Joaquín Barrero, el escritor que no quería ser famoso

26 / 06 / 2009 0:00 Incitatus
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Tiene cara de patricio romano y la timidez de un crío que robaba lana en el matadero de Madrid. Ha electrizado a 150.000 lectores con dos novelas. Ahora sale la tercera.

"Hombreee. Pero claro, tú aquí, qué bien. Qué bonita la última vez, ¿eh? ¿Te acuerdas de todo lo que hablamos de Sam Peckinpah?”. Joaquín Barrero rompe el círculo de gente que charla con él y se acerca, gran sonrisa, la mano tendida. Estamos en el restaurante, va a empezar la comida de presentación de Una mañana de marzo y el caballo hace lo que honestamente puede, pone esa cara ridícula que ponemos todos en tan luctuosas circunstancias; de momento estrecha la mano de Joaquín, tira de él y le asesta un abrazo de los de antes, de los de camaradas de muchos años, y mientras tanto se estruja la masa cerebral con toda su alma porque lo cierto es que no se acuerda ni por lo más remoto de aquella conversación. Sí de Joaquín Barrero, claro, cómo vas a olvidar a un tipo así, pero ¿qué dice este hombre de Peckinpah? ¿Cuándo hablamos de Peckinpah?

Lo peor es que el caballo ya ha visto que Barrero -esa cara de general romano retirado, Julio César habría alcanzado esa misma cara si no se lo llega a cargar Bruto- ya se ha dado cuenta de que él no se acuerda de casi nada, desde luego no de Peckinpah y a lo peor ni de él. Pero estamos entre romanos y Joaquín Barrero tiene una cortesía patricia: -Han pasado los años, ¿eh? -Oooh, sí, sí. Muchos, un montón. -Más o menos cuatro. No llega. -Eh... Sí, yo creo que aproximadamente. Por ahí. -Hablamos mucho de cine cuando me entrevistaste la última vez. No sólo de Peckinpah. También de Bogart, de Wenders, a lo mejor de Trumbo, no me acuerdo bien, tú eres más joven y tienes mejor memoria que yo. Me hizo mucha gracia aquello que dijiste, que te imaginabas a mi protagonista siempre con esmoquin blanco o con borsalino, como Humphrey en Casablanca. El bueno de Corazón... -Corazón Rodríguez... -Eso es. -Había un amigo tuyo que se llamaba así... ¿Era de Toledo? Joaquín no llega a contestar porque Carmen y Lucía, las animosas chicas de Ediciones B, se lo llevan casi en volandas, va a empezar la comida. Pero se hace la luz en el oxidado cráneo del caballo. Joaquín Barrero, asturiano de Madrid (nació en un sitio y se crió en otro), se pasó la vida haciendo de analista químico, viajó por medio mundo, sacó adelante a la familia y, ya de jubilado, decidió que lo que más le había gustado siempre era escribir, aunque los tumbos de la vida nunca le dejaron.

Un hijo suyo descubrió unos papeles en un cajón, le animó a rematarlos y los mandó, sin muchos miramientos, a una editorial. El zapatazo que dio aquel manuscrito -literalmente: Joaquín escribe a manofue de tales dimensiones que se creó, para aquella historia electrizante, una nueva colección de novelas, Libros con huella, avalada por algunos de los más grandes libreros españoles. Hace casi cuatro años, unos 80.000 lectores se bebieron El tiempo escondido y luego se quedaron quietos y con la pata en alto, como pointers que hacen una muestra de perdiz, esperando que pasase algo más. Llegó la segunda novela, La niebla herida: lo mismo. Y ahora salta Una mañana de marzo. Barrero dice que es su “novela de madurez”. El caballo sonríe porque sabe bien que este hombre que frisa los 70, que tiene una videoteca gigantesca empedrada de clásicos en blanco y negro, y que se lo ha leído todo, nació con el don de enganchar al lector y de crear unos diálogos asombrosos. ¿Madurez? Puede, porque en la primera había una sola trama, en la segunda dos y, ahora, el audaz Barrero se ha atrevido con una ensalada narrativa entreverada de tres historias. Y no se le atasca ninguna. La más subyugante es la de los “niños de la guerra”, la desdichada aventura de los críos que fueron enviados a Rusia para librarlos de la Guerra Civil y se quedaron como rehenes de Stalin durante décadas. Luego volvieron y ya no sabían de dónde eran. Pero Barrero cuenta esto con cierta dificultad. Es un hombre de distancias cortas. Puede meterse en un laberinto de tres historias a la vez y le caen las tres de pie, y lleva más de 150.000 ejemplares vendidos, sí, pero eso de que le reconozcan por la calle le pone muy nervioso. Las multitudes le abruman, y ya se sabe que tres son multitud.

En la comida, poblada de periodistas a la caza de un titular y de camareros que arman todo el estrépito que pueden para dejar claro que aquello les importa un cuerno, Barrero está como pez fuera del agua. Explica su libro (pero ¿cómo se explica un libro?), cuenta cómo es eso de recordar y luego reinventar lo recordado, aclara que él empezó a trabajar con doce años, que robaba bellotas para comer y lana en el viejo matadero. Lleva en la mano un folio que no mira, habla ensimismado y parece que ni se da cuenta de que el camarero entra voceando como un bestia, ¡de segundo tienen chipirones, corvina o albóndigas!; él ni lo oye, sigue salmodiando cosas maravillosas sobre la mayoría sufriente y la Guerra Civil. El caballo sufre cuando algún plumilla sin pudor, un plumilla que podría ser nieto de Barrero, le suelta: “Para los que no conocemos su obra, ¿puede decirnos de qué va?”. Claro, Joaquín se le queda mirando como quien piensa: “Qué poco vas a tardar en anunciar tú los chipirones”. Otra comensal, ésta ya entrada en décadas, anuncia: “Yo querría decir...”.

Y a renglón seguido se desata una tormenta de divagaciones, veinte minutos de trompetería verbal en la que lo único que queda claro es que la señora se tiene por listísima y además no piensa tolerar que le lleven la contraria. Barrero hace lo que puede por seguirla pero no hay manera, ni él ni nadie, la dama es una consumada senderista de los cerros de Úbeda y el buen Joaquín, cuando si calma la bufera (vamos, cuando concluye el chaparrón verbal), está pálido, habla casi sin voz y sólo le dice: “Muy interesante, pero... ¿cuál es su pregunta, por favor?”. Tienen que llegar los postres para que la mayoría de la gente se vaya y al padre de Corazón Rodríguez le retorne la sangre a las venas. Sonríe, mira al caballo -que no se ha ido-, le pide que se siente a su lado y, como si todo lo demás hubiese sido un breve sueño, prosigue: -Venga, hablábamos de Peckinpah.

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