Los polvos de la condesa

24 / 05 / 2016 Luis Reyes
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Lima, 1638. La condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, se cura de la malaria con la quinaquina, un remedio de los indios que luego traería a Europa.

La “muy noble y muy leal” villa madrileña de Chinchón le da nombre a un famoso anís, pero también a uno de los descubrimientos que más vidas han salvado, la chinchona o quinina, remedio de la malaria, auténtico azote de la humanidad. Su uso cambiaría el curso de la Historia, pues permitió que África y otras tierras exóticas se abrieran a los europeos, que antes de este medicamento no podían sobrevivir en esas latitudes a causa del paludismo.

La conexión de la quinina con Chinchón es un capítulo más de la epopeya que escribió España en América, tan olvidado como tantos otros. Únicamente la gigantesca labor científica de Linneo, creador de la moderna taxonomía, ha preservado esa memoria histórica, pues cuando bautizó a todas las plantas de la tierra, le dio al género de árboles de donde procede la quinina el nombre latinizado de Cinchona (la “C” inicial se pronuncia “ch”), en homenaje a la condesa de Chinchón, introductora de la salvífera medicina en Europa.

Doña Francisca Enríquez de Rivera estaba casada con el conde de Chinchón, virrey del Perú. Fue en Lima, en 1638, donde enfermó gravemente de lo que entonces llamaban tercianas, fiebres palúdicas. Una leyenda indigenista pretende que fue su doncella india Consuelito la que, en contra de la opinión
 del médico, le dio secretamente un bebedizo que la curó. Estaba hecho a base de la corteza de cierto árbol y era un remedio usual entre los indios para combatir la fiebre.

La verdadera historia fue menos rocambolesca. Juan López de Cañizares, gobernador de la provincia de Loja (Ecuador) le escribió al virrey diciéndole que él se había curado de unas calenturas similares con un remedio que los indios llamaban quinaquina, que en quechua significa simplemente corteza. No se trataba de cualquier corteza, sino la de un árbol que los españoles bautizaron “quino” o árbol de la quina. La virreina sanó con la quinaquina, aunque no sería la primera occidental en experimentar los beneficios de esa medicina, puesto que López de Cañizares ya lo había hecho. Su mérito fue introducirla en Europa cuando regresó del Perú al año siguiente, pues se trajo un gran cargamento de quinaquina, que enseguida se conoció en España como polvos de la condesa.

Esta versión apareció publicada en una obra científica del siglo XVII, la Anastasis Corticis Peruviae, del doctor genovés Sebastiano Baldo, médico de la corte del cardenal jesuita Juan de Lugo. El cardenal de Lugo, camarlengo del Sacro Colegio, había llevado los polvos de la condesa a Roma, y Baldo, cuando regresó a su Génova natal como director de los hospitales civiles,  difundió su uso en Italia. Fue seguramente de esta fuente médica de donde Linneo, un siglo después, tomaría la idea de llamar Cinchona al género de árboles de la quina.

En 1930 se descubrieron sin embargo unos papeles personales del virrey que ponían en cuestión lo publicado, pues resulta que su esposa la condesa de Chinchón había fallecido en Cartagena de Indias, antes de emprender el viaje a España. ¿Quién había traído entonces la quinaquina? Pues una de esas mentes privilegiadas que la Compañía de Jesús esparció desde España por el mundo, con el determinado propósito de conocer y dominar el planeta, el padre Cobo.

Bernabé Cobo había nacido en 1582 en el pueblo andaluz de Lopera, de familia hidalga pero pobre, y con 15 años se embarcó para las Indias. Era el siglo XVI y los españoles tenían un ímpetu imparable. Recorrió las Antillas, Guatemala, Colombia y Venezuela antes de llegar al Perú, donde a su espíritu aventurero sumó el anhelo de saber. Bajo la protección de un jesuita que había conocido en Panamá, entró en el colegio jesuita de Lima como fámulo, es decir, criado de los alumnos, recurso de los pobres para cursar los mismos estudios que los ricos. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1601 y siguió estudios superiores de Humanidades en el prestigioso Colegio Máximo de San Pablo, donde impartían clase varias eminencias intelectuales jesuitas.

Hay que tener en cuenta que la Compañía de Jesús era un auténtico poder fáctico en las Indias, que sustituía al Estado en muchas funciones, o a veces formaba un Estado dentro del Estado, literalmente, pues organizaba a los indígenas en auténticas repúblicas bajo su Gobierno. Con ese respaldo el padre Cobo pudo satisfacer su inmensa curiosidad científica y dar rienda suelta a su afán de viajar y conocer nuevas tierras. Recorrió no solo el inmenso Virreinato del Perú, sino también el de Nueva España, es decir, Méjico, donde permaneció 11 años. Entre otras cosas fue el auténtico descubridor de la Corriente Fría del Pacífico de la que luego se apoderaría Humboldt, dándole su nombre. En total estuvo en las tres Américas más de 60 años, estudiando su naturaleza y sus pueblos, pues fue eminente botánico, antropólogo e historiador. Escribió una obra monumental, la Historia del Nuevo Mundo, una Historia de la fundación de Lima y un tratado de botánica en diez tomos, perdido.

Polvere dei Gesuiti

 Precisamente lo que más nos interesa aquí del padre Cobo es su actividad como botánico, tan prestigioso que existe un género de plantas llamado Coboea en su honor. Para alguien de sus conocimientos tanto sobre flora y fauna como sobre cultura de los indios, no podía pasar desapercibido el uso de la quinaquina, de modo que fue él quien en 1632, mucho antes de la enfermedad de la virreina, trajo la nueva medicina a España, y luego la llevó a Roma, donde en el comercio farmacéutico era llamada Polvere dei Gesuiti, Polvos de los jesuitas.

Fuese Bernabé Cobo, S.J., o fuese el cardenal De Lugo, S.J., quien los introdujera en Italia, no cabe duda del papel protagonista de los jesuitas en el remedio de la malaria y más aún si tenemos en cuenta una curación que fue famosa en toda Europa y tendría grandes consecuencias históricas. El delfín de Francia cayó enfermo de calenturas, y el cardenal de Lugo, a través del cardenal Mazarino, hizo llegar a la corte de París los polvosde los jesuitas. El niño se curó, y se convertiría en el rey más importante de la Historia de Francia, Luis XIV.

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