¿Qué pasa en Cádiz?

19 / 08 / 2017 Luis Reyes
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Cádiz, 18 de Agosto de 1947. La explosión de un polvorín de la Fábrica de Torpedos de la Armada destroza la ciudad y la deja incomunicada del mundo.

Estado en que quedó la Casa-cuna del Niño Jesús de la ciudad después de la explosión. Foto: E.G. de Movellán/EFE

El fogonazo se vio en África y el estruendo se oyó en Lisboa. En el Atlántico los pescadores sintieron estremecerse la tierra firme. ¿Qué pasa en Cádiz?, se preguntaba la gente en aquella calurosa noche de agosto. Un meteorito se ha estrellado sobre la ciudad, decían a lo largo de la bahía, un terremoto, opinaban los portugueses desde la distancia. Han estallado los depósitos de gasolina de Campsa; ha sido la fábrica del gas; no, la santabárbara de un buque de guerra... pensaban los gaditanos sumidos en la oscuridad, pues la noche era sin luna y se había cortado la luz. La luz, el agua, el teléfono, y el telégrafo. Cádiz estaba arrasado, ciego y aislado del mundo.

En realidad había sucedido “lo que tenía que pasar”: había estallado un polvorín de la Base de Defensas Submarinas de la Armada, vulgo “Fábrica de Torpedos”. Hacía tiempo que su jefe, García-Agulló, alertara del peligro por el mal estado de los ingenios explosivos almacenados, pero la autoridad naval, encabezada por el almirante Estrada, había ignorado sus llamadas de socorro. Eran minas navales y cargas de profundidad, 1.600 máquinas infernales, resto de la ayuda militar alemana a Franco en la Guerra Civil, pero se trataba de un material antiguo, incluso de la Guerra del 14.

Las circunstancias de una guerra civil, y luego una mundial en la que el régimen franquista tuvo metido un pie, hicieron que España mantuviese un ejército sobredimensionado, para cuyo adecuado mantenimiento carecía de medios. A finales de los 40, los aviones alemanes del Ejército del Aire comenzaron a caerse literalmente de viejos, y los aviadores perdían sus vidas como si estuvieran en una guerra. También a los explosivos acumulados les llegó su hora fatal. En 1940 la deflagración del polvorín de Pinar de Antequera causó 100 muertos, y unos días después de la explosión de Cádiz se produjo otra en Alcalá de Henares, con 24 fallecidos.

Las autoridades navales eran conscientes del peligro de las obsoletas minas alemanas, que estaban almacenadas en un arsenal de Cartagena. Para quitárselas de encima, de Cartagena las enviaron a Cádiz en 1942, con la idea de guardarlas en los túneles mineros de la Sierra de San Cristóbal. “Provisionalmente” se dejaron en la Fábrica de Torpedos de Cádiz mientras se habilitaban los túneles, pero la provisionalidad duraba ya cinco años.

Cargas de profundidad

El verano del 47 fue muy caluroso y las minas comenzaron a exudar amenazadoramente. Lo peor eran 50 cargas de profundidad antisubmarino WBD de la Guerra del 14, cargadas con algodón-pólvora, que se descompuso químicamente. Su deflagración provocó la de 1.000 minas y torpedos del Almacén de Minas Nº 1. Eran 300 toneladas de trilita (TNT) que levantaron un hongo rojizo como de una bomba atómica, que se podía ver desde Sevilla.

La explosión hizo temblar el suelo como un terremoto, arrancó los raíles del tren y redujo a puro escombro todo el vecino barrio de San Severiano, incluida la Casa-cuna, donde murieron niños y monjas. El vapor Plus Ultra recibió en alta mar una lluvia de metralla, y los Astilleros Echevarrieta ardieron con tal virulencia que muchos creían que estaba allí el origen del cataclismo.

La parte antigua de la ciudad se salvó gracias al Frente de Tierra, es decir, las famosas murallas de Cádiz que la defendieron de las bombas francesas en la Guerra de Independencia, aunque la onda expansiva rompió las ciclópeas puertas de la catedral y no quedó un solo cristal sano en la ciudad. Las calles se cubrieron con medio palmo de vidrios rotos que dificultaban penosamente andar o evacuar los heridos, que se desangraban por los cortes de los cristales. Todo esto sucedía en una oscuridad total, salvo por los incendios que comenzaron a surgir y no había forma de apagar, porque también se había cortado el agua.

No había teléfono ni telégrafo, y en la emisora de Transradio Cádiz, muda por el corte eléctrico, tuvieron que recurrir a una arcaica radio de galena para lanzar el primer grito de auxilio. Lo escucharon en Radio Jerez, y fue esta la que dio la alarma general. Había 152 muertos, en versión oficial, pero los heridos eran entre 5.000 y 10.000. Cuando se restableció el tráfico se mandaron a Sevilla trenes de heridos para ser curados allí.

Increíblemente, el marinero de centinela en la puerta del polvorín fue lanzado al agua por la onda expansiva y salió vivo, pero la historia más sobrecogedora fue la de Antonio Noya, obrero de los Astilleros Echevarrieta, a quien la onda estrelló contra una reja que le abrió la cabeza. En el Hospital Militar lo dieron por muerto y lo dejaron en el depósito de cadáveres, donde pasó la noche hasta que dos muchachas de Sección Femenina descubrieron al día siguiente que daba señales de vida.

Entre el caos y el pánico hubo muchos actos de abnegación y valor, pero el héroe de esa noche infernal fue el capitán de corbeta Pascual Pery, que reunió un grupo de marineros para apagar el incendio del Almacén de Minas Nº 2. Allí había otras 500 minas que milagrosamente no habían estallado, pero las llamas amenazaban con provocar otra explosión. No había agua, pero Pery tuvo la sangre fría de sofocar el fuego echándole los escombros de alrededor. “Pascualito, te has ganado una Laureada”, le felicitaron sus jefes, y efectivamente fue propuesto para la máxima condecoración militar española, aunque no se la concedieron. El régimen decidió silenciar la catástrofe, había que encubrir las responsabilidades de las altas autoridades, y crear un héroe atraería la atención.

Por esas casualidades de la Historia, 30 años después, cuando se enterraba precisamente al franquismo, Pery volvió a realizar un acto de valor que nadie ha reconocido. Cuando Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista en 1977, el ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, presentó su dimisión en muestra de rechazo. Ningún otro almirante en activo aceptó sustituirlo, era casi una situación de motín de la Marina contra la Transición, y Suárez recurrió a Pery, marino de gran prestigio pero en la reserva, quien, como en el Almacén de Minas Nº 2, fue capaz de sofocar el fuego en la Armada. 

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