Los alemanes asaltan el trono

03 / 11 / 2015 Luis Reyes
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20 de octubre de 1714. El elector de Hannover es coronado rey de Gran Bretaña

Hitler acoge cariñosamente al filonazi exrey Eduardo VIII y su esposa.

La reina Ana era muy fértil, 19 veces se quedó embarazada, 19 veces parió, pero solo tres de las criaturas vivieron más de un día, aunque menos de un año. Se ve que la cantidad perjudicaba la calidad. Ana era la última de los Estuardo, una dinastía británica aunque no inglesa, pues era escocesa –el padre de Ana se titulaba Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia–. Otra peculiaridad de los Estuardo era su catolicismo, más o menos disimulado en un país que era mayoritariamente protestante. La familia no pudo reinar tranquilamente, a Carlos I le cortaron la cabeza y a su hijo Jacobo II lo destronaron.

La realeza era no obstante una condición casi sobrenatural, por descontenta que estuviera una nación con su monarquía se respetaban los sagrados derechos hereditarios. Después de Jacobo II subieron al trono sus dos hijas, las reinas María y Ana, casadas con príncipes protestantes y leales a la religión oficial, pero ninguna dejó descendencia. El Parlamento quería cerrar el paso a la vuelta de Jacobo II o su hijo, muy católico, y buscó un Estuardo aceptable en el árbol genealógico.

Lo encontró en Alemania: Sofía de Wittelsbach, princesa del Palatinado, nieta de Jacobo I, el primer Estuardo que reinó en Inglaterra. Sofía era protestante y casada con un protestante, el elector de Hannover. En 1701 se promulgó el Act of Settlement (Ley de Asentamiento), una de las leyes que conforman la no escrita Constitución británica, designando heredera a Sofía y su descendencia, y excluyendo a todo candidato católico.

Sofía murió poco antes que la reina Ana, y sería su hijo Jorge quien heredase la corona a la muerte de esta, en agosto de 1714. Jorge llevaba ya 16 años reinando en Hannover, se sentía alemán y ni siquiera hablaba inglés, pero no iba a rechazar una bicoca como Gran Bretaña. Aunque quiso ir a sus nuevos dominios enseguida, la naturaleza no parecía estar muy de acuerdo con que una dinastía alemana subiera al trono británico, y los vientos contrarios retrasaron su viaje hasta septiembre. Un mes después fue coronado en Wetsminster, mientras se producían motines en más de 20 ciudades inglesas. Al año siguiente Escocia se levantó en armas contra el nuevo monarca.

Un alemán de los pies a la cabeza se sentaba ahora en el trono de Gran Bretaña, farfullando palabras de un grosero inglés que sus súbditos no comprendían. Además seguía con el interés puesto en su electorado de Hannover, en cinco ocasiones dejó Inglaterra para pasar temporadas en su otro reino alemán. Durante más de un siglo y cinco reinados, los reyes de Inglaterra conservaron el pluriempleo, eran también soberanos de Hannover.

Pero a diferencia de Inglaterra, donde podían reinar las mujeres, Hannover no lo admitía, y al suceder a Guillermo IV su sobrina Victoria, los dos reinos se separaron. Pero como si echase de menos el perdido carácter germánico, Victoria se casó con un príncipe alemán, Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha. Su nieto, Jorge V, también tomaría una esposa de estirpe alemana, María, princesa de Teck.

No solamente la familia real era medio alemana y mantenía estrechas relaciones con sus parientes teutones, la alta nobleza británica seguía su ejemplo y estrechaba vínculos con casas germánicas. Cuando en 1914 estalló la Gran Guerra, muchos nobles se vieron precisados a elegir lealtad entre Inglaterra y Alemania, pero la circunstancia más extravagante era que el puesto militar de mayor responsabilidad, el mando de la Marina, lo detentaba el príncipe Luis de Battenberg, de la casa ducal de Hesse, nacido en Austria y criado en Alemania. A los dos meses de hostilidades tuvo que renunciar a su mando por la desconfianza que despertaba en la opinión pública.

Esa desconfianza alcanzaba a los propios reyes, en cuyo entorno había muchos cortesanos con inocultable acento alemán. El periódico socialista Daily Worker hablaba de “una corte extranjera”. Jorge V rechazaba esas tonterías nacionalistas, pero en 1917 tuvo que plegarse al clamor general y hacer patente su patriotismo renunciando a su propio nombre, el de la casa de Sajonia-Coburgo y Gotha. No había forma de disimular la germanidad de ese apellido como haría Luis de Battenberg, que se rebautizó Mountbatten (Battenberg significa Monte Batten en alemán), de modo que Jorge V buscó un nombre castizo y eligió el de Windsor, el pueblecito cercano a Londres donde se levanta el castillo que es segunda residencia real. Rabiosamente inglés fue también el apellido escogido por los dos hermanos de la reina María, los príncipes Adolphus y Alexander de Teck, que pasaron a llamarse Cambridge, pero la exigencia de cambiar de nombre y títulos alcanzó a muchos otros aristócratas.

El millón de muertos británicos que costó la Gran Guerra terminó con las simpatías hacia Alemania en el pueblo inglés, pero las clases altas continuaron siendo germanófilas, y cuando Hitler subió al poder muchos se sintieron atraídos por él. Lo más grave es que esa germanofilia que llevaba a simpatizar con el nazismo alcanzaba la cumbre, el mismo rey.

Eduardo VIII era tan tolerante con los nazis que durante su breve reinado en 1938 compartió a su amante, Wallis Simpson, con el embajador alemán Von Ribbentrop, luego ministro de Exteriores de Hitler. Y hay fotos en las que enseña el saludo nazi a su sobrina de 10 años, la futura Isabel II. Cuando renunció al trono para casarse con Wallis, según cuenta Speer en sus memorias, el propio Hitler dijo: “Su abdicación ha sido una terrible pérdida para nosotros”.

Al poco de casarse en el exilio, el exrey convertido en duque de Windsor visitó Alemania, mantuvo cordiales encuentros con Hitler y fue aclamado por multitudes, a las que respondía con saludos mano en alto que se han interpretado como saludos nazis. Pero lo peor vino con la Segunda Guerra Mundial. Le dieron un papel decorativo, enlace con el Ejército francés, pero se descubrió que todo lo que veía el duque de Windsor en sus visitas a las unidades francesas, al poco era conocido por los alemanes. Al parecer Eduardo pensaba que si Alemania ganaba sería repuesto en el trono inglés, con Wallis como reina consorte, y quizá fuera ella quien pasara la información al enemigo. Churchill tuvo que desterrarlo a las Bahamas durante la duración de la guerra.

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