Los Grandes ganan la partida.

04 / 10 / 2016 Luis Reyes
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Burgos, 28 de septiembre de 1464. La alta nobleza exige a Enrique IV que desherede a su hija, la Beltraneja.

Los grandes señores feudales europeos eran tan poderosos como los reyes: el duque de Borgoña regía el Estado más rico y civilizado de Europa, el duque de Normandía era a la vez rey de Inglaterra. En España, el desarrollo de la Reconquista impidió que hubiera feudalismo, sin embargo tras la guerra civil entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara, este otorgó a sus partidarios grandes señoríos (mercedes, se decía, dando origen al sobrenombre del rey, Enrique el de las Mercedes). Aparecieron así a finales del siglo XIV poco más de una docena de familias de “ricoshombres”, lo que sería la Grandeza de Castilla.

La acumulación de latifundios de esa alta nobleza, de las órdenes militares y de algunos arzobispados, les daría un poder político que podía competir con el del rey. El culmen de este poderío se dio durante el débil reinado de Enrique IV, llamado por mofa “el Impotente”. Un conciliábulo de grandes decidió alterar el orden dinástico natural en 1464, lo logró y cambió para siempre la Historia de España.

La conspiración nobiliaria se apoyaría en ese mote infamante de Impotente que le colgaron a Enrique IV. Su primer casamiento con Blanca de Navarra, que duró 13 años, fue declarado nulo por el Papa por no consumado, atribuyéndose ello a “un maleficio”, pues durante el proceso varias prostitutas dieron testimonio de que el rey podía realizar el acto sexual. Probó entonces suerte con otra esposa, la princesa Juana de Portugal, y durante 7 años se repitió la esterilidad matrimonial. Sin embargo, en 1462 doña Juana dio a luz una niña... ¡La dinastía estaba salvada!

La niña, llamada también Juana, fue reconocida heredera por las Cortes de Madrid, que le prestaron juramento como princesa de Asturias, y en su bautismo hicieron de padrinos los que luego serían sus mortales enemigos, la hermana del rey, Isabel la Católica, y el privado de Enrique IV, el ricohombre Juan Pacheco, marqués de Villena.

Al poco tiempo, sin embargo, el rey se inclinó hacia un nuevo favorito, el apuesto don Beltrán de la Cueva, al que nombró maestre de la Orden de Santiago, uno de los cargos más poderosos del reino. Para el desplazado marqués de Villena, y para los ricoshombres como clase, darle el maestrazgo de Santiago a un advenedizo constituía una afrenta. No iban a consentírsela a un rey como Enrique IV, al que despreciaban por poco viril.

El meteórico ascenso de don Beltrán de la Cueva en el favor real daba pábulo o quizá fue el origen del rumor que corría: que era él y no Enrique el auténtico padre de la princesita Juana. La princesa de Asturias se convirtió enseguida en “la Beltraneja”, un sambenito que la acompañaría toda su vida y le impediría ser reina. El rumor tenía visos de credibilidad por haber sido Enrique IV incapaz de consumar sus matrimonios durante 20 años, además de que la reina consorte, Juana de Portugal, se mostraría dispuesta a mantener relaciones adúlteras. Cuando su marido la encerró en el castillo de Alaejos en 1467, se fugó con uno de los nobles que la custodiaban, don Pedro de Castilla el Mozo, con quien tendría dos hijos gemelos.

Guerra civil.

Pero volvamos al conciliábulo que cambió la Historia de España. El marqués de Villena había intentado por tres veces un golpe de fuerza para secuestrar a la familia real, aunque sin éxito, de modo que a finales septiembre de 1464 convocó en Burgos a la Grandeza de Castilla. Acudieron entre otros altos linajes los Álvarez de Toledo, Zúñiga y Guzmán o Manrique de Lara, así como don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, que era la diócesis más rica de la cristiandad, y el maestre de la poderosa Orden de Calatrava, don Pedro Girón, hermano del marqués de Villena. Desde Burgos le mandaron al rey su diktat: no solo debía destituir a don Beltrán de la Cueva, tenía que desheredar a su hija Juana –la Beltraneja– y jurar como heredero a su hermano, el infante don Alfonso, que tenía 12 años.

Enrique IV intentó contemporizar, propuso casar a don Alfonso con su hija Juana para que ambos fueran reyes, pero los nobles no transigieron, sino que montaron lo que se llamó Farsa de Ávila. Ante las murallas de la ciudad castellana levantaron un cadalso con un trono, donde sentaron a un monigote con corona y regalía. Era la irreverente representación del rey, al que a continuación destronaron. El arzobispo de Toledo le quitó la corona, el marqués de Villena el cetro, y otros grandes le fueron despojando de las insignias reales, terminando por darle al muñeco un tantarantán que lo derribó, al tiempo que gritaban: “¡A tierra, puto!”. Además de una elaborada vejación se trataba de un golpe de Estado, pues allí mismo proclamaron rey de Castilla y León al infante Alfonso.

Estalló la guerra civil, pero al poco tiempo don Alfonso murió –naturalmente corrió el rumor del envenenamiento– y entonces los ricoshombres, intransigentes respecto a la Beltraneja, adoptaron como candidata al trono a la hermana de Enrique IV, la infanta Isabel. En un cerro del Tiemblo de Ávila, en el lugar llamado de los Toros de Guisando, presidido por los imponentes tótems que allí plantaron los vetones en el siglo II antes de Cristo, se puso fin a la guerra fratricida por un acuerdo en el que Enrique IV reconoció como legítima heredera y princesa de Asturias a su hermana Isabel. Los ricoshombres habían ganado la partida, pero su victoria fue peor que pírrica, les condenó a perder el poder político que detentaron en el reinado de Enrique IV. Porque esa princesa de Asturias se convertiría en la reina Isabel la Católica, y con los Reyes Católicos se acabó que los nobles, por muy Grandes de España que fuesen, desafiaran al poder de la corona.

Los ricos hombres habían logrado cambiar la Historia de España, pero cavaron su tumba como clase poderosa. 

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