Joaquín Sabina

06 / 03 / 2017 Luis Algorri [Fotos: Paco Llata]
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Acaba de cumplir 68 años y saca su decimoctavo disco de estudio, Lo niego todo, que ha hecho estimulado por Benjamín Prado y Leiva: la santísima trinidad que ha creado uno de los grandes discos de Sabina.

Foto: Paco Llata

A las cinco o las seis de la mañana, por las calles del barrio van chavales armados de cogorzas colosales, a hacer durar la noche y la jarana. Tienen voz de cubata y marihuana cuando cantan, y sueltan gritos tales que el alba se guarece en los portales y los que duermen bajan la persiana. Cantan las de Serrat, Camilo Sesto  y, quejosos cofrades del reproche, aquella de Sabina, a voz herida. El triunfo, Joaquín, estaba en esto: los borrachos te cantan por la noche. No existe mayor gloria en esta vida.

–No, no existe, eso es verdad. Los chavales de veinte años se saben la del santo reproche y la de la princesa y la de Y nos dieron las diez y yo qué sé cuántas más. No me lo explico, ¡si no habían nacido! Pues los veo en los conciertos y se las saben, las corean... Oye, una cosa: esto mismo lo dicen todos los cantantes viejos y siempre es mentira, ¿eh? Pero en mi caso es verdad. ¿Y las de quiénes más cantan? ¡¿Las del Fary?! Pero tío, ¡eso sí que es conseguir la inmortalidad! 

Hoy, dieciocho discos después de aquel Inventario de 1978 que circula por las manos de los vinilófagos como si fuese contrabando de arte sacro, Joaquín Sabina saca un disco nuevo que se llama Lo niego todo. Cómo se puede tener tanto morro, se pregunta (pero en voz alta, para que lo oiga él) el escribiente. Qué va usted a negar ahora, señor Joaquín, aplastado como está por la responsabilidad de que la chavalería andante vocee sus canciones, de madrugada, como si cantasen himnos a la vida perdurable. Qué es lo que va a negar, cómo.

–Pues lo niego todo porque no asumo esa responsabilidad. ¿Por qué tengo que asumirla? Los chavales se saben mis canciones y eso es un milagro, pero es que ese género, el de la canción, tiene una capacidad de transmisión... pues muy milagrosa. Y eso pasa con las buenas canciones y con las malas.

El escribiente se pregunta, de nuevo en voz alta y cada vez con mayor imprudencia, si Sabina admite que tiene canciones malas.

–¡Jime! ¡Un tequila... o no hablo!

Luego enciende, desafiante, un cigarrillo. Se los tienen racionados, pero él hace trampas.

–Desde que los poetas empezaron a componer jeroglíficos, y dejaron de ser comprensibles y de escribir para enamorar a las chicas, esa función, que a mí me parece indispensable, la heredó la canción. Que tiene un poder de transmisión infinitamente mayor.

Mayor que qué, replica el escribiente, porque Sabina tiene los dos pies bien hundidos en sus estudios juveniles de Filología Románica y se ha pasado la vida escribiendo versos. No canciones, o no solo, sino versos.

–Mayor que la poesía alambicada de tantas vanguardias. Oye, qué solemnes nos estamos poniendo.

Como eso es verdad, el escribiente le explica a Sabina que su madre (la del escribiente) le tuvo durante décadas catalogado en la categoría de los melenudos, término arcaico pero ferozmente peyorativo que englobaba a todos aquellos individuos con los que las madres no querían que anduviesen sus hijos. Pero que cambió de opinión al leer su libro de sonetos, Ciento volando de catorce, y desde entonces lo acepta entre las personas. O sea que la poesía tiene su poder, al menos entre las madres. Sabina se monda.

–Sí... pero ten en cuenta que mi poesía era escrupulosamente rimada y que sus temas eran parecidos a los de las canciones. No hablaba de cosas abstractas ni de encontrarse a uno mismo por caminos raros. Te lo dice un gran lector de poesía, pero cuando discuto con los poetas les digo lo mismo siempre: que han abandonado a la gente, que se lo han puesto muy difícil.

El título del disco, Lo niego todo, podría parecer un acto de sinceridad.

–Es un cabreo, más bien. Quise coger ese tipo de tópicos repugnantes que te persiguen, hagas lo que hagas. Esas cursiladas... Mira, yo llego un día a Chile, abro un periódico y leo: “Ha llegado el profeta del vicio”. Yo pensé: esta gente me sobrevalora muchísimo. El juglar del asfalto... A mí me da mucha vergüenza leer esas cosas. Y las he usado para autoparodiarme, para decir... Pues eso, que lo niego todo. Incluso la verdad.

Sí, eso dice la canción más difundida del disco... Pero es que Sabina, amigo de sus amigos con amor constante más allá de la muerte, hace parodias de todo, y todo el tiempo. Y se burla. Ha llegado a rimar, en una canción, RAE (Real Academia Española) con Krahe.

