Un rey sentenciado a muerte

21 / 01 / 2014 10:25 Luis Reyes
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París, 17 de enero de 1793: Luis XVI es condenado a muerte por la Convención Nacional. Será ejecutado en la guillotina cuatro días después.

La muerte, sin frase”. Las palabras del abate Sieyés resuenan en su laconismo más que cualquiera de las grandilocuentes condenas pronunciadas por otros diputados, que han sentido necesidad de justificar su regicida veredicto: “La muerte por traidor a la Patria”, “...por enemigo del pueblo”, “...por tirano”. Han sido 387 los diputados de la Convención Nacional que han votado la ejecución inmediata del Rey, pero será la fórmula de Sieyés la que pase a la Historia, aunque algunos sostienen que nunca la dijo, que el periodista que redactó la crónica, ante la escueta respuesta de Sieyés, “la muerte”, añadió “sin frase”, pero luego apareció en Le Moniteur todo junto dentro de las comillas.

Estos detalles son lo de menos, lo que convierte “la muerte, sin frase” en el toque fúnebre del Antiguo Régimen, una especie de oficio de tinieblas de la época más soberbia de la Historia, es que resume la decisión de la amplia mayoría de la Convención: ejecutar a una persona que hasta hacía muy poco era sagrada. La justificación política de la ejecución de Luis XVI es que el Gobierno revolucionario quería arrojar su cabeza a los pies de los monarcas europeos que invadían Francia, para mostrarles la determinación de la Revolución. Tras esto no cabía vuelta atrás, ni pacto, ni capitulación, solo lucha a muerte, “l’étendard sanglant est levé” (“el sangriento estandarte se alza”), como dice La Marsellesa.

El destino de Luis XVI estaba marcado en rojo desde que el verano anterior intentara la rocambolesca huida de la Noche de Varennes. Esa deserción destapa al Rey como un traidor que trata de pasarse al enemigo, y cuando los austriacos declaran la guerra a Francia –en connivencia con el Rey, se dice– una multitud insurgente se lanza al asalto del palacio real de las Tullerías. En vanguardia marchan precisamente los federados marselleses que habían llegado a París cantando el Himno de batalla del Ejército del Rhin, rebautizado La Marsellesa. El asalto a las Tullerías del 10 de agosto, con la terrible matanza de guardias suizos leales al Rey, pone fin de hecho a la soberanía real. Luis XVI huye y se refugia con su familia en la Asamblea Legislativa, a la que pide protección.

En una sesión a la que Luis XVI asiste como jefe del Estado por última vez, la Asamblea le suspende de sus funciones y el protegido se convierte en prisionero. La Francia revolucionaria es mientras tanto agredida en varios frentes por las monarquías europeas, y cada enfrentamiento con el invasor provoca, como en una reacción física, un paso adelante en la radicalización. Dos días después de la batalla de Valmy, la Convención (nuevo Parlamento que ha sustituido a la Asamblea) decreta la abolición de la monarquía. Una semana después la Convención crea una comisión para investigar la traición del Rey, que en noviembre presenta el Informe sobre los crímenes imputados a Luis Capeto. Luis XVI ha perdido sus títulos, ese simple nombre y apellido, Luis Capeto, le iguala con el de cualquier ciudadano ante la Justicia.

El armario de hierro.

La situación da un nuevo giro dramático con un acontecimiento que parece de novela gótica, el descubrimiento en las Tullerías del truculento armario de hierro, un archivador blindado lleno de papeles que, según dicen, prueban sin duda la traición del Rey, aunque la crítica histórica posterior ha especulado sobre la autenticidad de los documentos. El proceso del exrey es ya inevitable, y como proceso político por excelencia no se verá ante un tribunal, sino ante la Convención Nacional, la depositaria de la soberanía de la nación.

El 11 de diciembre de 1792 el exmonarca comparece en la Convención y escucha de su presidente, Barere, las palabras: “Luis, la nación francesa os acusa”; a continuación lee 42 acusaciones concretas y luego procede a interrogar a Luis XVI, que se defiende lo mejor que puede. Del famoso armario de hierro niega conocer siquiera su existencia. Tres abogados defensores le son adjudicados, dos son miembros de la nobleza, Lamoignon de Malesherbes y el conde de Sèze; el tercero es un burgués, François Tronchet. Los tres pagarán haber defendido a Luis Capeto durante el Terror.

