La vuelta de la Pepa

22 / 03 / 2016 Luis Reyes
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España, 10 de marzo de 1820. La Constitución de Cádiz de 1812 entra de nuevo en vigor tras la Revolución Española.

Toda Europa yace bajo el yugo del absolutismo cuando “una gran nación se ha levantado con majestuosidad, reclama los derechos que ha conquistado de forma tan cara... Tal es el espectáculo que ofrece España hoy”. Es un historiador francés, Charles Laumier, quien publica este panegírico a lo que Europa ha bautizado “Revolución Española”, con mayúsculas como la Revolución Francesa, a la que se compara y de la que se considera digna sucesora.

España ya había sido un ejemplo para el continente con su levantamiento del Dos de Mayo, había probado en Bailén que el Ejército de Napoleón no era invencible, y su resistencia feroz –“la úlcera española”, la llamó el propio Bonaparte– demostró que no había que acatar los dictados del emperador tirano de Europa. La Constitución Política de la Monarquía Española que proclamaron los liberales en Cádiz el 19 de marzo de 1812, llamada por eso la Pepa o Constitución de Cádiz, también fue ejemplar en su momento. Sin embargo luego vino Fernando VII y restauró el absolutismo y la Inquisición.

Pero el 1 de enero de 1820, un grupo de oficiales del contingente que esperaba en Cabezas de San Juan (Sevilla) su embarque hacia América se “pronunció” por la libertad y proclamó la abolida Constitución de Cádiz. Entre ellos había figuras como Alcalá Galiano, que redactó su manifiesto revolucionario, pero la cabeza visible era un teniente coronel asturiano llamado Rafael de Riego, que luego daría nombre al himno de la República. El 10 de marzo, dos meses después del pronunciamiento, Fernando VII “había tragado” por fin, jurando la Constitución, y los liberales entonaron el Trágala, una copla con un estribillo zahiriente, “trágala tú, servilón”, convertida en himno antiabsolutista. “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, había dicho Fernando VII con evidente falta de sinceridad.

Los ejemplares de la Constitución de Cádiz comenzaron a circular en Francia como un catecismo revolucionario, según señalaba con inquietud el prefecto del departamento de Var, y ya el 17 de marzo apareció una traducción al francés, a la que siguieron más ediciones que difundieron miles de ejemplares de la Pepa por todo el país galo. En Marsella los liberales lucían cintas en los sombreros que decían: “Constitución o muerte”, en español.

El entusiasmo conmovió a todos los que se oponían a la tiranía, desde Grecia hasta Brasil. “Fare come in Spagna” se convirtió en el grito de guerra que despertó a los italianos de Norte a Sur, y dicho y hecho, hicieron “como en España”: en Piamonte, en Nápoles y Sicilia estallaron revoluciones que impusieron la Constitución de Cádiz. En Portugal, los liberales obligaron al rey a jurar su primera Constitución, copiada de la española hasta en el título, aunque la reina y el cardenal-patriarca de Lisboa la rechazaron como obra del demonio.

Dos Europas.

 Siempre nos hemos autoflagelado con las dos Españas, como si la división enrabiada fuese vicio exclusivamente hispánico, pero ahora se formaron dos Europas, la que ensalzaba e imitaba a España, y la que la temía y maquinaba su invasión. El pronunciamiento o golpe de Estado a la española, una unidad militar que se pronuncia por la libertad y desata así el proceso revolucionario, como había hecho Riego en Cabezas de San Juan, se convirtió en el modelo de los militares liberales europeos, que eran muchos.

Prendió el ejemplo sobre todo en la vecina Francia, donde en poco tiempo se sucedieron la Conspiración del Bazar en París, la de los Chevaliers de la Liberté en Saumur, la de los carbonarios en Belfort y las de los Cuatro Sargentos en La Rochelle. Según la Policía gala, la embajada española en París era el foco de la subversión y Chateaubriand, la mejor pluma del conservadurismo francés, publicó un artículo titulado L’Espagne condenando la Revolución Española, pues estaba seguro de que existía una “conspiración general” para extenderla a Francia.

Pero donde las simpatías por la Revolución Española eran más unánimes fue en Inglaterra. No se trataba solamente de los lores y diputados whigs (liberales) y radicales, toda la opinión pública alcanzó tal unanimidad que era destacada por los periódicos como insólita, y John Hobhouse, miembro de los Comunes y amigo íntimo de Lord Byron, se congratulaba de que el apoyo a España incluyera “a todos los rangos del pueblo británico”.

Solamente los políticos tories (conservadores) estaban en contra, desgraciadamente gobernaban ellos, y una de sus figuras más destacadas, Wellington, que cinco años antes había derrotado a Napoleón en Waterloo, alertaba contra la aparición de un nuevo Bonaparte en España.

La preocupación de Wellington no era paranoia, para los liberales, aunque hubiesen luchado contra él, Napoleón ya no era el emperador tirano, había recuperado su condición de caudillo militar de la Revolución Francesa que extendía la libertad por Europa. Naturalmente Riego se convirtió en el nuevo Bonaparte. En Francia, donde los republicanos hacían causa común con los bonapartistas para derribar la monarquía absolutista de Luis XVIII, las estampas grabadas con el retrato de Riego imitaban la figura de Napoleón, incluso le ponían la mano entre los botones de la chaqueta, en el gesto característico de Bonaparte, como puede verse en nuestra ilustración.

Se corrió la voz de que Napoleón había escapado de la isla de Santa Helena y había llegado a España, listo para cruzar los Pirineos e iniciar la marcha sobre París al frente de los miles de exilados que se habían acogido al asilo de la Revolución Española, como veremos en la próxima entrega de Historias de la Historia. Incluso después de la muerte de Napoleón en 1821, muchos nostálgicos creían que era mentira, que Bonaparte se encontraba escondido en nuestro país bajo la protección de la Revolución Española, y que un día volvería a Francia como había hecho en los Cien Días.

Fantasías aparte, las autoridades francesas también temían una invasión desde España, y tomaron medidas muy serias. Con la excusa de que se había producido un brote de fiebre amarilla en Barcelona crearon un “cordón sanitario”, es decir, cerraron prácticamente las fronteras, un intento de levantar un muro contra la libertad. Luego desplegaron un Cuerpo de Observación, un ejército para defenderse de la amenaza española... En realidad eran los prolegómenos de una invasión, pero en sentido opuesto, los Cien Mil Hijos de San Luis que vendrían a España para reimplantar el absolutismo.  

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