–Ah, sí, sí, sí. Yo no le temo nada al ripio. En este disco he llegado a rimar el índice Nikkei con... con... Pues mira, no me acuerdo ahora mismo de con qué, pero imagínate tú lo loco que hay que volverse para rimar algo con el jodío índice Nikkei. Sí, esto no lo niego, mira: me gustan los malos poetas. Los Amado Nervo, los Emilio Carrere, toda esa banda. No se puede escribir nada mejor que “Las hijas de las madres que amé tanto  / me besan ya como se besa a un santo”.

El escribiente se pasma. Sabina, ufano:

–Es Campoamor.

Y se pone a citar, a carcajadas pero de carrerilla y sin una sola equivocación, el... incalificable poema El tren expreso, del mismo malhechor.

Hay algo difícil de entender. Cómo es posible que se junten talentos de padres y madres tan distantes entre sí como Benjamín Prado, Leiva y Sabina, y el resultado del esfuerzo común sea una canción de Sabina. Cómo se puede escribir algo tan desfachatadamente personal y diferente de cualquier otra cosa como es una canción de Joaquín Sabina... a seis manos. Desde la invención de la Santísima Trinidad no se había visto prodigio semejante.

–A mí me gusta mucho la soledad, pero meterse uno solo en un proceso casi industrial como es hacer un disco, pues mira, es muy aburrido. Necesito gente que me levante de la cama, que juegue conmigo al ping-pong mental, que me entusiasme con lo que estoy haciendo más de lo que yo soy capaz de entusiasmarme a mi provecta edad. Y eso lo han hecho Leiva y Benja como nadie. He disfrutado muchísimo con este disco precisamente por eso. Es que hay versos en las canciones que ni Benja ni yo podemos saber ya quién de los dos los escribió.

Pero, caramba, ¿eso no es la comunión de los santos?

–...Y la vida perdurable, que decíamos antes. Y luego viene el Amén, ¡no me j...!

Es para preguntarse qué habría sido de Sabina sin la invención del soneto. Tiene endecasílabos gloriosos: No te me mueras, Pepe, que te mato, a Pepe Hierro, ya muy enfermo; Si me quieres querer, quiéreme ahora, El sabio sabe más cuanto más duda... Sabina esquiva la pregunta porque, con todo lo mimoso que admite que se pone cuando tiene que hacer discos, luego le pasa lo que a Don Mendo: “Es que, cual flor, soy modesto / y me estáis subiendo el pavo”. Pero cuenta algunos de sus trucos. Le gustan la rima interna y la aliteración. Le gusta usar las frases hechas dándole la vuelta a su sentido. Le gusta hacer ensalada con palabras de siglos distintos. No le gusta la muerte. La suya le da un poco lo mismo, pero la de los amigos no. Krahe, Chavela...

–Quieres decir que se me muere la gente, ¿no? Pues sí. Siempre he cultivado la amistad de gente mayor que yo, para aprender algo. Y a mi edad, que son los sesentaimuchos, pues empiezan a faltar personas imprescindibles. A mí no me asusta mi muerte, me asusta el deterioro, a eso le tengo mucho miedo. No poder leer... Ya sé que es mentira, todos los que decimos que no nos asusta la muerte estamos mintiendo. Pero es peor la de los amigos... Echo muchísimo de menos a Ángel González, me acuerdo de él todos los días. Y Chavela, claro. Y la muerte de Cohen, que nos deja muy huérfanos. Y... oye, otra vez nos estamos poniendo solemnes.

Dante, que también hacía unos endecasílabos impresionantes, mete en el último y más profundo círculo del Infierno de la Divina commedia a los traidores a quienes les hacen el bien, o sea a los amigos. Sabina está de acuerdo: considera que la amistad es superior al amor, porque este es más intenso pero menos duradero, menos perdonable. Y se lo piensa cuando el escribiente le pregunta qué es lo que él no puede perdonar a nadie, aparte de los endecasílabos mal acentuados.

–Pues... la mezquindad moral. El que no ayuda, el que no consuela, el que no gasta... pero no ya dinero sino esfuerzo en que los demás sean más felices o menos desgraciados. No puedo con ese tipo de gente. Los ruines de espíritu.

El escribiente, con voz campanuda y teatral, le pide a Sabina que haga un esfuerzo quizá sobrehumano de generosidad moral y que diga algo sinceramente amable de don Cristóbal Montoro. Pero tiene que ser sinceramente. Si no, el experimento fracasa. Carcajada.

–Que le estoy muy agradecido por el bien que me ha hecho. Creativamente, quiero decir. Si alguien aprecia mis canciones, que sepa que le debe muchísimo de este nuevo disco a Montoro. El 50% y algo más...

Parpadeo del escribiente, que no se está enterando.

–¿Tú te acuerdas de aquella novia hija de puta que tuvo Leonard Cohen, que le robó todo lo que tenía y el pobre Cohen, ya viejo, tuvo que salir de nuevo a la carretera y ponerse a cantar y a grabar? Gracias a eso le oí yo los dos mejores conciertos de mi vida.

Sabina le roba un cigarrillo al escribiente.

–Pues entre Montoro y yo pasa lo mismo, con la diferencia de que nunca hemos sido novios. Mira, te voy a enseñar una cosa.

