Las palabras y los medios: de Eco a Julia Cagé

09 / 03 / 2016 Antonio Puente
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La abundancia de información perjudica la comunicación; la actualidad se vuelve presencia, no vigencia.

Roman Jakobson situaba el “metalenguaje” como una de las más altas funciones lingüísticas, en tanto que la función “fática o de contacto” ocupa el más primario escalafón, en la base de la pirámide. La primera es indispensable para la reflexión y el discernimiento, mientras que la segunda es un puro calambre de interconexión. Internet –ese paradójico artefacto encargado de mostrarnos que a más información menos comunicación– parece destinado a apuntalar, cada vez más veloz y superficialmente, este tipo de conexión somera, casi sincopada, de manos que se alzan y enseguida se esconden, sin posibilidad de articular (metalenguaje) voz alguna.

Hace unos meses, Umberto Eco diagnosticaba: “Las redes sociales dan el derecho de hablar a legiones de idiotas... es la invasión de los imbéciles”. Y ahora, en Salvar los medios de comunicación (Anagrama), Julia Cagé repara en el papel diferencial de los medios de papel. A tenor del diario Le Monde, observa, por ejemplo, que mientras los lectores que se ensalivan los dedos dedican una media de 35 minutos a una inmersión en sus páginas globales, los ciberlectores no superan los cinco minutos, las ocho visitas al mes y en secciones muy específicas...

A los impresos les correspondería ahora, más que nunca, esa función crítica y reflexiva, de guardagujas frente a la instantaneidad del resto de los medios. Y, en cambio, muchos de ellos se han dejado contagiar por “el colorín y pingajo” (Valle-Inclán dixit) de la espuma audiovisual y cibernáutica. En el pasado, cada medio gozaba de cierta autonomía específica, pero ahora los códigos se han intercambiado, bajo el rasero de la imagen televisiva y digital. Una suerte de gran orgía mediática, de tal modo que muchos impresos parecen diseñados ya no para lectores, sino para telespectadores. El riesgo de esta promiscuidad intermediática es la conformación de una veracidad delegada: las noticias son veraces únicamente porque la repite el otro medio. Y se desvirtúa, asimismo, la propia noción de actualidad, concebida como irrupción, cuando, en realidad, la actualidad no es presencia sino vigencia.

Todo parte, quizás, de una gran superchería: eso no puede ser aplicado en modo alguno al mundo de las personas de carne y hueso. ¿Existe de veras una aldea global, como quería MacLuhan? Como pronostica Abraham Moles, “nadie puede estar en un mismo momento en más de un lugar”. Y pretenderlo, cabría agregar, conlleva el riesgo de no estar en ninguna parte... Así, vivimos más bien, en algo tan paradójico como una galaxia global.

En fin cabe decir que los medios comunican en el mismo sentido que cuando decimos que un teléfono está comunicando. Lo importante no parece ser ya lo que nos cuenten, sino tan solo que no dejen de contarnos. Como la musiquilla aquella de “no pares, sigue, sigue”, parecería que los contenidos que nos ofrecen son perfectamente inocuos: insignificantes en relación al verdadero horror que produciría un día sin emisión de medios, en un apagón de Internet generalizado... Como presagió Michel Maffesoli, el autor de El tiempo de las tribus, antes, los grupos sociales iban a la zaga de los medios de comunicación: estos marcaban la pauta, jerarquizaban las costumbres y los prestigios, esclarecían. Ahora, en cambio, son los medios los que van a la zaga de los grupos sociales, se convierten en voceros de algunos, discriminan a otros sin justificación ni anestesia alguna. “Puesto que somos sus jefes, tenemos que seguirlos”, satiriza Maffesoli el actual desoriente mediático. Frente a la individualidad que socialmente se propugna, el teórico francés explica que el individuo ya no cuenta en absoluto si no es por su adscripción a una tribu... ¿A una red social, por ejemplo que, según Eco, “da derecho a hablar a legiones de idiotas”? 

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