De Sèze, que es abogado de profesión, plantea una defensa combativa, casi apasionada (ver recuadro), pero la única esperanza para Luis XVI es que la Convención acepte someter su sentencia al veredicto popular. Los defensores piensan que todavía la figura del Rey conservará para muchos franceses el carácter sagrado que siempre han tenido allí los monarcas, y que en consecuencia no refrendarán la sentencia de muerte de la Convención.

Entre el 15 y el 17 de enero de 1793 los 749 diputados convencionales son llamados a votar sucesivas preguntas de las que depende la vida del exrey. La primera va directa al grano: “¿Es culpable Luis Capeto de conspiración contra la libertad pública y de atentados contra la seguridad general del Estado, sí o no?”. De los 718 presentes 673 votan “sí”. Es una mayoría aplastante, y ese voto contundente condicionará las sucesivas consultas. La segunda pregunta plantea si la sentencia de la Convención tendrá que ser refrendada por el pueblo, y gana el “no” por 423 a 286. No tan unánime como la anterior votación, es sin embargo una mayoría muy amplia la que establece que lo que se decida en la tercera pregunta será una sentencia sin apelación posible.

Y llega la cuestión definitiva, ¿qué pena merece Luis Capeto? Hay 726 diputados presentes en esta sesión de los que 387 votan “la muerte” inmediata y otros 44 la muerte con aplazamiento indefinido de la sentencia. 290 se pronuncian por otras penas, y solo cinco prueban su lealtad al desgraciado exrey absteniéndose de votar. Entre ellos no está, sin embargo, el único a quien nadie podría afear que no quisiera condenar a Luis XVI, su primo el duque de Orleans, “primer príncipe de la sangre”, como se designaba en la realeza francesa al más cercano pariente del Rey y más importante de los príncipes de sangre real.

Felipe Igualdad.

El duque de Orleans, sin embargo, detesta a Luis XVI y sobre todo a María Antonieta, y se ha sumado a la Revolución desde el primer momento. Las malas lenguas dicen que no es por progresismo, sino porque espera sustituir al Rey –de hecho, un hijo suyo, Luis Felipe, encabezará en 1830 otra revolución contra los Borbones y conseguiría reinar unos años–. El caso es que el primer príncipe de la sangre juega a radical: se cambia su nombre por el de Philippe Égalité (“Felipe Igualdad”) y, elegido diputado, se afilia a la Montaña, la extrema izquierda. Cuando le llega el momento de votar dice: “Preocupado únicamente por mi deber, convencido de que los que han atentado o atentaren en el futuro contra la soberanía del pueblo merecen la muerte, yo voto la muerte”.

La suerte de Luis Capeto está echada. La ingrata misión de comunicarle la sentencia es asumida por el más anciano de sus defensores, Malesherbes, hombre de la Ilustración y famoso botánico que se había retirado de la vida pública 20 años antes para dedicarse al estudio, y que ha abandonado su retiro para acudir caballerosamente en defensa del rey caído.El 21 de enero Luis es trasladado en una carroza desde la prisión del Temple, donde queda encarcelada el resto de la familia real, hasta la plaza de la Concordia, entonces llamada “de la Revolución”. Da muestras de una gran dignidad en sus últimos momentos, y su propio ejecutor, el famoso verdugo Sanson, escribirá en sus memorias que “soportó todo eso con una compostura y una firmeza que nos asombró a todos nosotros”.

Antes de ser ejecutado en la guillotina, un invento progresista de la Revolución, que proporciona una muerte rápida y sin sufrimiento a los reos y elimina las diferencias en la forma de ejecución que antes sufrían los nobles y el pueblo, Luis XVI intenta una última defensa, esta vez ante la Historia: “¡Pueblo –proclama– muero inocente de los delitos de los que se me acusa! Perdono a los que me matan. ¡Que mi sangre no recaiga jamás sobre Francia!”.Pero el redoble de los tambores impide que el pueblo le llegue a oír.

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