie esquiva con éxito; por ello te pediría que trates de ponerte en mi lugar y a medida que avances en la lectura, más que empatía, emplees conmigo la compasión.

Mi naufragio me ha convertido en una mujer rota, pero la imperfección es también una forma de vivir.

Aquella caja de galletas no sale de mi cabeza. Mi madre solía guardarlas en un estuche de latón donde se comercializaba el Cola-Cao. Consistía en un recipiente rectangular azul con la imagen de una mujer que alejaba de las manos de sus hijos una bandeja cargada con un par de tazas y el bote de cacao en polvo. Recuerdo que en casa se escondía en un rincón de la balda superior, dentro de un armario de cocina. “Ni se te ocurra encaramarte ahí. Son solo para la merienda, no vayas a comértelas y te empaches”, advertía ella por sistema.

Cumplí años y la caja se transformó en el metafórico ojo de una cerradura, sobre la que pendía la prohibición de mirar a través.

La verdadera diferencia entre los seres humanos estriba en la forma en que reaccionamos ante la caja de galletas del altillo, ya que observo dos reacciones que describen a sendos tipos de personas: las que cumplen dócilmente la norma y quienes la burlan. Quienes reprimen sus deseos y quienes buscan como sea una banqueta con la que acceder al estante, asir la caja y darse un atracón a hurtadillas. Dos clases de adultos: los que dan la espalda a la puerta vedada y siguen con su vida, o los que, apenas el vigilante se distrae, se abalanzan sobre ella para curiosear qué se esconde al otro lado.

Yo siempre codicié las galletas, siempre pretendí las llaves de todas las puertas. Desde niña me vencía un impulso, esa fuerza que no para ante nada ni entiende de razones, que me impelía a descubrir qué ocultaba aquel lugar, físico o emocional, cuyo acceso me negaban. Su nombre es morbo.

Y ahora termino, aunque necesito advertirte algo: antes de aventurarte en este texto conviene que sepas a cuál de los dos grupos perteneces. Con honestidad, dime... ¿qué harías tú ante la caja de galletas?

1.

Orquídea Negra

Si te hubiese hecho caso y hubiera comprado una impresora nueva, en lugar de activar una y otra vez el botón de encendido hasta lograr que funcionase la vieja. Si no hubiera postergado los informes en mi vicio de dejar todo para última hora... si no te hubieras ido.

 —Niña, ya te estoy echando de menos —me has susurrado en la misma entrada del aeropuerto, mientras acariciabas mi trasero mordiéndome los labios. Lo chocante no ha sido oírtelo decir, pues las personas manoseamos las palabras a nuestro antojo, sino el fogonazo de verdad que sorprendí en tu mirada, ¿o se trataba de un derroche de sentimentalismo apresurado por tu viaje? Llevo tanto tiempo sintiéndome como si deambulara por un áspero páramo sin emociones, y de repente me han abofeteado unas cuantas de golpe para que no me olvide de que amar es lo que da sentido a un matrimonio, por encima de los hijos. También me ha extrañado que me llamaras “niña”. Nunca empleas ese apelativo conmigo y me ha resultado inmerecido. ¿Niña, cuando acabo de cumplir cuarenta años resistiéndome a soterrar los treinta? ¿Cuando el espejo me recuerda que para lucir mi aspecto debo ser fiel a la dieta, al gimnasio o al dermatólogo? Los seres humanos somos un manojo de imposturas socialmente aceptadas, pero mentiras al fin y al cabo. ¿Dios, por qué te echo de menos si no estoy enamorada? Supongo que tú tampoco, de lo contrario no sé qué pinta este mail en la bandeja de entrada.

 —¿Has guardado la camisa vaquera que te regalé en Reyes?

 —Es un poco gruesa. Allí es verano.

 —No te gusta.

 —Sí, claro que me gusta.

 —No. No te gusta porque estamos en febrero y no la has estrenado.

 —Joder, Abi, qué pesada eres.

 —¿Para qué me has pedido que te ayude, si no paramos de discutir?

 —No lo he hecho. Tú has insistido —ahí me has arrancado las corbatas de la mano y tras elegir una a boleo has lanzado el resto al vestidor—. Es un mes, no necesito tantas.

 —Esa es de sport. ¿Y si te invitan a una cena formal?

No hemos dejado de reñir desde que despanzurramos la maleta como una tripa abierta sobre la cama. Por un lado me sentía enojada porque me has escatimado la duración exacta de tu viaje hasta última hora, por otro me apiadaba de ti al verte preparar el equipaje con semblante afligido, igual que un expatriado que arrastrase la melancolía del destierro por los rincones del dormitorio. Siempre ideé que serían dos semanas e imagino que tú también, no quiero sospechar lo contrario, me niego a creer que supieras desde el principio cuánto tiempo estarías fuera y me lo ocultaras a sabiendas. En cualquier caso ten presente que ningún cambio es neutro porque desata inesperados movimientos a su alrededor.

 —¿Un mes? ¿Al final te vas un mes entero? ¿Hasta el... dieciocho?

 —Sí, no me perdonaría no estar con Lucas el Día del Padre.

Me revelaste la fecha de vuelta hace solo cuatro días y lo que más me desconcertó fue constatar tu ausencia el próximo dieciséis de marzo. El día en que cumplirás cuarenta y dos años.

 —¿Y tu cumpleaños?

 —¡Vaya! Lo celebraremos al volver —aseguraste sin inmutarte mientras grapabas los dosieres que preparabas para llevarte.

 —¿Te das cuenta de que va a ser tu primer cumpleaños separados desde que nos conocemos?

Aquí no abriste la boca, y si no te importa, a mí tampoco. Catorce años soplando velas crecientes y deseos menguantes. Esta mañana, cuando me quitaste las corbatas de entre las manos con esa insolencia tuya de niño malcriado, abandoné la alcoba protestando. “Es tu equipaje, haz con él lo que quieras. Ya es hora de que crezcas, de que tomes decisiones por ti mismo. ¡No soy tu madre!”, me escucharías rumiar por el pasillo mientras me dirigía al cuarto de Lucas, donde el niño jugaba con Mariana. “Qué raro se me haría viajar al hemisferio sur. Es dar la vuelta al calendario: cuando aquí nos morimos de frío, allí lo hacen de calor”, apunté sentándome junto a ellos en la alfombra. Ella humilló la mirada, guardando silencio. La mujer es leal aunque limitada, por tanto me dispuse a describir dónde se ubica ese remate de tierra que convierte la punta de América en el encaje de una prenda de ropa puntillosa, pero mi lección de geografía no le interesó.

FOTO-2-F

Foto: TARIK KIZILKAYA/Getty Images

Grupo Zeta Nexica