Operación Bernhard

06 / 10 / 2015 Luis Reyes
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Lago Toplitz, Austria, abril de 1945. El dinero falso fabricado por los nazis es sumergido en aguas profundas

El expreso judío Adolf Burger muestra uno de los billetes que falsificó para el comandante Krüger.

La belleza de la muerte, un paisaje que fascina a los enfermizos amantes de la calavera y los uniformes negros, seguidores de la perversa estética nazi... No es extraño que Göring se construyese una villa cerca del Toplitzsee, ese lago alpino que pese a su pequeño tamaño merece ser llamado mar. A su alrededor, defendiéndolo de los aires externos para que conserve su ser, se levantan unas montañas que muy apropiadamente son llamadas Totes Gebirge, las Montañas de la muerte.

Hay algo más que aroma de muerte en el lago Toplitz, hay una anomalía letal en sus aguas. Cuando un pez se sumerge a más de 18 metros, muere asfixiado. No hay oxígeno entre los 20 y los 110 metros de profundidad, falta uno de los elementos esenciales del agua –recuerden, H2O, dos moléculas de hidrógeno por una de oxígeno–, el elemento de la vida. Y todavía hay más trampas mortales en estas aguas mórbidas: los que se han atrevido a bucear en ellas y han logrado salir vivos cuentan que a la mitad de su hondura se encuentra una maraña de maderas flotantes que atrapan como tentáculos a lo que intenta penetrarlas, incluido un avión.

El país que rodea al Toplitzsee era Nazilandia, en el bar del pueblo vecino, Göring recibía a Hitler y bebían cervezas rodeados de los paisanos, sin escolta. Lógicamente aquí estaba la Alpenfestung (fortaleza alpina), el legendario último reducto de Hitler, un complejo de fortificaciones y túneles entre los montes guarnecido por 300.000 fanáticos de las SS, con interminables reservas de armas y municiones, fábricas de aviones a reacción, laboratorios de armas secretas... Un final wagneriano para la Segunda Guerra Mundial o, como confesó un alto cargo militar prisionero, “un mito, un sueño romántico” (véase “¡El perro sanguinario ha muerto!”, en Historias de la Historia, TIEMPO, nº 1.696).

No había nada en la fortaleza alpina, ni armas ni defensores, nada salvo en las aguas del Toplitzsee. Allí, en sus profundidades, protegida por la maraña leñosa, sí que había un arma de guerra, aunque no de las que vuelan o disparan, sino un arma económica. Allí fue sumergido el rastro de una gran operación secreta, la operación Bernhard, la falsificación masiva de dinero aliado.

Libras falsas. Nada más empezar la guerra, los SS, fieles a sus antecedentes facinerosos, proyectaron fabricar moneda falsa inglesa para financiar sus operaciones en el exterior. El padre de la idea fue Reinhard Heydrich, el lugarteniente de Himmler, luego muerto por los patriotas checos en un atentado. Pero el hombre que la llevaría a cabo fue un comandante de la SD, el servicio de información de las SS, llamado Bernhard Krüger, que estaba al frente de la Unidad VI F-4a, la oficina de falsificación de documentos. Krüger no era un SS corriente. Para empezar, no odiaba a los judíos ni sentía repugnancia a tratar con ellos. Era corrupto y oportunista, pero no un asesino cruel, albergaba sentimientos humanos y fue capaz de mantener un pacto de caballeros con los prisioneros judíos que utilizó.

Era por otra parte muy inteligente y capaz, además de atractivo, simpático y bon vivant. Cuando Heydrich le encargó la misión de falsificar dinero inglés –bautizada operación Bernhard, por el nombre de pila de Krüger– comprendió que no podían realizarla los falsificadores de las SS, pero encontró dificultades para reclutar personal de la Fábrica de Moneda o el Banco de Alemania. Entonces tuvo una idea insólita en un nazi, recurrir a los despreciados judíos. Con la etiqueta de “trabajador altamente esencial”, sacó de los campos de exterminio a 142 expertos en artes gráficas en todas sus facetas, dibujantes y fotógrafos, pero también a delincuentes comunes, monederos falsos.

Krüger ofreció a sus judíos buenas condiciones de vida y librarlos de la muerte a cambio de un perfecto trabajo, sin embargo, Himmler no estaba de acuerdo con el trato. El jefe de las SS estableció un término de tres años para la operación Bernhard; en ese plazo debería fabricarse el dinero inglés suficiente para los planes alemanes, y luego los judíos dejarían de ser “altamente esenciales” y regresarían a los campos de la muerte.

Los falsificadores se instalaron en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín, aunque su bloque, el número 19, estaba absolutamente aislado del resto del campo, con una vigilancia propia de personal escogido de las SS. Se les proporcionó la mejor maquinaria de impresión de la industria alemana, y un papel fabricado por una acreditada empresa que reproducía fielmente el de los billetes ingleses.

Pronto estuvo en marcha la llamada fábrica Krüger, y enseguida alcanzó una capacidad notable. Aunque desde 1939 el servicio de inteligencia británico tenía noticias del plan de falsificación alemán, los billetes falsos pasaron por la prueba de ser llevados por un agente secreto a un banco en Inglaterra, solicitar su autentificación y obtenerla. Sin embargo el comandante Krüger era demasiado listo para ensoberbecerse con el éxito. Sabía que si cumplía el programa de Himmler en tres años sus judíos irían a la cámara de gas y, aún peor, se veía a sí mismo en el frente ruso, en un puesto arriesgado, pues Himmler no lamentaría la desaparición de un testigo como él. De manera que decidió ralentizar la producción.

Pese a ello la fábrica Krüger produjo casi 9 millones de billetes por valor de 135 millones de libras esterlinas. Había libras de sobra, pero para que Himmler no cerrase el proyecto Krüger le tentó con la fabricación de dólares. Es más, tuvo la habilidad de convencerlo para trasladar su fábrica de Berlín a la Galería 16, un túnel en Redl Zipf, cerca del lago Toplitz, más próximo a Suiza, donde Krüger pensaba escapar cuando llegara lo inevitable. Lo haría, pero antes cumplió con su deber de oficial y su palabra de caballero.

Arrojó al lago la maquinaria y las magníficas planchas de impresión, así como muchas cajas de billetes empaquetados, algunas de las cuales han sido recuperadas. Otras se dispersaron en camiones y él mismo se llevó unas maletas de libras falsas a Suiza, donde huyó con su amante. Los judíos fueron enviados al campo austriaco de Ebensee con la recomendación de no exterminarlos, y se salvaron.

Krüger pasaría por lo que se llamaba “proceso de desnazificación” y sus antiguos prisioneros judíos declararon a su favor. Salió libre y, ¡sorpresa!, encontró trabajo en la empresa que había fabricado el papel de la operación Bernhard y vivió feliz hasta 1989. Un final plácido que contrasta con el marco siniestro donde quedó, oculta bajo el agua, la obra de Bernhard Krüger.

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