Una frase para morir

30 / 11 / 2017 Luis Reyes
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Madrid, 25 de Noviembre de 1885. Fallece Alfonso XII, dejando tras de sí la amenaza de otra guerra carlista por la condición femenina de su heredera.

Alfonso XII en su lecho de muerte. “¡Qué conflicto!”, dijo antes de morir. Museo Nacional del Prado

Qué conflicto! ¡Qué conflicto!”. En el momento de morir a la prematura edad de 27 años, lo que preocupaba a Alfonso XII era que su sucesor fuese una niña de 5 años. Era la misma situación que se dio medio siglo antes, a la muerte de Fernando VII, que dejó en el trono a otra niña, Isabel II, y eso había provocado ya tres guerras civiles, pues los reaccionarios carlistas no aceptaban que reinasen las mujeres.

Si hubiese tardado seis meses más en morirse, Alfonso XII habría tenido un sucesor varón, Alfonso XIII, pues la reina estaba encinta de tres meses, pero la inoportuna tisis del rey creaba una amenaza política y un embrollo constitucional. En palacio había una reina-madre extranjera e impopular a la que correspondía la regencia, una niña que el Gobierno no sabía si proclamar reina o no, y el fantasma espantoso de una IV Guerra Carlista. Realmente, “¡qué conflicto!”.

La preocupación de Alfonso XII por los asuntos de Estado hasta el último suspiro se corresponde al papel de rey benéfico que le asigna la Historia, el Pacificador. Es la antítesis de lo que diría al morir un paradigma histórico de la tiranía perversa como es Nerón. Incendiario de Roma, martirizador de cristianos, asesino de su madre, de su maestro Séneca y de su amigo Petronio, un golpe de Estado lo destronó y el Senado le condenó a morir apaleado. Ante esa amenaza sobrecogedora no le quedaba más que el suicidio. No tuvo valor para tomar el veneno ni para clavarse la espada, como hacían los generales romanos derrotados, y le pidió a un servidor que lo hiciera por él, pero antes pronunció una frase célebre por su banalidad: “¡Qué artista muere conmigo!”. Si como soberano fue malo, como artista Nerón resulta intrascendente, de modo que su última frase es solo una muestra de fatuidad.

Las grandes alamedas

Dejar una frase para la Historia es una tentación que han sentido muchos. No suelen salir esas últimas palabras brillantes cuando se muere en la cama de muerte natural, sino cuando es una muerte anunciada, una ejecución o un suicidio. Un caso extremo es el de Salvador Allende, el presidente de Chile que, sitiado en el palacio presidencial por los militares golpistas de Pinochet, y habiendo decidido pegarse un tiro para no caer prisionero, no dejó una frase, sino todo un discurso de más de seis minutos, retransmitido por la única emisora que permanecía leal, Radio Magallanes. Ese discurso encerraba palabras que se convertirían en un icono de la lucha por la libertad en Hispanoamérica: “Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pasee el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

Las últimas palabras de Allende encerraban esperanza, pero no así las de otra gran revolucionaria, madame Roland, desalentada por el curso de la Revolución Francesa. Marie-Jeanne Roland de la Platière era una burguesa de brillante inteligencia y agudo sentido político. Como era mujer no podía ejercer cargos políticos, pero a través de su marido fue muy influyente en las ideas y los acontecimientos del periodo revolucionario. Su salón fue uno de los viveros donde se gestó la Revolución Francesa, sus artículos periodísticos y discursos en la Asamblea despertaban entusiasmo. Era girondina, es decir, moderada dentro del espectro revolucionario, y cuando llegó el Terror, Robespierre, al que había acogido tantas veces en su salón, la envió a la guillotina, ante la que pronunció uno de los más bellos autoepitafios: “¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.

Mantener las ideas en el último trance, aprovecharlo precisamente para transmitirlas, es muestra de grandeza humana. El filósofo griego Zenón, fundador de la Estoa (la escuela filosófica estoica), ya anciano, se cayó y se rompió un dedo. Interpretó el accidente como una señal, su cuerpo empezaba a romperse porque ya había vivido todo lo que debía vivir. Era una llamada de la muerte, y le respondió: “¡Ya voy! ¿Por qué me apremias?”, dicho lo cual se estranguló.

No hace falta que una última frase sea inteligente, poética o llamativa de alguna forma para hacerse célebre, también puede ser una tontería. Un récord de últimas palabras estúpidas son las del general unionista John Sedgwick, el muerto de mayor grado de la Guerra de Secesión americana. Estaba observando las lejanas posiciones enemigas desde un alto y le advirtieron que había francotiradores: “A esta distancia –respondió displicente– no podrían darle ni a un elefan...”, no llegó a decir la última sílaba, porque una bala le alcanzó en el ojo, provocando su muerte instantánea.

De una mente como la de Sócrates, que se envenenó con cicuta tras ser condenado a muerte por la Asamblea de Atenas, se podría esperar una última frase lapidaria, sin embargo fue absolutamente vulgar. Según nos cuenta su discípulo Platón, se dirigió a otro seguidor: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Págaselo y no lo descuides”. Mucha gente, en su testamento señala si tiene deudas pendientes, pero ¿no tenía nada más interesante que decir Sócrates en su último mensaje? Conociendo el ingenio del filósofo, muchos pensadores posteriores le han dado vueltas a lo del gallo, pensando que encerraba algo. Asclepio o Esculapio era el dios de la medicina, ¿sería una ironía la frase socrática? ¿Querría decir que no necesitaba médico, pues no iba a morir de enfermedad? ¿O era una lección de conducta, no podemos olvidarnos de las obligaciones menores aunque tengamos problemas mayores? Los historiadores de la filosofía le siguen dando vueltas.

Otro gran hombre que se despidió de la vida con frase vulgar fue Winston Churchill: “Estoy harto de todo”. Churchill había combatido en cinco guerras, se había escapado de un campo de prisioneros en Sudáfrica, había desempeñado en las dos guerras mundiales el cargo de ministro de Marina, el más importante para un imperio marítimo como el británico, había inventado los tanques y los comandos, había sido diputado durante 62 años, nueve veces ministro y dos primer ministro. Fue el artífice de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el héroe nacional incontestable para los ingleses, y sin embargo perdió las elecciones que tuvieron lugar tras la derrota de Alemania. Ganó las siguientes y fue primer ministro hasta los 80 años. Le dieron el Nobel de literatura, bebió más champán y fumó más habanos que ningún hombre de su tiempo, y un año antes de morir nonagenario todavía iba de francachela en el yate de Aristóteles Onassis, con dos criados asignados en exclusiva para atender su incontinencia de orina. Se enfrentó toda su vida a una tendencia congénita a la depresión (“el perro negro”, la llamaba). Superó 10 ataques cerebrales durante 16 años, y la muerte le llegó por fin a los 90. ¿Cómo no iba a estar harto?

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