Y Stalin quiso ser Papa

12 / 06 / 2012 12:45 Luis Reyes
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Rusia, 22 de Junio de 1941 · Comienza la invasión nazi de la URSS, que propiciará la alianza entre Stalin y la Iglesia ortodoxa.

El metropolitano Ilia llevaba tres días de riguroso ayuno y oración cuando se produjo la aparición. Había estado todo el tiempo de rodillas, sin comer ni beber agua, encerrado en una cueva sin más compañía que un icono de la Virgen. Su único contacto con el exterior había sido que cada mañana le daban noticias de la invasión alemana de Rusia... Eran malas noticias, los nazis avanzaban en todos los frentes y amenazaban Moscú y Leningrado.

Poco antes, el 22 de junio de 1941, había comenzado la operación Barbarroja, la invasión nazi de la URSS. Aunque la guerra duraba ya dos años, el mundo se sintió estremecido ante la magnitud del choque: cuatro millones de invasores se lanzaron sobre tres millones de soldados soviéticos cogiéndoles de improviso, arrollándoles, causando bajas millonarias.

En esas circunstancias se produjo un sorprendente movimiento de solidaridad con la Santa Rusia, aunque ahora fuese la Roja Rusia, un país donde la Iglesia era perseguida y martirizada. El patriarca de Antioquía, Su Beatitud Alexandros III, se dirigió a los cristianos de todo el mundo pidiéndoles que rezaran por la salvación de Rusia. El Patriarcado de Antioquía, fundado por San Pedro y San Pablo, es el tercero en cuanto a jerarquía dentro de la Iglesia ortodoxa, de forma que la llamada de Su Beatitud (una especie de Papa entre los ortodoxos) fue atendida por muchos, aunque ninguno con tanta devoción como el metropolitano Ilia, arzobispo de la Montaña del Líbano.

Su fe y sacrificio fueron atendidos. Al tercer día se le apareció la Virgen sobre una columna de fuego y le dijo que lo había elegido a él para que transmitiese un mensaje divino al pueblo ruso. Si se cumplían sus condiciones, Rusia se salvaría; si no, perecería. Una amenaza que la forma de actuar de los nazis hacía parecer exacta, literal.

“Todos los templos, monasterios y seminarios cerrados por los comunistas tienen que volver a abrirse. Todos los religiosos presos serán liberados para que puedan celebrar sus liturgias”. Ese era el precio que el Cielo le ponía a Stalin si quería ayuda, y a continuación venía la receta milagrosa.

La receta de la Virgen.

“Una procesión presidida por la cruz paseará el icono de la Virgen de Kazan alrededor de Leningrado, para que esta ciudad escogida (Leningrado era San Petersburgo, la ciudad de San Pedro) no sea conquistada. La Virgen de Kazan irá luego a Moscú para ser reverenciada, y después se enviará a Stalingrado, que debe ser defendida a toda costa. El icono deberá acompañar luego a las tropas rusas en su avance hasta las fronteras”. Por cierto, en ese momento las tropas nazis estaban muy lejos de Stalingrado, pero efectivamente allí se libraría la batalla decisiva de la guerra. La Virgen conocía los planes del Estado Mayor alemán.

Desde la revolución bolchevique hasta los años 30 algunos cálculos dicen que los comunistas habían matado a 95.000 religiosos y encarcelado a 136.000, y los templos más sagrados fueron demolidos o convertidos en museos del ateísmo. Sin embargo, el metropolitano Ilia se apresuró a enviarle un telegrama a Stalin dando cuenta de la aparición (está en los archivos del Estado) y, lo que es más asombroso, Stalin le hizo caso. Incluso le otorgaría el premio Stalin.

Los sacerdotes fueron liberados y hasta incorporados como capellanes castrenses al Ejército Rojo, donde podían celebrar ceremonias religiosas y bendecían las banderas antes del combate; algunos templos fueron de nuevo consagrados al culto y, sobre todo, se cumplieron al pie de la letra los ritos salvíferos dictados por la Virgen.

