¿Huevos con torreznos los sábados?

20 / 07 / 2015 Luis Algorri
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“Si no está estropeado, no lo arregles” es una sabia frase que podría aplicarse también al Quijote.

La adaptación de Trapiello es como si en un dibujo de Doré se le colocan gafas de sol a Don Quijote

Nos vamos a comer con el escritor Santiago Roncagliolo y cuando llegamos al restaurante, algo tarde, nos lo encontramos leyendo el Quijote, qué bonito. Pero no el de siempre sino la adaptación que ha hecho mi admirado paisano Andrés Trapiello: catorce años se ha pasado el gran escritor vertiendo el novelazo de Cervantes a lo que podríamos llamar castellano comprensible hoy.

Yo no lo había leído, lo confieso. Y mientras Álvaro y Santi se reían comentando las últimas malaventuras en que andan Vargas Llosa y la Prisli, que es como llaman en León a esa peligrosa mujer, aproveché para echarle un vistazo al libro. Lo del “lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, está en su sitio. Bien. La “lanza en astillero” se traduce por “lanza ya olvidada”: empezamos a sufrir, pero es bonito. La “adarga” se deja en simple “escudo”. Ay. El viejo “salpicón las más noches” se metamorfosea en “ropa vieja casi todas las noches”, lo cual es prueba de la erudición de Trapiello porque la ropa vieja es un plato de sobras que se hace en Castilla (o al menos se hacía hasta la aparición de las pizzas a domicilio) y no solo en Canarias, como mucha gente cree. Andrés cambia un cultismo por otro. Voy echando humo ya, pero aguanto.

Pero es que luego dice: “Huevos con torreznos los sábados”. No duelos y quebrantos: huevos con torreznos.

Lo siento, Andrés. Por ahí no paso. No es lo mismo. No da igual. Ya metidos en gastos podías haber puesto “huevos con beicon”, imprecación admitida por la Academia aprovechando la cada vez más llorada muerte de Lázaro Carreter.

Hubo un tiempo en que me empeciné en preparar en casa los platos que salen en el Quijote, con el libro de Lorenzo Díaz (La cocina del Quijote, Alianza, 1997; dedicadito lo tengo) en la mano. Con los duelos y quebrantos necesité subir mucho el valor añadido, primero porque ya no es fácil encontrar por ahí manteca de cerdo (no se hace con aceite) y sobre todo porque lleva sesos de cordero. Los sesos de cordero no se venden sueltos. Te despachan la cabeza de un cordero serrada longitudinalmente por la mitad, de la nariz a la nuca, con los sesos dentro, y los ojos vidriosos, y la sangre reseca, y los dientes repartidos a partes iguales, y aún con el espanto petrificado de la muerte: un espectáculo digno de la firma de Hannibal Lecter.

Cuando llegué a casa con el avío, mi amor de entonces vio la cabeza del animalito, sufrió una arcada, agarró la puerta y no volvió en tres días. Los duelos y quebrantos me salieron estupendos pero me los tuve que comer solo.

Yo creo, Andrés, que cuando Cervantes escribió “duelos y quebrantos” no estaba refiriéndose tan solo a un plato que, por cierto, era propio de gente pudiente. Estaba jugando con el nombre. Estaba dando una pincelada más al retrato del hidalgo apolillado. En el paisaje humano que describe, qué mejor que meter precisamente duelos y quebrantos de hambre, de aburrimiento, de estrecheces y de sinsentido de la vida, que es contra lo que combate Alonso Quijano. Son duelos y quebrantos, Andrés. Los huevos con torreznos son una cosa que solo sirve para comer. Los duelos y quebrantos, no.

Ahora que la segunda parte del Gran Libro cumple cuatro siglos, llega el CIS y brama que apenas dos de cada diez españoles se ha leído el Quijote entero, que casi la mitad le ha echado algún vistazo y que la otra mitad ni lo ha saludado. A mí me parece muy bien. Incluso demasiado. Que diga el CIS cuántos italianos han leído La Divina Comedia, cuántos ingleses el teatro completo de Shakespeare, cuántos alemanes las dos partes del Fausto de Goethe (no hablemos ya de la deliciosa Teoría de los colores) y cuántos irlandeses el Ulises de Joyce. A ver quién llega al 20%, hombre.

Esos libros no son para cualquiera. No todo el mundo tiene por qué leerse el Quijote, lo mismo que no todo el mundo tiene la obligación de ser doctor en Física, fontanero, submarinista o místico. Obligar a los niños a leerse el Quijote en la escuela, como han hecho tantos profesores de Literatura, es algo que debería estar en el Código Penal; otra cosa es lo que hizo conmigo el gran Bernardino González Pérez: cuando andas ya por los quince, te muestra un episodio como el torero muestra al toro la punta del capote. Es cosa de cada uno embestir o no.

Yo embestí. Pero al Quijote de Cervantes, no a otro. Siempre hubo versiones facilitadas para niños y adaptaciones un poco bobas en dibujos animados. No es eso. La magia está precisamente en las palabras, creo yo; en aprender lo que no sabes, en desentrañar lo que no entiendes, en bajar a las notas cada poco para descubrir un diamante. La magia está en tardar en leerlo, en comprenderlo, en empapártelo. ¿Traducirlo al castellano actual? ¿Para qué? Hay cientos de novelas con un argumento mucho mejor hilado y más cautivador que el del Quijote. Quitarle al Gran Libro el idioma de Cervantes es como quitarle los sesos de cordero a los duelos y quebrantos: apenas se notan, porque se deslíen en la manteca y el huevo y se quedan solo en un aroma, en un sabor sutil. Pero sin los sesos no son lo mismo, no es igual. Es otra cosa.

Sería muy fácil cacarear aquí que lo que ha hecho Andrés Trapiello con Cervantes es lo mismo que hizo Luis Cobos con Vivaldi. Pero no sería verdad. Se parecerá más bien (supongo, porque no lo he leído ni lo voy a leer) a lo que hizo en gran Leo Weiner cuando orquestó la inmensa Sonata en Si menor de Franz Liszt. Un trabajo magnífico, sin duda. Pero yo prefiero esa sonata como la escribió Liszt: al piano y, si puede ser, tocada por Brenno Ambrosini o por Luis Grané. Como dice siempre mi padre: si no está estropeado, no lo arregles. Y el Quijote está bien como está, como estuvo siempre. Con duelos y quebrantos, Andrés, amigo mío. Con duelos y quebrantos los sábados.

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