La muerte, una ficción

04 / 11 / 2015 Daniel Jiménez Palencia
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Aluvión de libros en los que los autores cuentan la muerte de sus seres queridos. El duelo nos interesa

Javier Ybarra

El fenómeno literario no es lo mismo que la literatura, pero ambas cosas se parecen bastante. Todo lo que ocurre a nuestro alrededor es susceptible de ser novelizado. El escritor es una esponja que absorbe el mundo exterior y lo exprime para sacar de él, de ella, unas cuantas gotas de realidad con las que dotar a sus libros de verdad. Tal vez esa es la palabra que más necesita la literatura, la que más nos conmueve y la que, al mismo tiempo, nos da tanto miedo. Porque la verdad nos demuestra que somos más frágiles de lo que nos gusta imaginarnos. Porque la verdad, si llega a sus últimas consecuencias, nos conduce invariablemente a la muerte.

En cuestión de semanas hemos visto cómo varias novelas que narran la vida hasta el final obtenían excelentes críticas y miles de lectores. Son novelas que cuentan, como cantara Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de mi padre, “cómo se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando”. Son novelas que están saturadas de verdad. Son novelas, pero también podrían ser otra cosa. Testimonios, elegías, confesiones. Son, en definitiva, libros sobre cómo afrontar el duelo por la muerte de un ser querido valiéndose de palabras y de metáforas, de verdad y ficción.

La obra de Milena Busquets sobre el fallecimiento de su madre, También esto pasará (Anagrama); el libro de Gabriela Ybarra, El comensal, (Caballo de Troya) sobre el asesinato de su abuelo Javier a manos de ETA y la defunción de su madre, o la añoranza de Fernando Marías ante la ausencia de su progenitor en La isla del padre (Seix Barral). Los tres libros son ejercicios de memoria, redención, duelo y autoficción. Precisamente esta palabra indefinida, que cuenta con tantos practicantes como detractores, es la base a partir de la cual se alzan estas novelas que aun versando sobre la muerte están llenas de vida.

Desconfianza. Este fenómeno literario, que data o podría hacerlo de las mencionadas Coplas, no solo acumula lectores. También genera desconfianza en una parte de la crítica, que ve con recelo la extrema exposición de las vidas de los autores en detrimento de la imaginería inherente a la novela. Algunos escritores han llegado a considerar estos libros elegíacos como una suerte de oportunismo en la muerte. Pero también podría ser que estas reacciones se entendieran como una muestra de la reticencia que hay en la sociedad a tratar la muerte con visibilidad y franqueza. La literatura y la sociedad parecen moverse entre esos dos polos, entre la exaltación de la banalidad y la insaciable necesidad de transcendencia. Sea cual sea la opción que elija el autor, la literatura es quien está saliendo reforzada de esta lucha. La literatura del yo, de la familia y de la autoficción está cambiando la forma de hacer novelas, porque a veces ni siquiera parece que lo son. La novela, esa cosa en la que caben todas las cosas, como artefacto de sanación, de memoria y de expiación.

Si el lector quiere profundizar en los mecanismos de la pérdida, hay otras obras recientes que no debe pasar por alto. Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente sobre la muerte de su padre. La hora violeta, de Sergio del Molino, sobre la desaparición prematura de su hijo. Amarillo, de Félix Romeo, sobre el suicidio de su amigo y poeta Chusé Izuel. Canción de tumba, de Julián Herbert, sobre el lento padecimiento de su madre. La ya legendaria Mortal y rosa, de Umbral. Todas estas obras vienen a decirnos que la literatura del duelo, y el fenómeno literario asociado a ella, sea por los motivos que sean, existenciales, terapéuticos o, como barruntan los menos delicados, comerciales, está entre lo mejor de la narrativa contemporánea.

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