Sabina se levanta y busca en las profundidades de su casa, que es un impresionante museo de arte barroco o la biblioteca de El Escorial o un sueño de Borges o todo a la vez, un libro. El escribiente se vuelve a pasmar.

–Es una primera edición del Ulises de Joyce. ¡Y está dedicada por el autor! No, hombre, ¡a mí no! [carcajada], dedicada a otro, pero firmada por él. Me costó una fortuna, sí. Pero es que la alternativa era que esa fortuna se la llevase el señor Montoro. Así que me compré el libro. Supuse que el señor ministro no lo querría para nada. ¡Y tenía razón! Montoro no me ha hecho más rico, eso desde luego, pero ha ayudado a hacerme más feliz con estos detallitos que tiene conmigo. Un ángel.

Aparte de Montoro, de las canciones y de los endecasílabos, no necesariamente por ese orden, otra de las pasiones de Sabina es el Atlético de Madrid. ¿Seguirá siendo rojiblanco cuando, en vez de ir al Vicente Calderón, haya que ir al Wanda?

–Pues mira, me lo estoy pensando. Pero si es que yo no soy tan futbolero... Yo soy del Aleti no por el fútbol sino por la lucha de clases, por la gente que a mí me gusta, que es la gente de barrio; la que se apunta a causas que no tienen tanto oropel como... otras.

Dice Sabina, quizá a propósito del Aleti, que lo que cuenta en esta vida es la emoción. Algunas veces ha vivido momentos intensísimos al cantar en un escenario cualquiera alguna vieja canción que había cantado mil veces sin que pasase nada; pero de pronto, no se sabe por qué, cobra vida y todo se convierte en un milagro.

–De repente estás solo, no ves al público, no ves a los músicos, no ves a nadie: te acuerdas de cómo la escribiste y todo vuelve a estar vivo como si fuese la primera vez. Y luego la siguiente canción a lo mejor la cantas como el culo, pero ese momento, que no tiene explicación, es maravilloso. Por ese solo segundo vale la pena todo lo demás. En la última gira canté Contigo, una simple canción de amor, muy a lo José Alfredo Jiménez...

Ahí el escribiente reclama un poco más de dignidad y autoestima, por favor, y Sabina se pone a defender a mandobles a Jiménez, autor de versos como “Cuántas luces dejaste encendidas, / yo no sé cómo voy a apagarlas”. Cuenta el día en que le preguntó a Chavela Vargas si había visto alguna vez a José Alfredo Jiménez con un libro en la mano. “Mire que no”, contestó la Chamana; y después de un segundo, añadió: “Y a usted tampoco...”. El escribiente le echa un capote a Sabina porque, en sus últimos años, Chavela ya casi no veía, pero...

En este último disco, Sabina dice de muchas maneras que no se arrepiente de nada.

–¿Digo eso? Pues mira, sí, es verdad... Entre otras cosas porque no sirve para nada. Y también porque... A ver, de pronto viene un idiota como hay tantos, y me dice: “Pero ¿tú te das cuenta de que esas tías estupendas que has tenido han venido a ti por quien eres? Porque tú eres un tío feo, con un narigón, y tal”... Y yo siempre digo: no solo me doy cuenta sino que estoy muy orgulloso de eso. Yo no he nacido rico ni guapo: he tenido que hacer buenas canciones para que las señoras, algunas señoras maravillosas, se derritan por mí... ¿Cómo no me voy a dar cuenta? ¡Y estoy encantado!

Claro, el amor. “Ayer te quise por amor al arte / hoy, por delicadeza”, dice en el disco. ¿Eso es la edad?

–No, es oído. Los versos salen muchas veces por oído. ¿Tú sabes que hay grandísimos poetas que no tienen oído, que no sienten el ritmo, la música que tiene que tener la poesía? Y son enormes... Claro que luego coges a Borges y ¡qué oído! ¿Te acuerdas de su último libro, Los conjurados, que lo dictó? ¡Qué maravilla! Pero, por ejemplo, el poeta que está más en mi corazón, que es César Vallejo, no tiene oído. No, no me mires así, no lo tiene. Aunque lo maravilloso, por lo menos para mí, es cómo le retuerce el cuello al lenguaje. Por ejemplo, esta es su definición del hombre: “Que es lóbrego, mamífero y se peina”. ¡Toma! ¡Se peina! ¡Qué hachazo!...

Como definición del poeta no parece acertada. Sabina puede que haya sido mamífero en otro tiempo, pero no tiene nada de lóbrego y su peinado no está entre sus mayores preocupaciones. Sigue disfrutando con las cosas que le han hecho feliz siempre, las buenas y las peores. Se lo pasa en grande lo mismo compitiendo sobre la cita exacta de un verso de Rubén Darío (Sabina defiende fúnebres, pero es “que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, se ponga él como se ponga) que saboreando un tequila reposao o robando cigarrillos a quien va a verle. Es un tipo que ha vuelto a lograr un disco genial, como tantos, porque sabe que hay que estar a la altura de los críos de veinte que, borrachos, cantan sus canciones por la calle. Y porque quizá, como él dice, está demasiado joven para la edad que tiene.

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