En Leningrado se formó la procesión con la Virgen de Kazán, que recorrió el perímetro de la ciudad. Durante 900 días de asedio los nazis no podrían traspasar ese perímetro. El icono fue trasladado luego a Moscú, y sobrevoló en un avión las posiciones defensivas que se estaban construyendo a toda prisa. Los alemanes serían allí detenidos y rechazados. Por fin, como había ordenado la aparición, el icono fue enviado a la lejana Stalingrado y mantenido siempre en la margen derecha del Volga. Pese a las furiosas ofensivas que comenzaron un año después, la Wehrmacht nunca lograría hacerse con toda la ciudad y sería su tumba: tras seis meses de batalla y entre tres y cuatro millones de bajas, Stalingrado fue la batalla decisiva que marcó el cambio de rumbo en la Segunda Guerra Mundial.

Unidad ortodoxa.

No es extraño que Stalin, en su juventud un hombre de Iglesia, seminarista, decidiese que le traía cuenta una alianza permanente con el Cielo. Pero la haría a su estilo, es decir, el de un régimen totalitario y policial, recurriendo al coronel Georgi Karpov, jefe de la 5ª Sección de la NKVD (seguridad del Estado), cuyo cometido hasta entonces era “controlar las actividades contrarrevolucionarias del clero”. Es decir, el hombre encargado de perseguir a los curas, el verdugo de la Iglesia, se convirtió así en su colaborador obligado, como presidente del Consejo para Asuntos de la Iglesia Ortodoxa Rusa.

Por los medios que fuese, Karpov ganó la buena voluntad de varias jerarquías y en 1943 organizó un encuentro entre Stalin y tres metropolitanos: Sergei Starogorodski, que años atrás ya había pretendido un entendimiento con el régimen comunista proclamando su lealtad al nuevo Estado; Nicolai Yarushevich, que se convertiría en director del departamento de Asuntos Exteriores de la Iglesia rusa –clave para los planes de Stalin-; y Alexei Simanski, que sucedería a Sergei como patriarca de Moscú durante 25 años.

Stalin, con su aguda visión política, buscaba una forma de colaboración con la Iglesia para cuando terminase la guerra y la emergencia que había llevado a los ortodoxos a acudir en auxilio de Rusia. Ofreció restaurar el Patriarcado de Moscú con reconocimiento oficial, lo que incluía entregarle a la Iglesia un palacio -simbólicamente, la antigua embajada alemana- y otros beneficios y privilegios. Pero Stalin no sedujo a la jerarquía religiosa solamente con bienes materiales, les brindó algo de orden espiritual mucho más tentador: procurar la unificación de las iglesias ortodoxas (que son autocéfalas, es decir, soberanas cada una en su país) bajo la primacía rusa.

Además Stalin les ofreció algo que se le daba muy bien: forzar a la Iglesia católica de Ucrania, llamada Uniata, a que abandonase la obediencia de Roma y aceptase integrarse bajo el manto ortodoxo. Una campaña de represión y amenazas dirigida por el coronel Karpov destrozaría a los católicos ucranianos y les obligaría a hacerse ortodoxos. Y comenzaron a prepararse planes similares para los católicos de Checoslovaquia y Yugoslavia.

En enero de 1945, con la victoria al alcance de la mano y los países del Este de Europa ocupados o a punto de serlo por el Ejército Rojo, se celebró en Moscú un sínodo que se convirtió en una especie de concilio ecuménico de la Iglesia ortodoxa. Acudieron los patriarcas de Antioquía y Alejandría, y representantes de los de Constantinopla, Rumanía y Serbia. Bajo la atenta vigilancia del coronel Karpov, todas estas iglesias le retiraron el reconocimiento a la Iglesia rusa en el exilio, que se había constituido tras la Revolución, y se lo otorgaron en exclusiva al patriarca soviético de Moscú. Al año siguiente se sumaría con entusiasmo la Iglesia de Bulgaria. Las iglesias ortodoxas europeas aceptaron que Moscú, aunque primus inter pares, llevara la batuta de esta confesión cristiana.

Stalin, de hecho, se había convertido en el Papa en la sombra de la Iglesia ortodoxa. Al fin y al cabo, había estudiado cinco años en un seminario.

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